PALAMBRAS. Ciertas palabras no están hechas para ser pronunciadas. No me refiero a las malsonantes, sino a algunas que se nos atascan una y otra vez. En mi caso, intestino o podredumbre, por ejemplo. En esa lista, más amplia de lo que me gustaría, acaba de ingresar una que me ha salido al paso como poco cinco veces en
Las manos del pianista, de Eugenio Fuentes: displicencia. La primera ocasión en que la detecté dentro de la novela apenas me fijé en ella. Pero me la encontré en la página siguiente, dejé de leer y la pronuncié en silencio: disciplencia... no: displiciencia... ahora sí: disciplies… Seguí leyendo. Las restantes veces que me topé con ella miré para otro lado.