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DAVID Y GOLIAT. Las simpatías inmediatas, que casi siempre son también amistades peligrosas, nos llevarían a juzgar fácilmente los estrenos de La gran final, de Gerardo Olivares, y Tirante el Blanco, de Vicente Aranda, como la cara y la cruz del actual cine español. Mientras que La gran final se presenta como un modesto documento antropológico salpicado de sentido del humor, Tirante el Blanco aparece como uno de esos intentos de epopeya superproducida donde los árboles impiden ver el bosque. Sin embargo, lo cierto es que ambos filmes cojean del mismo pie: el del espectador, que no deja de desgastar impacientemente la moqueta del cine con la esperanza de que termine de una vez el carrusel de imágenes sin cuento que desfilan ante su retina.
Así, una vez superado el asombro inicial que puede provocar su planteamiento, La gran final se aplica a repetir «ad nauseam» el procedimiento del choque de civilizaciones sin más hondura (pero con menos agilidad) que, pongamos por caso, Cocodrilo Dundee o Los dioses deben de estar locos. Al rato de la proyección, está claro el mensaje de que el fútbol provoca pasiones, suprime las barreras sociales y se vive con similar intensidad entre los mongoles, los tuaregs o las tribus amazónicas. El problema reside en que ni el humor de spot publicitario ni el monótono ritmo que Olivares imprime a los fotogramas provoca la necesaria adhesión del espectador, que acaba contagiándose de la abulia de los personajes. En su último tercio, además, Olivares echa el resto en reproducir las imágenes de la famosa final entre Brasil y Alemania, de modo que lo consabido viene a sumarse al cansancio ante unos seres que pululan la pantalla pero en los que no se atisba ni un ápice de encarnadura humana. En suma, ante la oquedad fílmica a uno le queda el único remedio de consolarse con las escenas entre National Geographic y Félix Rodríguez de la Fuente de los hermosos parajes naturales. Aunque que para ese viaje no hacían falta tantas coartadas sociológicas ni tantas alforjas documentales.
De Tirante el Blanco, uno debe confesarlo, esperaba poco. La (relativa) sorpresa reside en que la película ofrece en realidad mucho menos. Montada a hachazos, con ínfima capacidad de síntesis y nula progresión argumental, mal interpretada por un Caspar Zafer que tiene tantas similitudes con el Tirant épico como Bismarck, Tirante el Blanco desprende un tufo al peor europudding. El irregular Vicente Aranda entrega aquí una de sus peores películas: no sólo se limita a estirar hasta lo imposible una de las tramas del libro de Joanot Martorell, sino que revela una particular indigencia en la dirección de actores o en la planificación de unas batallas rodadas en primer plano y al ralentí, como Peckimpah. En fin, suerte que la fotografía de Alcaine y el suntuoso vestuario consiguen paliar, aunque no redimir, las deficiencias de una película que probablemente contribuirá a disminuir los lectores de una de las pocas novelas de caballerías que salvó de la quema Cervantes. Y es que no siempre los duelos cinematográficos tienen dignos contrincantes.
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Publicado el jueves, 27 de abril de 2006, a las 10 horas y 36 minutos
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