UN PUEBLO ES. Obaba, la última cinta de Montxo Armendáriz, ha cosechado excelentes críticas a su paso por el festival de San Sebastián, donde los rumores señalan que acaparará algún premio gordo. Por otra parte, es más que posible que la academia española de cine seleccione el filme para buscar un hueco en las apretadas candidaturas al «oscar» a la mejor película extranjera. Además, cierto escritor de indiscutible buen gusto cinematográfico apuntaba que
Obaba no era sólo la mejor producción española del año, sino una de las mejores de los últimos veinte o treinta años. Ante semejantes ditirambos, este cronista salió escopetado al cine más cercano con buenas expectativas y mejores deseos. Si bien Armendáriz no es un «autor» en el sentido «cahierista» de la expresión, sus últimos trabajos (el drama familiar
Secretos del corazón y el esbozo histórico
Silencio roto) mostraban un buen acabado formal y una notable solvencia narrativa.
La decepción fue, pues, mayúscula. Quien suscribe no halló cosa en
Obaba que no fuese recuerdo de la muerte. Y es que la película oscila entre los tópicos más arraigados del cine español (escenario rural, ambientación en la inmediata posguerra) y un pálido sucedáneo de realismo mágico que la mayoría de las veces se despeña por el sentimentalismo ramplón. Lo que no suena a mil veces visto y leído (la historia de la maestra, con su moralina sobre la represión sexual), se resuelve en un absurdo batiburrillo suedofantástico (la presencia de los lagartos informatizados o el caso del inexplicable remitente de las últimas cartas alemanas). No cabe duda de que Armendáriz ha reflexionado mucho antes de emprender el rodaje del filme, tal como ponen de relieve el esfuerzo de síntesis de la película y su alambicada estructura formal. No obstante,
Obaba está recorrida por una sensación de desoladora pobreza narrativa que en ocasiones adquiere tintes de involuntaria comicidad (el demencial relato protagonizado por Eduard Fernández, con sus guiños a
Taxi Driver). Tampoco el marco de la película funciona debidamente como historia exenta, a causa de sus numerosas concesiones a un romanticismo tan empalagoso como poco verosímil (¿quién se cree la «conversión» rural de la protagonista en un fin de semana?). Ni siquiera acierta Armendáriz con la cronología del relato, pues Mercedes Sampietro se conserva bastante más joven que sus alumnos. Y, en cuanto a la plasmación estética, basta con decir que uno echa de menos hasta esos toques
kitsch a los que es tan proclive el amigo Garci.
En fin… Este cronista podría seguir enumerando las flaquezas de una película que parece hecha a la medida de los detractores del cine español. Hace poco el director de la Mostra de Venecia acusaba a nuestra cinematografía de haberse quedado varada en un anacrónico costumbrismo. Desde luego, los manidos clichés de
Obaba no desmienten dicha afirmación. Pero aún hay algo más preocupante: el beneplácito unánime obtenido por el filme, al que han contribuido las declaraciones de Bernardo Atxaga (co-demiurgo del desaguisado), dicen bien poco a favor de la capacidad autocrítica del «nuevo» cine español. A este paso, la mitología cursi de Obaba acabará por constituir una versión políticamente concordada de la España de «charanga y pandereta». No digo más.