EL CINE. «
Yo nací –¡respetadme!– con el cine», dijo
Rafael Alberti el milenio pasado, en los tiempos del cine mudo.
Podemos repetir este endecasílabo ahora, en salones donde los televisores parecen altares, con aparatos de tropecientas pulgadas que ofrecen un centenar de cadenas a través del cable o mediante tecnología digital, y con «home cinema», reproductor de vídeos y de deuvedés… Aunque también podríamos repetirlo en el dormitorio, frente a una pantalla quizá más pequeña, o en la cocina, han inventado frigoríficos con televisión incorporada, o desde cualquier otro rincón de nuestras casas, mientras introducimos un «deuvedé» en la consola, en un reproductor portátil o en el ordenador…
El «pecé», por cierto, se ha convertido en un aparato «emulizado» –perdón por los palabros– desde donde el que también podemos, si manejamos el ratón con un garfío de pirata, descargar cualquier película…
También podemos citar a Alberti mientras caminamos hacia alguno de esos videoclubs que atesoran miles de películas de todas las épocas y todos los géneros, o, en definitiva, hacia cualquiera de los mulcines de la ciudad. Sin embargo, nunca contemplaremos las películas con la cara de asombro que pusieron nuestros abuelos la primera vez que se pusieron delante de pantalla.
En
Koba el Temible,
Martin Amis cuenta que a
Stalin le entusiasmaban las películas de vaqueros. El tirano insultaba a los malos y jaleaba a los protagonistas. Incluso en el Kremlin, en el lugar donde una burocracia tan absurda como despiadada decretaba la muerte de millones de personas, casi todas las noches durante las proyecciones privadas ocurría lo que ya sólo sucede en las sesiones infantiles.
Ahora, cuando vemos una película, los adultos sólo abrimos la boca para comer palomitas. O para bostezar. El cine no nos sorprende. Ni tampoco los telediarios.