ILUSTRAR A WILDE. A good woman es una de esas películas de inequívoco sabor británico que de vez en cuando tiñen la cartelera de una nostalgia indefinida por tiempos lejanos y presumiblemente mejores. Poco importa en este caso que la mayor parte del elenco sea estadounidense y que la acción se desplace hasta los no tan felices años treinta: lo sustantivo del cine de época permanece en esta revisitación de
El abanico de Lady Windermere, la famosa obra de Wilde. De hecho, la película de Mike Barker se ciñe al modelo instaurado por Kenneth Branagh para cierto tipo de cine que, en lugar de adaptar el texto original, prefiere ilustrarlo con especial atención al detalle y escrúpulo descriptivo. En ese sentido, la reconstrucción de Barker no dista mucho de los filmes de Ivory, en los que la profusión ornamental actúa a menudo como metonimia de un relativo vacío argumental. Se diría, pues, que el realizador desplaza la atención desde la anécdota hasta la representación del decorado en que se desarrolla la acción.
Esta tipología fílmica suele descalificarse atendiendo a la escasa vigencia de los temas planteados y a la reproducción de los parámetros formales de un caduco cine «de qualité». Sin embargo, reducir un subgénero cinematográfico a una ecuación crítica le parece a este cronista una actitud poco atinada. De hecho, vista con cierta perspectiva, la excelente
Lo que queda del día es tan representativa del panorama de los años noventa como cualquiera de los filmes sociales de Ken Loach. Y, aunque
A good woman no tiene el poso ideológico de los mejores filmes de Ivory, es un digno exponente de una tendencia fílmica que muchas veces se ha pretendido liquidar con argumentos de escaso fuste. Lo mejor de
A good woman se corresponde, por tanto, con sus cualidades «externas», como la atmósfera italiana del relato, el delicuescente cromatismo de algunas escenas o un cierto tono distanciado que se corresponde con la liviandad de la narración (véase al respecto la estupenda secuencia del teatro, donde escuchamos los variopintos rumores de los asistentes). Menos interesante es la vertiente literaria del filme, que se muestra excesivamente limitado por el ingenio de un Wilde capaz de condensar un aforismo en cada frase. Este modo de dicción, que puede otorgar dinamismo a las réplicas de una obra teatral, suena demasiado artificioso en su transposición fílmica. No en vano, las constantes divagaciones sobre el amor acaban provocando cierto hastío y distrayendo al espectador de la muy tenue trama reflejada. Por último, buena parte del valor de la función reside en la labor de los actores, desde un sobrio Tom Wilkinson a una enérgica Helen Hunt, pasando por una desangelada Scarlett Johanson, que parece haberse dejado el talento que exhibió en
Lost in Translation y
La joven de la perla en la mesa del carnicero que le ha siliconado los labios al estilo de Mick Jagger.
En suma, pese a las restricciones determinadas por su fuente literaria,
A good woman es un interesante ejercicio de estilo que muestra que ilustrar una obra literaria no equivale a pincharle las alas con alfileres y depositarla en las aburridas hornacinas de la tradición.