[1] si no fuese viernes, matias, te declaraba mi amor aqui mismo, en vivo
Pero lo es...

[2] No complendo. Me ha pillado cojeando y no estoy ni para replicarle el vacile. Pero bueno: sonríamos, que algo queda.

[3] Eso nunca. Sr. Bruñulf, usted nunca podrá ser una mala hierba. Silenciosa... a veces. En todo caso, podría ser una hierba confundida, pero siempre con el don de la palabra. Sigo celosa de Lin.

[4] Querida lectora. Quizás todo sea una cuestión de perspectiva y, si bien no usted, tal y como reflejan sus líneas, bien podría Lin observarme por el rasgado rabillo de sus ojos, pensando sus pupilas que ese occidental mediterráneo (bueno, atlántico) es un tanto disoluto (en comparación con ella, sus gentes y sus costumbres) y nada conveniente ni para ella ni para sus florecillas.

Lin, entonces, sería abono orgánico y yo, mala hierba no apta para sus taconcillos.

[5] Soo Wong se despertó. Salió de la cama. En pijama, bajó para echar leña a la estufa danesa y prepararse un buen desayuno sinoatlántico. Con mucha sorpresa vio que su jardín estaba totamente cubierto de nieve así como los prados, las colinas, las orillas del lago. Sola en su choza, con su intensa vida interior, sentada en su escritorio bajo el velux, Soo Wong admira la calma y la quietud del entorno nevado. Soo wong está fascinada por la virtuosidad de los árboles vestidos de polvo granizado y los abetos que abren sus brazos a la ternura y las caricias de las nevadas así como a los ojos de quien quiere hacer el amor.

[6] Soo wong tiene propensión a las acaricias. Pusó sus dedos sobre las teclas de un piano para sentir el frescor de un cuerpo. Acaricia con sensualidad las blancas y las negras que acompañan el silencio de los copos mientras las teclas recobran sus voces. Soo Wong se puso las botas, el gorro maoista, un largo abrigo negro, guantes y bufandas y emprendió un paseo a la orilla del lago. A pesar de un súbito impulso retrospectivo abandonó su bicicleta holandesa. Mejor vale mojarse los pies en este polvo blanco que pretender sentarse en un sillín mojado y quedarse con las bragas congeladas. Puede pasar.

[7] Soo wong cortó cuarto tulipanes amarrillos y los metió en un bote de cristal de mermelada sobre el mantel amarillo. Luego Soo Wong escuchó la voz que le dió escalofríos y piel de gallina como si cantara Tracy Chapman. Era la gravedad, la profundidad, la maravilla belleza del canto de Ilène Barnes que encendió su alma durante el festival de la punta del mundo, en Crozon, en Finisterre.

[8] Soo Wong tiene las manos vacias, se queda con las ganas de desvestirse sin que la vean los vecinos, sentir el frio de la nieve que heló durante la noche, meter sus deditos en la tierra y sembrar los semillas y los esquejes que trajo de los palacios antiguos de sur del extremo oriente. Tal vez sea demasiado pronto aunque las plantas de la sierra nevada no deben de temer los copos granizados del atlántico.

[9] A Soo Wong le gustaría estar en companía de Lin, preguntarle si se puede plantar los rosales antes de que salgan los junquillos, saber si su boca aún sabe a grosella o si, como un jardín cambia de sabor y color según las estaciones, si su sexo sabe a fresa o menta, o si es orgánico, tema importante para los vegetalianos.

También Soo wong me dice que quiere darle un consejo a Lin : « Lin , deja de usar guantes en tu jardín, los rosales no pican, es algo tan sensual sentir la tierra húmeda entre los dedos, no se trata de la revolución cultural o verde sino del cuerpo de tu jardín… ».

[10] Ella (o ella). Si a Soo Wong le creciesen no las alas sino las aletas, bucearía por mares salados. Lin, sin embargo, moldea burbujas que saben a fruta silvestre bajo las calmas aguas de un río dulce. Soo Wong abre sus ojos oceánicos de par en par cuando folla o, sumergida, alcanza a hacer el amor. Lin, abierta, de ídem en ídem, baja sus párpados y deja entrever una línea de nieve cuando él la rasga, callada.

Matías Bruñulf querría Soo pero percibe Lin (corpórea).

Allí arriba, en la primera planta, donde crece la contemplación y escasea el deseo.

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