CRÓNICAS DE NY (II). Un metro nos lleva hasta su última parada. Vamos a Coney Island. A la cabeza me vienen los
Warriors, huyendo tras ser acusados injustamente de matar a Cyrus. Y las penurias de los protagonistas de
Réquiem por un sueño.
La mitad del trayecto no es subterráneo, sino a cielo descubierto, casi siempre un par de metros sobre el nivel de los tejados que nos rodean. Invierno, frio, diez de la mañana. El paisaje es cuando menos triste, pero ante todo, interminable, monótono, el sueño americano convertido en suburbio infinito.
La noria de Coney Island nos recibe nada más bajar de la parada. Unas gaviotas orgullosas, sabedoras de que nadie llegará a tocarlas, nos acompañan por la playa, por el muelle, por el paseo. El sol de invierno intenta calentarnos, pero no tiene demasiado éxito.
Un paseo junto al mar, con parque de atracciones, polideportivo, chiringuitos, bares, columpios, no es lo mismo si todo está cerrado. Melancolía, tristeza, decadencia. Y nosotros solos. Y encantados. Estamos aquí, y estamos donde nuestros recuerdos nos decían que íbamos a estar.
Tom Hanks comienza siendo pequeño en medio de un parque de atracciones lleno de luz y color, pero la realidad es otra, es esta. Cada vez que veo la película, Tom vuelve a echar la moneda para volver a ser pequeño, pese a que intento convencerle de que no lo haga. No es necesario, y no es ni mucho menos mejor.
These vagabond shoes, are longing to stray
Right through the very heart of it - new york, new york