DE NADA. El autobús se estropea a treinta o cuarenta kilómetros de Bilbao, por fortuna en una estación. Falla alguna conexión eléctrica, porque el chófer no usa la megafonía para avisar a los viajeros de atrás, se limita a hablar con los de delante y a bajar. Como no puede abrir los maleteros mecánicamente, después de varias llamadas se entera de que la solución se encuentra en el llavero colgado junto al volante. Sigo la jugada, aunque sólo llevo un libro (
Stalingrado, de
Anthony Beevor). Después de varios intentos fallidos, sólo consigue abrir un pequeño maletero. Suficiente: como están todos conectados, basta con colarse dentro para ir sacando los equipajes. Al chófer no se le ocurre introducirse, quizá no lo pagan para eso, y se marcha a buscar otro autobús. Un joven pide una linterna mientras su amigo, precisamente el que más se queja, le ordena que no se meta. No le hace caso. Primero saca la bolsa que está a la vista y luego desaparece. Durante cinco minutos van saliendo bártulos. Por fin sale. Se sacude el polvo, se cuelga la mochila, grita: «¡de nada!», y se larga de ahí. Nadie dice nada. Su amigo le espera cerca del otro autobús.