CRÓNICAS DE NY (IIII*). Me imaginaba a Alfredo Landa con el chorizo envuelto en papel de estraza con la cuerda cruzada, a Tom Hanks con su esmoquin azul celeste en la fiesta de los ejecutivos, a Peewee corriendo desnudo por la carretera. Un pez fuera del agua, un impostor, un infiltrado. Por suerte no era el único.
El caso es que allí estábamos, habíamos conseguido entrar y sin ningún problema, todo un éxito, teniendo en cuenta que el número de invitados superaba al de vigilantes por muy poco. Habíamos logrado el segundo objetivo de nuestro viaje. El primero, el viaje en sí, parecía conseguido y real, aunque todavía teníamos nuestras reservas. Pues eso, que allí estábamos, mi señora y yo, dentro del
MoMA, en una inauguración de uno de los museos más importantes del mundo, en calidad de invitados.
Y vestidos a juego. Casi nada.
Y allí estábamos, rodeados de los gerifaltes y los jefazos jefacísimos, la élite de la arquitectura mundial, y de la política y la especulación inmobiliaria españolas (que de los primeros del mundo me huele a mí que tenemos que ser). Invisibles para los tahures que jugaban sus cartas, nos centrábamos en lo que realmente nos interesaba: el museo en sí, cerrado para los invitados, y los canapés.
El museo impresionante, lo mires por donde lo mires. Cuando empezamos a intentar verlo, nos dimos cuenta de que tendríamos que volver con más calma. El primer error, porque a los invitados a eventos como el que nos ocupaba les dejan hacer fotos. Y tocar también un poco, que yo soy muy de tocar.
Tras la vuelta de reconocimiento al museo, a la sala de diseño principalmente, y la pertinente y obligada visita a la exposición que nos había traido hasta allí, convertida en bazar persa de vendedores y vendidos, volvimos a los canapés.
El segundo error. Qué malos estaban...
*(antes yo era de los que escribía IV, pero
Montero me ha hecho cambiar)