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ASCENSOR INTERRUPTUS. Algunas veces surgen diálogos perfectos, impecables. Imaginemos a un hombre y a una mujer, aunque poco importe eso. Dos desconocidos que sueñan todas las noches a siete u ocho metros de distancia, en diagonal, que al cruzarse en la calle se saludan con un arqueo de cejas o un hasta luego, llegan al portal separados por un par de metros. Él abre y retrocede, ella avanza sin titubeos por el rellano, digamos que no toca esperar, el ascensor aguarda impaciente. Entran. Tres, cuatro pisos. Quince, veinte segundos. Más que suficiente: el trayecto idóneo, tanto para un día nublado como para otro lluvioso, a cualquier hora, en cualquier estación. No, no hablan por hablar: las palabras fluyen, emprenden una danza singular, tan hermosa como efímera, ajena al resto del mundo, un baile... repleto de tópicos, por qué no, pero todos sabemos que los actos más placenteros, vistos desde fuera, resultan vulgares, banales. Hablan del tiempo, ay, sólo del tiempo, aunque poco importe eso.
Una noche, sin embargo, mejor no tratemos de explicar por qué, también ellos lo ignoran, algo sucede. Pongamos que pronuncian unas palabras como éstas:
—Hace un frío que pela.
—Pues sí.
Gélida, incapaz de continuar, la vecina del cuarto permite que el silencio los atrape para siempre.
Publicado el martes, 5 de febrero de 2008, a las 2 horas y 19 minutos
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