NIÑOS PERDIDOS. Cuando se acercan las fiestas navideñas, las pantallas se llenan indefectiblemente de Papás Noeles de dudosa catadura moral, renos repelentes y niños cuyas habilidades son capaces de poner en ridículo al mismísimo Supermán. Tal vez por eso actualmente coinciden en los cines las adaptaciones de dos clásicos infantiles de muy distinto calado y que responden a estímulos estéticos casi contrapuestos: el
Oliver Twist que ha dirigido Polanski a partir de la célebre novela de Dickens y
Las crónicas de Narnia, una versión del universo literario de C. S. Lewis que ha puesto en imágenes Andrew Adamson. Aunque las dos películas tienen ambiciones diferentes y van dirigidas a distinto público, ambas parten de una premisa argumental semejante: la aventuras de unos niños perdidos en un mundo de adultos.
Quienes acudan a ver
Oliver Twist con la esperanza de encontrarse con una película «de autor» probablemente saldrán decepcionados de la sala. Polanski hace ya varios años que no rueda un filme situado dentro de su peculiar mundo estético —que es el de
Repulsión y
La semilla del diablo—, aunque eso no le resta interés a su filmografía última, como puso de relieve la notable
El pianista. Con
Oliver Twist, el director entrega una irregular ilustración de la novela de Dickens, que en ocasiones camina por los derroteros del academicismo estético y en otras ofrece inesperados fogonazos de talento personal. Así, la película gana en los momentos en que el realizador se desprende de la plantilla del neorrealismo y se atreve con imágenes que participan de una atmósfera de terror gótico, como si Dickens fuera un curioso ejemplar del romanticismo tardío (véase la escena del asesinato de la joven Nancy o la muerte del malvado Bill Sykes). Polanski se muestra más cómodo cuando puede definir a un personaje en términos puramente visuales que cuando tiene que recurrir a la sutileza psicológica. Tal vez ello explique la exagerada caracterización física del Fagin encarnado por Ben Kingsley, que dota a su personaje de tal fuerza que a veces parece que estemos viendo al fantasma redivivo del Shylock shakesperiano. Menos interés reviste la interpretación del joven Oliver Twist, en un registro excesivamente encorsetado dentro de lo lacrimógeno. El
Oliver Twist de Polanski no hará olvidar las clásicas adaptaciones de David Lean o Carol Reed, pero bien puede adjudicarse un más que merecido bronce en el podium.
De cariz antagónico es la primera parte de
Las crónicas de Narnia, subtitulada
El léon, la bruja y el armario, que ha llevado a la pantalla Andrew Adamson, uno de los artífices de
Shrek. Aunque la película se ubica dentro del género fantástico, el origen del relato da noticias sobre la realidad de los personajes, cuya existencia está condicionada por los ecos de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, como en
Peter Pan, el mundo de los adultos es aquí sólo el punto de partida para una exploración en el
fantastique más cercana a
El señor de los anillos que a
Harry Potter, aunque acomodada a su potencial auditorio infantil. Animales parlanchines, brujas malvadas y batallas épicas conviven en un filme que consigue mantenerse casi siempre dentro de una tonalidad que oscila entre el inocente cuento de hadas y la evocación nostálgica de una mitificada Edad Media. Un siglo después de Dickens, a C. S. Lewis ya no le interesaba el realismo descarnado, sino más bien la imprecisa melancolía prerrafaelita que sugieren las mejores imágenes de
Las crónicas de Narnia. Sin embargo, no todo son virtudes en la película de Adamson: su atmósfera onírica a veces se ve entorpecida por parlamentos innecesarios sobre la lealtad y el honor. Además, la apariencia de los malvados es demasiado deudora de
El señor de los anillos, lo que se explicaría quizá por la afinidad estética entre Lewis y Tolkien.
En definitiva, quienes aún echen de menos los sueños de la infancia, pero no quieran pasar por las horcas caudinas del último Harry Potter, pueden disfrutar con las ficciones de
Oliver Twist y
Las crónicas de Narnia: Garantizado por Betaville.