ENORME. El
King Kong original era una película reducida a escala, una de esas miniaturas exóticas que poblaban las pantallas y las imaginaciones infantiles, y que el tiempo ha acabado elevando a la categoría de mito. Más de setenta años después, en el nuevo
King Kong todo es enorme: la isla de la Calavera, el monstruo y hasta el metraje, que excede las tres horas. Para su realización, Peter Jackson invoca el espíritu de Cecil B. DeMille, que aparece citado explícitamente en el filme. No en vano, Jackson es un realizador de la vieja escuela, uno de esos tipos que aún creen que el director de cine debe ser, ante todo, un demiurgo. De ello dio prueba en su brillante y excesiva trilogía de
El señor de los anillos, cuya espectacularidad retoma ahora en un proyecto largamente acariciado por el autor.
El
King Kong versión
reloaded es una película ejemplar para estudiar la estructura del relato tradicional, pues en ella resultan evidentes las transiciones entre introducción, nudo y desenlace. El comienzo se ofrece como un minucioso retrato de los ambientes, tipos y esperanzas de la América de la Gran Depresión. Sin embargo, la cinta realmente despega con la narración del viaje de una peculiar
troupe cinematográfica a una isla secreta de la que ha tenido noticias el siniestro director interpretado por Jack Black. A lo largo de este trayecto, Jackson se saca de la manga un nuevo referente (en este caso, literario) para explicar el sentido de la aventura de sus personajes:
El corazón de las tinieblas, de Conrad. Así, la introducción de
King Kong se pone bajo la advocación del libro que inspiró, entre otras producciones, la magistral
Apocalipse Now de Coppola.
Con la llegada de los protagonistas a la isla, empieza a desatarse el nudo del argumento y la película exhibe su auténtica naturaleza: un
pastiche del cine de aventuras clásico, al que respeta tanto como parodia. El carácter híbrido de esta parte, sin duda la mejor, se refleja en el particular bestiario que surca la pantalla, desde unos
zombies caníbales a unos simpáticos dinosaurios recién salidos de
Parque jurásico, pasando por la principal estrella de la función: el gigantesco gorila Kong. Jackson se propone no dar ni un segundo de tregua al espectador, para lo que provoca un
crescendo de acciones trepidantes cuyo precedente inmediato quizá sea el «más difícil todavía» de la entrega protagonizada por el Dr. Indiana Jones. Con reminiscencias también del entorno novelesco ideado por Sir Arthur Conan Doyle en
El mundo perdido, Jackson pone de manifiesto su andadura en el cine de terror a la hora de diseñar un universo poblado por primates bondadosos, torvos pterodáctilos y adorables bichitos con miles de dientes, emparentados genealógicamente con los
aliens de antaño.
Tras la captura de Kong y el regreso a la civilización, el interés de la película decae considerablemente. Más próximo al cine de catástrofes al estilo
Godzilla, Jackson no sabe, sin embargo, imprimir en el celuloide las dosis de lirismo necesarias, por lo que a veces acaba cayendo en el ridículo que hasta entonces había conseguido vadear (véase la escena de patinaje artístico entre Kong y la Watts). Con todo, la cinta recupera el pulso en su tramo final, con la archifamosa reproducción de la secuencia de combate entre Kong y los aviones en la cúspide del Empire State.
Más allá de su interés intrínseco,
King Kong plantea varias cuestiones acerca del nuevo arte de hacer
remakes, tanto sobre la pertinencia de rodar nuevas adaptaciones de clásicos del séptimo arte como sobre las contradicciones que ello implica (construir una superproducción multimillonaria a partir de una cinta de escaso presupuesto). Aunque Jackson no responde a estos interrogantes, no nos encontramos ahora ante una vergonzosa operación de
marketing, como la
Psicosis de Gus Van Sant, sino ante una película que se integra con absoluta coherencia dentro del horizonte estético de su realizador, todo lo discutible que se quiera, pero desde luego nada insignificante.