Una primavera de abril, Matías Bruñulf sintió, como cualquier gallego, la necesidad de recorrer mundo. Meses después, recibió, más allá de los Pirineos, amenazas de su jefe cocainómano, que mal regentaba un cibercafé decadente frecuentado por bohemias aficionadas a la calceta e inmigrantes necesitados de palabras.
Matías, después de despertarse una mañana de domingo con el cable telefónico al cuello, se zafó de aquella red y decidió, ante tamañas amenazas verbales, arrastrar maletas en un homohotel de lujo. El cuello mao, confesó años más tarde, no le sentaba nada mal. A todo esto, Matías había sido contratado como aparcacoches aunque, a día de hoy, todavía no tiene carnet de conducir.
Una tarde cualquiera se plantó en Londres, vio como llovía y entró a vivir en lo que después vino a denominarse
Chinaflat, apenas sesenta metros cuadrados donde, durante un año y medio, habitaron
seis chinos y, camuflado entre ellos, amarilleando sin remedio, un gallego llamado MB.
Pero la City quedó atrás y, después de una parada y fonda en
Lavapiés, donde moró con un china de nombre E, el bueno de Matías se debatió entre subir o bajar las pronunciadas cuestas del castizo barrio madrileño. Ante la duda, volvió a coger el hatillo rumbo a la rasgada São Paulo, una metrópoli en la que, a falta de chinos, piensa Matías, buenos son los japoneses.