100.0. Domingo por la tarde. Demasiado tarde: estoy cansado antes de calzarme las zapatillas. Voy andando hasta el puente de la autovía, donde comienza Fuentes Blancas, y mentalizado: ni por asomo se me ocurrirá correr
como el verano pasado. Me acuerdo, entre otros achaques, del hombro, de la neumonía, de la tendinitis en la rodilla, del esguince al pisar una pelota, de la contractura en la espalda, del lechón que me pegué al ver, descalzo, cómo Nadal ganaba Wimbledon –me suena mejor Wimblendon, como a casi todos los periodistas–. Todo me pesa. Estiro, aunque a desgana, miro el reloj y empiezo a correr por el sendero. Despacio. Tranquilo. Hace fresco, los paseantes regresan a casa. Banda sonora tristona: el nuevo del Cigala. El año pasado, a la altura de la plaza de toros escuchaba una del anterior y quince o veinte canciones más siempre por el mismo orden y en los mismos sitios –Heroes, de David Bowie, al arrancar; la banda sonora de los Soprano al pasar por el cámping, el Knockin on Heavens Door de Guns 'n' Roses al pasar frente a la plaza de toros, de vuelta…–. Freno bajo las vías del tren. Para empezar, no está mal, me digo. Paseo por la playa (a veces parecemos bilbaínos, la arena del Arlanzón se vacía con cuatro camiones) casi tanto tiempo como el que había estado corriendo y regreso. Pero sólo corro tres o cuatro minutos más. Vuelvo a casa andando.