UNA LIBRA DE CARNE. Adaptar a Shakespeare al cine es un fastidio. Cualquier director que se precie sabe que lidiar con el bardo inglés no es tarea fácil, pues a menudo el celuloide se limita a ilustrar tímidamente los sentimientos atormentados que expresan los personajes del autor. Así, las únicas soluciones posibles parecen ser el absoluto respeto al original, a un paso del acartonamiento manierista, o bien la traición más absoluta. La primera opción ha dado ejemplos notables, como los clásicos filmes de Laurence Olivier o, más recientemente, los primeros ensayos shakesperianos de Kenneth Branagh, sobre todo
Enrique V y
Mucho ruido y pocas nueces. La segunda vía es más peligrosa, pues lo mismo puede ofrecer excelentes resultados (
Mi Idaho privado, de Gus Van Sant, una relectura posmoderna de
Enrique V ambientada en el mundo de la prostitución masculina) o «pastiches» de dudoso interés (el estomagante
Romeo y Julieta de Baz Lührmann o los últimos trabajos del propio Branagh).
En la adaptación de
El mercader de Venecia, Michael Radford ha tirado por la calle de en medio. El director británico, aplicado traductor en imágenes de obras literarias (suyas son las versiones cinematográficas de
1984 y
El cartero y Pablo Neruda), muestra aquí una habilidad poco común para la recreación de atmósferas. Consciente de su restringida capacidad de maniobra, Radford realiza una película fría como la hoja de un cuchillo. El director sacrifica las tensiones emotivas y las pasiones desgarradas en aras de un distanciamiento que, a la postre, se revela todo un acierto. Dado que buena parte del auditorio conoce la trama de la obra original, Radford desplaza el interés del filme hacia su apariencia externa. Sin embargo, la inusitada belleza plástica de
El mercader de Venecia no desemboca en un vacuo ejercicio de esteticismo, sino que se integra a la perfección en el calado dramático shakesperiano. Las imágenes pictóricas de la película, que a menudo recuerdan a las de
La joven de la perla, consiguen combinar el eco de las palabras del genio inglés con un cromatismo que remite a los maestros renacentistas venecianos. Vermeer versus Canaletto, o casi. Es cierto que se trata de una elección discutible, y que el envoltorio formal no siempre brilla a la misma altura (véase el largo proceso jurídico o las escenas de galanteo amoroso), pero la maestría exhibida por Radford compensa buena parte de las deficiencias del filme.
En el plano interpretativo, lo mejor de la película es sin duda la actuación de Al Pacino, ante la cual palidecen el inexpresivo Joseph Fiennes y un Jeremy Irons que cada vez se parece más a la sombra de Jeremy Irons. Al Pacino, shakesperiófilo de pro y realizador del interesante documental
Looking for Richard, logra dotar a su Shylock de la justa ambigüedad moral. El resultado de la película dista, pues, de la despreocupada jovialidad de
Mucho ruido y pocas nueces, pero gana en contundencia lo que pierde en frescura. En suma, a esto es a lo que se le llama una adaptación ejemplar.