LA NOCHE DEL ESTROPICIO. La noche del hermano,
opera prima de Santiago García de Leániz, ha despertado ciertas expectativas cimentadas en la anterior trayectoria profesional del director, cuyo nombre aparece ligado a proyectos como
Te doy mis ojos, de Icíar Bollaín. Con semejantes antecedentes, y teniendo en cuenta el tema que aborda el filme, uno estaba preparado para disciplinarse durante hora y media con una crónica social teñida de negrura y desolación. Este cronista esperaba, en fin, que
La noche del hermano siguiese las huellas de la última película de Saura, la interesante
El séptimo día, que tenía algo de drama rural con trasfondo sociológico. Sin embargo,
La noche del hermano logró desbaratar en pocos minutos todos los prejuicios de quien suscribe.
De hecho, la película de García de Leániz toma como pretexto una reciente noticia de sucesos —el famoso caso del joven de la katana— para fabricar un
psychothriller que se aleja deliberadamente de la estética realista. Ahora bien, el cambio se revela francamente desastroso. Salvo por su arranque prometedor,
La noche del hermano es un cúmulo de despropósitos donde nada funciona: ni su presunta tonalidad poética, ni el inverosímil triángulo amoroso que acaba por asfixiar la trama, ni la resolución tan determinista como chapucera, que incluye dos de las armas del crimen más ridículas que este espectador haya tenido ocasión de ver en la pantalla (sólo superadas por el mortífero
bibelot de
Infiel, de Adrian Lyne). Lo que más desespera, con todo, es que al final de la proyección uno no sepa qué ha querido rodar García de Leániz: ¿una fábula poética y siniestra?, ¿un
thriller malsano al estilo de David Lynch?, ¿un relato de tesis galdosiano sobre la influencia de la herencia genética y del entorno ambiental en el carácter? En cualquier caso,
La noche del hermano se queda a medio camino de todo. Prueba de la amalgama tonal de este
filmíbrido —si se me permite el dudoso neologismo— son los papeles de Icíar Bollaín y de Luis Tosar, cuyos personajes parecen haberse escapado de otro rollo de celuloide.
Hasta la voluntarista interpretación de los actores queda lastrada por los roles que deben representar: Joan Dalmau relegado a un sucedáneo de abuelo Cebolleta, Pablo Rivero empeñado en resultar creíble como malo «maloso», y Jan Cornet que simplemente pasaba por allí. Al final, su mirada de estupefacción es lo único que comparte el espectador, perdido en la empanada de imágenes seudolíricas y en la retórica hueca de
La noche del hermano.