PARADOJAS DEL CINE SOCIAL (4). Los caprichos de la cartelera han hecho coincidir esta semana dos películas que se vieron en distintos festivales de cine de este año:
El niño, de los hermanos Dardenne, que obtuvo la Palma de Oro en Cannes, y
El jardinero fiel, de Fernando Meirelles, que se paseó por la Mostra de Venecia aunque no logró ningún galardón. Por lo demás, ambas películas se inscriben en una cierta vertiente de cine social: la primera trata, en apariencia, del tema de tráfico de niños, mientras que la segunda se asoma a las catacumbas morales del Tercer Mundo. Más allá de estas coincidencias de fondo, la aproximación estética de ambos filmes no puede ser más distinta. Los Dardenne optan por una puesta en escena de ecos naturalistas y de una austeridad extrema, que se libera del encorsetamiento visual de sus anteriores cintas —
Rosetta y
El hijo—, en que la cámara seguía físicamente el itinerario de sus protagonistas. Por su parte,
El jardinero fiel no renuncia a un aspecto mucho más elaborado, que en ocasiones flirtea con el virtuosismo estético de que hacía gala su filme precedente —
Ciudad de Dios—, aunque en esta ocasión no se observa la descompensación entre fondo y forma que enturbiaba los innegables méritos de su anterior película.
Lo curioso es que el grado de verosimilitud al que aspiran ambas películas no está en consonancia con su lenguaje visual Así,
El niño, pese a un despojamiento estilístico cercano al
cinéma verité, no resulta convincente debido a su superficial retrato de los personajes, que en todo momento parecen obedecer más a los caprichos de los realizadores que a la lógica interna que demanda la película. Una cosa es que el director no entre a juzgar a sus entes de ficción y otra muy distinta que éstos actúen como les venga en gana. Así, la redención moral que relata
El niño, y que aspira a conmover al espectador con su parquedad de recursos, difícilmente logrará despertar la empatía hacia un personaje que lo mismo es capaz de vender a su hijo que de obrar con solidaridad ejemplar al final del metraje. Así, lo que en la secuencia final debería resolverse en una callada emoción, no puede sino remitir a este cronista a la célebre frase popularizada por el inefable Chiquito de la Calzada: «una mala tarde la tiene cualquiera».
Si
El niño resultaba
a priori un filme interesante, más recelos debería suscitar en cualquier aficionado
El jardinero fiel: reparto de rostros hollywoodienses conocidos, adaptación de una novela de espías de John Le Carré, cámara «nerviosa» al estilo tarantiniano… Y, sin embargo,
El jardinero fiel no sólo es una película coherente con el mensaje de denuncia que pretende transmitir, sino que logra elevarse sobre sus propósitos con una adecuada síntesis de intriga y aventura. Sin perder de vista su orientación ideológica, el celuloide de Meirelles demuestra que una estructura compleja, rica en
flash backs y narrada «in medias res», puede también funcionar en un plano realista. Si a ello le sumamos un magnífico envoltorio estético (fotografía y música), un desengañado corolario moral y una mesurada interpretación de sus actores, no cabe duda de que
El jardinero fiel merece un lugar de honor en la lista de grandes filmes de diplomáticos exiliados en el Tercer Mundo. Sin desembocar en el cinismo de
El sastre de Panamá (otro filme extraordinario) y sin caer en la tentación del preciosismo que difuminaba algunos de los hallazgos de
El americano impasible,
El jardinero fiel escoge un sendero propio que demuestra que Meirelles no es sólo el cronista de las favelas brasileñas, sino un cineasta con carácter y estilo propio. Lo dicho: paradojas del cine social.