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MI ABUELO LEANDRO. Era de Huerta de Abajo, o de Arriba, no recuerdo ahora mismo (en serio, no caigo, aunque sé que está cerca de Neila, el pueblo de la abuela). Nació en 1900 y murió en 1979. No debí de estar en el entierro ni en el funeral –tenía siete años– aunque me acuerdo de haber llorado por él. Le quería mucho. Éramos tocayos, jugaba con nosotros y sus bolsillos siempre rebosaban de caramelos. Se cubría la calva con una boina negra y era de misa y rosario diarios. Estaba bastante enfermo cuando celebraron las bodas de oro, porque mis tías despejaron el salón comedor y montaron una especie de altar para que el párroco oficiara allí una misa. Ese día hubo chevalieres, unos bollos con nata típicos aquí.
A mi abuelo Leandro le gustaba pasear y pelar la fruta con una navajita que aún conserva mi hermana. Cuando se murió me quedé con su sable. La primera vez que me lo enseñó, o que yo recuerdo haberlo visto, era más alto que yo. Acabo de medirlo: 94 centímetros. Está algo oxidado, pero se lee con nitidez que en 1870 fue forjado en Toledo.
Y poco más puedo contar sobre mi abuelo Leandro. Bueno, sé que se quedó huérfano y que tuvo que escaparse de un orfelinato para alistarse. Según mis tías, en Marruecos combatió «mano a mano con Franco», no pudo ascender todo lo que merecía porque debieron de clausurar la academia militar antes de la Guerra Civil, o después, no sé, y durante la Guerra Civil, o después, no sé, dirigió una cárcel donde había mucha comida. La que sobraba se la daba a los pobres. Y los presos le querían mucho. Tanto, que le construyeron algunos muebles. Entre otros, el aparador que sirvió de altar.
Publicado el lunes, 11 de abril de 2005, a las 19 horas y 48 minutos
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