EL ECO DEL PARQUE. Hora punta en el parque. Veinte o treinta criaturas asaltan los columpios. Entre los bebés que apenas caminan y los niños que ya corretean solos sin tambalearse se encuentra tu churumbel, un valiente que mientras juega ya no quiere que le agarres de la mano. Tratas de prevenir los posibles accidentes como un aprendiz de escolta, como una sombra atolondrada, unas veces te colocas detrás de él, otras delante, pendiente de la caída, del coscorrón…
Pongamos que te releva tu mujer y que vuelves a casa, enchufas el ordenador y empiezas a teclear palabras como éstas. Digamos que pretendes escribir del parque y de tu niño. Así que improvisas, a ver qué se te ocurre… hasta que, de pronto, te acuerdas de ellos.
Te acuerdas de los violadores de bebés que detuvieron hace unos días. En los periódicos los llamaban así en los titulares, en vez de pederastas. Violadores de bebés.
Delante del teclado, te quedas en blanco. Te tumbas en la cama y te refugias en los libros. Abres una novela de Kawabata y sólo la sueltas cuando tropiezas con este par de frases: «Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana. En la oscuridad del mundo están enterradas todas las variedades de la transgresión».
Luego comienzas a devorar
«La llave maestra», la primera novela de Agustín Sánchez Vidal, pero te topas con esta respuesta de un antiguo espía de Felipe II a su hija:
«–¿Es empalar lo que supongo?
–Es muerte terrible. Toman un palo grande, lo afilan muy agudamente en una de sus puntas, como se hace con los espetones en los que se pone un asado, apoyan en tierra uno de los extremos, dejándolo derecho, y al condenado lo sientan sobre él y lo espetan por el fundamento, atravesándole todo el vientre y el pecho hasta que le salga por la boca. Y lo dejan así vivo, que suele durar dos y hasta tres días.»
No puedes evitar acordarte otra vez de ellos.