A LA CARA. Embisto, luego existo. Para sobrevivir en algunos concursos televisivos hay que empitonar como un miura. No viene mal lucir una figura que bien podría haber aparecido en «
Freaks, la parada de los monstruos», o digna de un certamen de belleza, ni tampoco resta puntos ser ingenioso, lelo, patético o ególatra; pero, sobre todo, conviene ser descarado y grosero. Hay que hablar a palabrazos. Aunque, eso sí, siempre a la cara.
Pongamos un caso práctico. X puede reprocharle a Y que se haya inyectado un quintal de silicona, que el único libro que haya abierto en su vida sea la guía telefónica o que se haya liado con Z mientras le juraba amor eterno a H. O que jamás lave un plato, da igual. Entonces Y puede responder con una andanada semejante y largar que X también ha seducido a Z, que tiene celulitis o que no sabe hacer la o con un canuto, o que X se pasa el día lavando platos para dárselas de currante. También pueden lanzarse todos los insultos que aparecen en el diccionario de la Real Academia y los de propia invención… pero siempre y cuando sea de frente.
La norma no escrita es que todo vale, pero si se dice cara a cara. Los concursantes suelen estar muy orgullosos de no hablar de sus enemigos cuando no los tienen delante, pero casi siempre les achacan ese defecto a sus adversarios. Una frase habitual (aunque no tanto como la exclamación «¡Qué fuerte!», que sirve para cualquier cosa) es: «Lo que tengas que decirme, ¡dímelo a la cara!».
Entre tanta polémica estéril, entre tantas discusiones zafias y cutres, mientras estos boxeadores televisivos tan necesitados de fama se despellejan, quizá podamos pensar qué ocurriría si a nosotros nos pareciera mucho más importante ir de sinceros por la vida que ser respetuosos. Si no supiéramos que, sobre todo, importa no ofender a las primeras de cambio, más que decir las cosas a la cara, a la espalda o de perfil. Porque nosotros no somos como ellos, ¿no?