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LA EXTRAÑA COSTUMBRE. Los domingos eran los días marcados por “la costumbre”. El resto de la semana significaba trabajo y obligaciones. Para mí el trabajo era el colegio y las obligaciones ayudar en casa, como si Dios hubiera dictado: “ahí tenéis seis días para revolcaros en vuestras pequeñas miserias domésticas. El domingo es para que aprendáis a convivir con lo extraño”.
Esos domingos amanecían con todas las ventanas abiertas. Desayunábamos en silencio y en pijama, antes del baño matutino que transcurría penosamente entre escalofríos con la casa ventilándose desde primera hora de la mañana. Según mi madre, el aire puro era más importante que la posibilidad de coger una pulmonía. Así que el momento de vestirse pasó a sustituir al baño en los primeros puestos de mi lista particular de pequeños placeres domésticos.
Por supuesto, la ropa de los domingos era distinta a la del resto de la semana. Era también la ropa que usaba para ir al médico, a los entierros y a cualquier otro tipo de celebración especial.
Recuperaba lentamente el calor perdido bajo el agua a medida que la ropa iba cerrando el paso al aire frío. Al terminar, ya bajo la protección de un grueso jersey de lana con dibujos en forma de ocho, me quedaba un buen rato mirando hacia la calle sin ver absolutamente nada de lo que ocurría allí, narcotizado bajo la caricia de un sol tímido y horizontal que se asomaba sobre los tejados y hacía daño en los ojos.
En el mejor momento de esa ensoñación, se oía a mi madre desde el fondo del pasillo: “Es hora de ir a misa...” y nos encaminábamos hacia la iglesia, envueltos en una cacofonía de aromas mezcla de agua de colonia y jabón, escuchando el roce de un millar de zapatos nuevos sobre las calles.
La misa era un trámite obligatorio, un tributo de acceso a “la extraña costumbre”, una puerta que sólo podía abrirse precisamente el domingo, el día reservado para lo absurdo.
Mi madre sabía que era imposible retenerme un minuto más al salir de la iglesia y me daba permiso para desaparecer hasta la hora de la comida con una última advertencia seguida de tres amenazadores puntos suspensivos: ¡No te manches la ropa...!
En aquel barrio sobrevivía “La Fundición”, un antiguo recinto industrial abandonado que resistía a duras penas el avance implacable de los nuevos bloques de pisos donde vivíamos y con el aroma del incienso aún pegado al paladar corría a perderme con mis amigos en aquel dédalo de construcciones semiderruidas,
No era fácil colarse en la fundición, aunque su mejor defensa contra los intrusos era que a nadie le interesaba acercarse por allí salvo a nosotros. La hierba alta ocultaba oxidadas piezas de maquinaria desterrada del interior de los almacenes. Los postes del tendido eléctrico descansaban en su mayoría inclinados contra las paredes de ladrillo. Los cables reptaban por el suelo, liberados de sus anclajes de vidrio. Ningún camino conducía a ninguna parte dentro del recinto salvo a la confusión. El edificio más grande estaba prácticamente vacío. En el suelo dormía un variado mosaico de objetos entre los que se adivinaban chapas de metal, tornillos, tuercas y herramientas carcomidas por el óxido, cientos de baldosas – ninguna de ellas rota al menos de cuatro partes-, cartones reblandecidos por el agua de las goteras y alguna botella. Todo ello extendido como un tétanos aletargado pero acechante, una amenaza fundida por el tiempo el hierro y la lluvia. Un veneno contra el cual nuestra única armadura era la ropa de los domingos.
En el centro de la nave se elevaba un pequeño montículo. Durante nuestras primeras incursiones no le dimos demasiada importancia y nos referíamos a él como “la basura”, porque su aspecto exterior no era muy diferente del resto de los objetos del entorno. Poco después lo bautizamos definitivamente como “el bicho”, porque se movía.
La costumbre consistía en comprobar que “el bicho” seguía allí y cada domingo después de misa corríamos hacia las ruinas con el temor de que hubiera desaparecido.
Permanecíamos largo rato observando situados en círculo a una prudente distancia. El temor a una posible reacción defensiva por su parte, nos mantenía alejados. Si alguno sobrepasaba cierto límite imaginario, la superficie del bicho comenzaba a temblar como la gelatina y cambiaba la tonalidad de su color en algunas partes. A veces su piel nos parecía camuflaje. Otras, en cambio, hubiéramos jurado que alguien, tras amontonar parte de los desechos del suelo, les había insuflado vida con un soplo.
Nunca se desplazaba, lo encontrábamos siempre en el mismo lugar. Parecía haber enraizado en el suelo de la nave. Yo imaginé que se alimentaba de los escombros de alrededor y llegué a temer que sus raíces pudieran sobrepasar los límites de la fundición bajo las tapias y buscarnos en nuestros cuartos, en la cama, mientras dormíamos.
Algunas veces le arrojábamos piedras para provocar esos cambios de color y ver si sucedía alguna cosa interesante. Las que no rebotaban quedaban incrustadas formando parte de su masa.
En general nos limitábamos a ese pequeño conjunto de acciones caprichosas, pero “el bicho” no parecía poseer facetas más espectaculares y empezamos a encontrarlo aburrido.
No recuerdo cuándo abandonamos la costumbre. Algunos miembros del grupo cambiaron de lugar de residencia, otros empezamos a interesarnos por cosas diferentes. Llegó un momento en que espaciamos las visitas a La Fundición, de tal forma que nunca supimos cuando fue la última.
Pasó algún tiempo. Empecé a fumar. Hice nuevos amigos y un día –un viernes, creo –me acordé del bicho y los arrastré, incrédulos, hasta la fundición. Allí solo había un borracho recostado contra la pared. Antes los borrachos iban a mamarse a sitios como ese. Se sentían felices por unas horas en su pequeño y sucio paraíso, lejos de la mirada de los vecinos. Esos lugares les pertenecían a ellos más que a nosotros pero yo estaba frustrado y le arrojé una piedra. Quiso levantarse amenazando torpemente con cortarnos esto y lo otro, pero solo consiguió parecer aún más triste.Volvió a derrumbarse. Sangraba profusamente y alguien dijo:
-mira, se le escapa el vino por la ceja -pero no me hizo gracia.- Nos miraba impotente con un solo ojo. El otro permanecía cegado por la sangre que manaba hasta empapar una camisa que, hasta ese momento, me había parecido misteriosamente limpia. Nos fuimos sin prestarle auxilio. Antes los borrachos se curaban solos.
Muchos años después quise visitar el lugar. Estuve merodeando un buen rato por el exterior del recinto. Lo que llegué a ver a través de los agujeros de la tapia me pareció igual que entonces, solo que más pequeño. No pasé de ahí, no estaba seguro de lo que iba a encontrar, por otra parte hace mucho tiempo que no voy a misa y ya no tengo la ropa adecuada.
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Publicado el lunes, 21 de febrero de 2005, a las 11 horas y 30 minutos
[1] Amén.
Comentado por
Escondido | 21/2/2005 17:19
[2] El bicho. A mí también me gustan los bígaros.
Comentado por
Escondido | 22/2/2005 01:01
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