LOS DINOSAURIOS. Sábado. Día festivo, sin llamadas ni correos. ¿Día de descanso? Al contrario. Mi amor se va a currar y me quedo con un diplodocus de tres años. Después de desayunar y ver
Madagascar por segunda vez –nos la pasaron ayer–, bajamos a la pescadería, un kilo de mejillones y unos filetes sin espinas, por favor, y a la panadería, media chapata y un brontosario made in China, si puede ser. Luego, padre e hijo, que todo se pega, a sacarle la lengua al médico y a respirar como fuelles mientras nos ausculta. Augmentine para los dos, qué rico. De vuelta a casa, mientras su picante y paciente tía siembra de animales la alfombra y el baúl (qué sería de nosotros sin la familia), a pelar patatas y a rebozar el pescado. Después a comer, cómo no, durante el tercer pase
malgache. Y por fin la siesta, el descanso: tras el jarabe, un vómito y un cuento, se da la vuelta y cierra los ojos. Sin soltar a sus fieras.
Cuando despierte, los dinosarios seguirán allí.