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VERANEABA. Los días nublados, y las tardes de algunos soleados, nos íbamos de aventura: elegíamos las mejores ramas para construir arcos y flechas, buscábamos moras para nuestra princesita y nos adentrábamos con paso firme por senderos peligrosos, como si no temiéramos a los monstruos y las fieras que nos acechaban –y si nos ataca la pantera, ¿qué hacemos?, me preguntó un día–. Bajábamos a la playa siempre que podíamos, claro, a saltar olas y jugar con la arena –los tiempos de nadar hasta la gabarra y devorar novelones del diecinueve pasaron–. Pillábamos películas en la biblioteca, nos íbamos de pinchitos, ay. Uno de los primeros días de agosto, además, al lanzarme una pompa de jabón mientras consultaba el correo, mi niño derramó todo el líquido encima del ordenador.
Avanzó agosto, día a día las horas delante del nuevo ordenador fueron aumentando. Entraba aquí y me preguntaba: qué cuento, si quiero contar otra cosa –comencé El mar de Aral hace cinco veranos, por primera vez no añado ni una línea–. Llegó septiembre. Llegaron las prisas, el curso, el curro –más que nunca, ¿ha aterrizado ya la crisis en Internet? sólo un cínico diría en estos momentos que quiere trabajar menos–. Quiero escribir, por eso no escribía.
Un par de robos:
Un jugador de mus, allá en Górliz, a todos los parroquianos del bar, cuando Estados Unidos empezaba a despegarse de Argentina en la semifinal de baloncestos: «Los españoles están acojonados».
Una abuela –suegra temible, supongo– pegando la hebra con otra señora cerca de un paso de cebra: «Guapo no, es guapísimo. Es que se parece a mi hijo».
Se me agarran las lentejas. Volveré.
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Publicado el martes, 16 de septiembre de 2008, a las 14 horas y 01 minutos
[1] Te entiendo perfectamente. Un abrazo
Comentado por
Raúl | 16/9/2008 18:37
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