LENIN. Te cosieron los labios. Te sacaron los ojos y los cambiaron por bolas de cristal. Te descuartizaron el cerebro y lo guardaron en una caja fuerte. Y, como no te pudieron congelar, te momificaron. Sesenta y nueve años después, parecías un muñeco de cera.
Fuiste mi primer cadáver. Quizá hubo algunos antes —tal vez mis abuelos paternos o mi tío—, pero no los recuerdo.
Para celebrar el paso del Ecuador, el tercero de los cinco cursos de la carrera, se nos ocurrió viajar a Moscú y San Petersburgo dos años después del desplome de la Unión Soviética. En una semana intentamos tomar el pulso a la Rusia de Yeltsin. A un par de ciudades resacosas de comunismo, escasas de alimentos y repletas de mercadillos donde compramos matrioskas, vodka y antiguos uniformes del Ejército Rojo. Aún conservo un cinturón con la hoz y el martillo en la hebilla. Después de regatear, me costó un dólar.
San Petersburgo —donde pretendías ser enterrado— ya no se llamaba Leningrado. La «Venecia del Norte» nos deslumbró no sólo por la Perspectiva Nevski, el inabarcable Hermitage, los puentes sobre el Neva o el fascinante y gélido Báltico donde casi se ahogó mi amigo Mariano cuando el hielo cedió bajó sus pies, sino también porque nos atrajo mucho más que Moscú, nuestro primer destino. Los dos o tres días que pasamos en la caótica y grisácea capital no dieron mucho de sí. Como casi todos, me dejé llevar por las guías a los lugares que no podíamos perdernos. Pero no pudimos entrar a la catedral de San Basilio, en obras, ni al antiguo edificio de la KGB, que vislumbramos desde el autobús. Un promotor avispado podría haberlo convertido en una escala turística más que rentable. Como tu mausoleo.
Contaba Daniel Utrilla en un magnífico
reportaje que tu tumba llegó a ser «la meca del comunismo». Durante décadas, desfilaron millones de fervorosos peregrinos. Con escasas excepciones: «En 1934 un granjero llamado Mitrofane Nikitin quiso rematarle con una pistola. Los guardias lo impidieron, aunque Nikitin logró suicidase allí mismo de un tiro en la cabeza. En 1959, un hombre arrojó un martillo contra el ataúd de cristal y lo agrietó, proeza emulada un año después por un tal Mijailov, que rompió de una patada el sarcófago, lo que obligó a blindarlo a prueba de comunistas resentidos», escribía el corresponsal.
Pero en la primavera del 93 yacías junto al Kremlin para ser contemplado por turistas como yo, más que por bolcheviques nostálgicos. Aquel año ya no se celebró oficialmente tu cumpleaños —me acuerdo porque nacimos el mismo día— y la guardia de honor que velaba el mausoleo fue eliminada.
La visita duró poco. Entramos, bajamos unas escaleras y desfilamos ante tu momia. Éramos muchos y no nos dejaron detenernos. Entonces no me fijé en que tenías contraída la mano derecha, en vez de la izquierda.