LA CIUDAD DE LOS PECADOS. Sin City es una de esas películas que no dejan indiferente a nadie. Bajo una aparente revisitación posmoderna de los cánones del cine negro clásico, el nuevo filme de Robert Rodríguez combina atrevimiento visual y ultraviolencia
gore en un cóctel que a algunos les resultará delicioso y a otros francamente indigesto. De hecho, a los pocos días de su estreno, el filme cuenta ya con acólitos incondicionales y con feroces detractores. A riesgo de parecer excesivamente salomónico, este cronista diría que tanto unos como otros tienen sobrados argumentos para seguir en sus trece. Los primeros esgrimirán a favor de la película la conseguida atmósfera de «cómic», la fidelidad al universo creativo del dibujante Frank Miller y la originalidad del planteamiento que le sirve de base. Los segundos atacarán
Sin City amparados en la estructura reiterativa de las diversas historias, la machacona voz en
off que jalona el relato o la sordidez gratuita que encierra todo el filme.
La película de Rodríguez (rodada con la colaboración de Miller y la anuencia de Tarantino) tiene alicientes que la diferencian del cine de consumo
made in Hollywood, desde la cuidadosa recreación de un universo narrativo singular hasta la presencia de un reparto que casi siempre logra dotar de un mínimo de credibilidad a un fabuloso bestiario poblado por asesinos a sueldo, héroes del lumpen, policías en declive y prostitutas que emulan la ferocidad de las amazonas legendarias. Todo ello se presenta, además, sazonado por un gusto por lo fantástico que no elude la comicidad grotesca ni los escenarios de serie B (véase el episodio protagonizado por la cabeza de Benicio del Toro —sin duda el mejor— y, en él, la pelea de Clive Owen en un parque temático decorado con enormes dinosaurios). No obstante, tampoco sobran motivos para el entusiasmo. Al cabo de media hora, y una vez superada la sorpresa inicial, el filme se convierte en un desfile más bien errático de matones y efectos pirotécnicos. Resulta paradójico que una película como
Sin City a menudo demuestre un sentido del ritmo tan escaso y una dosificación tan poco precisa de sus recursos narrativos (la verborrea de muchos personajes y la agobiante voz en
off, que se limita a subrayar lo obvio, acaban con la paciencia del espectador más predispuesto).
En suma, en una película con tal presencia de casquería como
Sin City, se entiende que amarla u odiarla sea una cuestión visceral. También es posible, como le ocurre a este cronista, retener algunas raras virtudes y olvidar los excesivos elementos de relleno que contiene esta «ciudad del pecado».