EL ROCE DE LA MORTAJA.. De pequeño no quería besar a los viejos. Temía que pudieran arrastrarme con ellos al otro mundo si morían en ese momento.

Había muy pocas cosas que tuvieran sentido, y muchas que teniéndolo, resultaban absurdas. Así que todo aquello sin una función clara podía ser fácilmente manipulado por el subconsciente para construir miedos. No hablo del miedo al “coco” o al “sacamantecas”. Me refiero a la desazón que produce todo aquello que está donde no debería estar. “Miedo es cuando al doblar la esquina de una calle solitaria a altas horas de la madrugada, encuentras un payaso bajo la luz de una farola”. No es una cita literal y tampoco recuerdo donde lo leí, pero no se puede expresar mejor.

Debía tener tres o cuatro años. Mi madre me llevó con ella de visita. En la casa había muerto alguien muy viejo. Ella me dejó al cuidado de unos familiares en otra sala, pero me deslicé furtivamente hacia la habitación en la que estaban amortajando al difunto. Desde mi altura veía los amplios agujeros de su nariz asimétricos y de bordes irregulares, con una holgura que solo da el tiempo. Se las cegaron con algodón, lo cual me produjo tal sensación de asfixia que tuve que mirar hacia otro lado.

El hombre estaba descalzo. Mi madre desprendió tímidamente una mano y con el dorso le rozó la planta de un pié. La retiró ahogando un grito, como si hubiera sentido un calambre.
-¡Qué frío está!- Exclamó. Después me sacaron de la habitación y no recuerdo más. Mi memoria ha sido fiel a lo que ocurrió mientras estuve donde no hubiera debido estar. De vuelta a casa le pregunté por qué había hecho aquello. Ella no quería contestar y yo creo que tampoco lo sabía, pero me explicó que no hay nada más frío que los pies de un muerto.
Poco tiempo después me sorprendió jugando con un cuchillo durante la siesta. Yo deslizaba el dedo una y otra vez sobre el filo calculando cuidadosamente la presión para no cortarme sin dejar de sentir el vértigo del metal sobre la carne. Se lanzó sobre mí sobresaltada.
-¡Pero hijo! ¿No ves que te puedes cortar? ¡Cuantas veces te lo habré advertido! ¿por qué lo has hecho?
Solo supe contestar con otra pregunta:
¿Por qué le tocaste tú los pies a aquel muerto si ya sabías que estaba muerto?
Tampoco entonces hubo respuesta, pero desprendió lentamente una mano para tocarme la frente.La mantuvo allí largo rato y olvidé la pregunta.