A CIEGAS. — «
¡Pero si es un tren!», exclamó un amigo cuando vio el metro, durante un viaje de fin de curso en BUP, pongamos que hace veinte años, ya.
A mediados de la década siguiente, al llegar a Madrid, durante un tiempo me rondó por la idea de escribir un relato sobre las peripecias de un ciego que coge el metro para ir y volver de la oficina. Juan José Millás se tapó los ojos para pasarse una jornada entre trasbordos y escaleras mecánicas y se me quitaron las ganas.
Esta tarde, (h)ojeando un periódico en la línea gris, la circular, una entrevista me ha recordado esa historia que ya no escribiré: «
Mi trabajo me ha anclado mucho a un lugar concreto. De todas formas, yo viajo mucho, cojo mucho el metro»,
dice Antonio López.
En invierno, en la línea cuatro, la marrón, un chaval caribeño le contaba a un colega que le habían despedido porque el encargado del bar o restaurante donde trabajaba le había amenazado, cuchillo en mano, con rajarle la cara. Bajé antes que ellos, en Avenida de la Paz. El siglo pasado, cuando me creía periodista y, sin saber muy bien cómo, quería ser escritor, quizá habría salido del vagón con ellos.