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DE ROTURAS Y POESÍA. Uno nunca se rompe por el mismo sitio.
De todas las caídas, son nuevos los pedazos y otras diferentes las cicatrices.

Cuando Cleo me dejó con un para siempre seco y un beso sin vuelta, no hubo manera de recomponerme. O ninguna digna. O alguna que conociera y que no incluyese la posibilidad de una soga o una ventana abierta.

Me quedé con mis pedazos en mi sofá. Días y noches.

No recuerdo cuántos. Desaparecieron los calendarios, las fechas importantes. No volvieron a existir los lunes, ni los domingos, ni los viernes. Ni tenía noción de mes. De estación. No había festivos, ni fiestas.

Me quedé a solas conmigo mismo. Con mis cigarrillos y mis ginebras. En una alarde de valentía y de borrachera perpetua y ceniceros llenos. Me quedé con mis arcadas. Mi pasado. Mis fantasmas. Sin giros argumentales que cambiasen el rumbo. Sin salidas de emergencia. Sin todavías.

Y así fue en bucle infinito. Una puta espiral de decadencia sin hielo, sin ducha, sin comida.

Pensé que me iba a morir. Que había claudicado. Que era el puto fin de mis días... Resistía a base de recuerdos. De los suyos que yo creía míos. De recorrer mentalmente el camino de vuelta hacia ella pero sin ella de fondo.

Cuántas veces metí mi cabeza entre mis manos como antes en su coño.
Y juro que no era el alcohol, ni la borrachera. Juro por mi sombra, que podía olerla, que podía oler lo que me dejó durante nuestros encuentros, durante nuestros años destrozándonos, que podía respirarla entera, su cuerpo, su perdición, sus gemidos, su sudor, sus lágrimas, su flujo, su saliva, su pis.

Respiré su condena en forma de último beso.

Jamás voy a odiar a nadie con tanto amor como a mi puta roja.

Y de pronto era su risa. En mi cabeza. Taladrándome. Un rotundo eco maldito. Los sonidos de su cuerpo. Todos los sonidos de su lascivo cuerpo martilleándome. De sus piernas arqueadas. De sus pies rozando el suelo. De sus dedos arañando la pared, las sábanas. De sus axilas. De sus ingles abiertas. De su coño hecho al vicio. De sus muñecas en mis manos. Del retorcerse, atada, de sus miembros. De sus dientes apretados bajo mi yugo. De la lengua de sus besos.

El sonido de su pelo rojo al expandirse. Al caer contra su espalda. Al rozar mis rodillas. Mi pecho. Mi polla. Su encendido infierno.
La perversión de su culo ofrecido, abierto. El sonido de su palpitar. De su gotear.

No cesaron en aquellos días el baile loco del recuerdo. La grotesca silueta del pasado. Amorfa, insolente, malvada.

Y lloré, joder.
Lloré como un jodido adolescente enamorado. Con la desesperación del que se sabe muerto en medio del campo de batalla. Desarmado. Herido.

Lloré como un puto loco. Sin romper nada. Sin destrozar nada. Sin destrozarme.

Lloré mi vida entera con Cleo. Mi puta. Lloré en Cleo. Por Cleo. Lloré por esa por la qué perdí la cabeza cuando ella ya la había perdido todo. Por la que perdí el rumbo. Que fue mi norte y el motivo de todas mis letras.

Que fue mujer imposible desde que la conocí y que por eso supe que sería mía para siempre.

A la que quise por encima de todas. Sobre todas. Entre todas.

Puta entre las putas.

Ella fue siempre mi vara de medir al resto.

Luego fueron los días de resaca. Los putos días de las llamadas de los colegas preguntando si estaba muerto. Y yo les decía que lo estaba. O que era algo muy parecido a morirse quedarse sin Cleo.

La llamada de Susana, pidiendo su orujo y su derecho a debate diario.
De Marta, que si la pensión, que si aquella lamparita del divorcio y su puta madre.
Y María con sus tetas gordas, y sus disposición a salir a pasearse de mi brazo, a follar si se tercia y a complicarse poco la vida.
Y la de los tacones en el taburete de la barra.
Y las putas del zulo.
Las de los látigos. Las de los besos. Las de los llantos.

Todos pensaron en llorarme porque ya estaba muerto.

Me afeité porque ir a la moda me parece una verdadera mierda. Afeité lentamente una barba que me envejecía años. Me miré en el espejo. Ni me reconocí ni me importó una mierda no hacerlo.

No tenía ropa. De hecho, mi casa podía haber sido precintada por insalubridad. Llamé a una colega que de vez en cuando ponía orden en mi caos doméstico para que las ratas no avanzaran más posiciones. Tiré la ropa que había por el suelo.

A la mierda también. No iba a poner una sola lavadora. No joder. No necesitaba nada.

Había adelgazado y parecía una suerte de mártir venido a menos.

Salí a la calle como un protagonista de Walking Dead. El sol. La luz. Los muertos eran ellos que no habían vivido. Que no sabían lo que era el extremo. Que no sabían lo que era morir. Ni resucitar. Ni sentir a quemarropa.

Llegué al bar. Al Gran Café de Mierda con su decoración de “el mundo es un lugar feliz donde nunca pasa nada”... Hay que joderse.

-Eddi Vansi - dijo Susana- ¿Te queda orujo? Estos camareros son gilipollas.

-Tengo, Susana.

-Te hemos echado de menos, cabronazo.

Le sonreí de medio lado. Me puse el mandilón negro. No saludé a los imbéciles que atendían el local, mi local, mi Gran Café de mierda.

Me metí en la barra. Cogí el móvil.

Solo había una notificación.

“Te Deseo”

La rueda había comenzado a girar.

Maldita sea, Cleo.

Publicado el miércoles, 6 de enero de 2016, a las 23 horas y 19 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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