PERDÓNANOS, ONÁN.... Yo quería hablar aquí de Maruja, pero me acaba de caer un pack de cuatro yogures griegos en la jeta. Mientras me limpio, qué engorro, le agradezco a Nacha el hallazgo lácteo, reafirmándome en mi intención inicial (hablar aquí de Maruja) a pesar del impacto posterior (de yogur griego, gracias Nacha).
La de Maruja, qué tiempos...
Resulta que, aquejado por un gripazo de caballo (percherón), hoy me levanto tarde y renqueante y emprendo el camino hacia un destino prefijado, parándome, como acostumbro, en la segunda lanchonete que encuentro. Café con leche expresso y, uhm,
¿usted fuma? No, el cajero y encargado del local dejó de hacerlo hace tiempo, pero me pregunta si quiero un cigarro. Tiro de recetario galaico:
¿pero usted fuma? Él, duelo de titanes, responde:
¿pero tú quieres un cigarro? Sí, quiero.
El tipo, con el que durante meses mantuve una conversación sobre la tortilla de patata, como el que establece planes quinquenales para jugar al ajedrez por correspondencia con un malayo, me saca una cajita con cigarrillos sueltos y me dice, ya que tengo una gripe del quince, que tal vez prefiera un piti bajo en; y yo, que no, Marlboro, cof, toses tubérculas, cof. Le pregunto, más que nada por educación, cuánto es y me responde que quince (como mi gripazo) centavos de real. Caralho, meu. Esto me recuerda a
aquella experiencia anterior a Mi vida como un chino...
Cigarrillos sueltos, qué concepto. Pensé que ya no, pero según él, sí: las chicas del shopping son muy buenas clientas, me explica. Y me cuenta que lo importante no es vender el cigarrillo (dos veces y medio más caro que si fuese comprado por paquete y no por unidad) sino lo que le acompaña: café, cola, bollo, etecé. Me dice que acaba de estar en el sur del país y, allí, la técnica de muchos bares consiste en que el camarero, nada más llegar el cliente a la barra, le lanza la cajetilla sobre el mostrador. No hago preguntas, aunque se me vienen varias a la cabeza, pero reconozco, en todo caso, que el tema del cigarrillo suelto es más interesante que el de la tortilla de patata, a la que no le tengo, para qué andar con rodeos, ningún crédito.
Mao quiso que, en aquel tiempo, la chavalada local se dejase caer por el
Café Bar Instituto, o sea, por la de Maruja, que tenía marido, un
sin nombre, y años después también yerno, un
miña xoia. Yo comencé a ir antes, durante o después del partido de los domingos. Entonces, el fútbol no era así: ganaba el Bergantiños catorce a uno mientras en el ambigú corrían los carajillos y no las cervezas de malta; se enfrentaba al Eibar en la Copa y uno de sus directivos me regalaba una insignia que, con el paso del tiempo, pasaría a llamarse pin, como
Los Carameses, casi tan futboleros como buena gente; debutaba en el Municipal la estrella de los mofletes colorados que, años después de saltar al cesped como un crack cuando era un bluf, trapichearía papelas con menos gracia que aquella ferruginosa cadera que le desasistía; Liso el Ciego gritaba tras la red
hala Berghantiños ghol, con gh de gheada, esa hache, más que aspirada, carraspeada... Y petaco o futbolín en la de Maruja, en fin.
Maruja era una mujer de geografía accidentada. Ese crash facial competía en pelamen con Bigote Arrocet (ganando la muy felina por goleada, como el Bergan) y habría sido la número uno en el draft local del pressing catch si no fuese porque la lucha libre americana todavía tardaría en ser emitida por el canale cinque cañí. A Maruja, al contrario (o a la mitad) que
Zuleyko, sólo le bailaba un ojo, vete tú a sustraerle un chicle de cinco. Y la hija que tenía debió de ser concebida in vitro o in alguna otra cosa poco cristiana, pues no dudo de la virilidad de su marido, de nombre desconocido, viva el matriarcado, pero sí de su gusto o, ya puestos, de su sensibilidad. La hija, sea como fuere, salió
barbie (
no rasgada,
tampoco jardinera, obvio) en comparación con Maruja, a quien le sacaba una cabeza y media, física y de la otra. No voy a hablar del pobre que un día pasó a formar parte de la familia: su ingreso en el clan es una definición en sí misma.
Maruja, tan ética ella, vendía también cigarrillos sueltos. Yo nunca le compré uno porque, primero, en los tiempos del Café Bar Instituto pertenecía a la liga antitabaco y cuando comencé a fumar, un lustro después, ya estaba lejos y del gorroneo, un mes, a razón de tres por día, pasé a la cajetilla, lo que significó diez por día y subiendo, hasta hoy, que escupo pulmones y, estúpido y tozudo, le compró al de la lanchonete de al lado un Marlboro suelto, treinta centavos del ala, media plaqueta en esa urbanización hortera del sur de cuyo nombre no me acuerdo pero que ha de estar cerca del refugio de Monterito.
Y en estas andaba yo, no subiendo si sabiendo o bajando, cuando me impactó
el yogur griego en la jeta, y digo yo que el lácteo postre, como el plato griego, cae o se precipita, aunque también puede subir para descender después. A mí, lo de pajearse en grupo no me parece mal, pero tampoco es mi rollo. Uno, que es de pueblo, que no de barrio, donde tanto garaje siempre propicia un roto o un descorrido. Y así, entre a ver a quién le llega más lejos y a ver quién termina antes, que me han (gracias multiorgásmicas, Nacha, redundantemente de nuevo) lefado el rostro. Onán los da y ellos se la pelan.
Ele casei imunitass va.