TRECE AÑOS: UN BAUTIZO. Las ocho y media. Primer día en el instituto. Qué putada. Me siento en la última fila de la columna izquierda, junto a la ventana. Delante sólo veo una espalda inmensa y greñuda que hace propaganda de un grupo de música y que apesta a sudor. Viene uno que parece su gemelo, el espaldón se vuelve y me acojona. Dice: «¡Levanta!, Orejas; ahí se pone Berno». Cinco minutos, y ya estoy bautizado. Soy un mierda y todos lo saben.

Mientras recojo del pupitre el boli, el cuaderno y la funda de las gafas, el tal Berno espera. También lleva greñas, una sudadera negra y pantalones ajustados. Todos nos miran sin decir ni pío; ellos tampoco abren la boca.

Luego, desde la primera fila de la columna derecha —¡mierda, enfrente de la mesa del profe!—, después de buscar inútilmente una silla desocupada por las filas de atrás, oigo a Berno: «Será cabrón —dice—, sentarse en mi sitio... » Seré imbécil, mira que ponerme donde unos repetidores...

Al poco, reparo a mi izquierda en una sonriente cara llena de granos y con aparato en los piños. Mi compañero hasta fin de curso. Me dice, amistoso, el subnormal: «Se han pasado, tampoco son tan grandes». ¿Qué?, le pregunto sin entender de qué va. «Pues tus orejas».

Puta pubertad. Un año entero rodeado de inacabados y grimosos fardos humanos. Mierda. Rodeado de acné y vello repulsivo. ¡Asco! Se ve venir: ése gordo, el Cerdo; aquel cirano, Napias; ésta, la Melones; la de allá, ¡qué mierda me importa! ¡Soy el Orejas! Cabrones...