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LA MANO. ¿A quién no le aterra una mano, cierta mano, cualquier mano, su mano? Esta es una mano aterrada, una de esas que inútilmente piden auxilio, que sucumben con su dueño. Esta mano sobresale en mi mente enferma. Surge de una muñeca presa. De un hombre en una sala sin techo y abandonado, encajonado y erguido dentro de una urna de cristal, a la que sólo puede tocar con su brazo derecho, el brazo perpendicular a su cuerpo, el brazo encadenado a un madero desde antes del codo hasta después de la muñeca, justo hasta el cristal, un cristal espeso con un único agujero: el que deja entrar y salir el aire que aspira y expele ese hombre ya moribundo, el agujero por donde sale la mano, liberada pero inmóvil, sujeta a un hombre abandonado, encajonado y erguido, y a un brazo encadenado. Por la noche, en la sala de negras paredes sin techo, la mano quisiera retroceder, entrar en la urna, pero no puede, por más que el hombre intente contraer el brazo y convierta la mano aterrada en un puño ridículo. Por las noches la mano quiere esconderse como sea; y sobre todo esta noche, porque sabe que su dueño va a morir, devorado por la sed, y porque intuye que aún puede sufrir muchísimo. Porque oye, más que nunca, los aullidos de una bestia desconocida. Porque sabe que de las alturas puede venir, va a venir, viene algo más que la luz de las estrellas. Esta noche, sin duda, la mano será parte de un cuerpo muerto. Pero, ahora, se retuerce de miedo. Trata inútilmente de huir de una boca gigantesca. Ve los dientes, todo colmillos; siente los pinchazos, y cómo desgarran la carne y se detienen para mascar los huesos. El dolor es insoportable, pero la mano no deja de luchar. Y cuando la bestia se aleja, aún se pregunta dónde queda la luz de las estrellas.
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Publicado el jueves, 28 de junio de 2007, a las 0 horas y 58 minutos
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