HARRY EL OSCURO. Harry Potter y el cáliz de fuego, la nueva entrega protagonizada por el popular mago adolescente, viene a confirmar cierto giro hacia una mayor negrura (estilística y argumental) que ya se percibía en el anterior filme de la saga,
Harry Potter y el prisionero de Azkaban. Tras las dos primeras películas, firmadas por Chris Columbus y resueltas de manera un tanto impersonal, el mexicano Alfonso Cuarón supo imprimir a su
Harry Potter y el prisionero de Azkaban un tono de oscura fábula de iniciación que acaso la convierte en la mejor del conjunto hasta el momento. En esa misma línea insiste ahora
Harry Potter y el cáliz de fuego, la peculiar visión de Mike Newell sobre las andanzas del mago más lucrativo del panorama internacional. Aunque la trayectoria errática de Newell lo aproxima a un tipo de cine típicamente «british», tan efectivo como aséptico, su incursión por los derroteros fantásticos se salda con un balance más que positivo.
Lo primero que llama la atención de la película es que los personajes principales han dejado de ser ya los simpáticos infantes que pululaban por la escuela de magia Howgarts y se han transformado en adolescentes de incierto futuro. Esta circunstancia, que también tiene en cuenta J. K. Rowling en sus últimas novelas, la aprovecha Newell para potenciar cierto filón sentimental que oscila entre lo cómico y lo melodramático (véanse las escenas sobre los preparativos del baile de alumnos). Sin embargo, el realizador sale airoso de estas secuencias gracias al dominio del pulso narrativo que ya exhibió en
Cuatro bodas y un funeral. Así, el filme nunca se despeña por el romanticismo cursilón al que a veces apuntan sus imágenes. Una vez superado el escollo sentimental, peaje revolucionario que debe pagar toda película con elenco juvenil, la cinta se centra en lo que verdaderamente interesa en la saga de Harry Potter: los vericuetos de lo fantástico. Y, como es habitual, aquí es donde se encuentran las principales virtudes del filme. Siguiendo el modelo de las pruebas de Hércules, Potter y sus competidores participan en un campeonato de magos donde han de mostrar sus habilidades. Las tres pruebas, que ocupan la mayor parte del metraje, son tres magníficos ejemplos de cómo filmar escenas espectaculares, desde una persecución en escoba, con un dragón pisándole los talones al protagonista, a unas secuencias submarinas que rescatan el lirismo onírico de los cuentos infantiles. No obstante, es en la última prueba, que recupera el motivo arquetípico del laberinto, donde el virtuosismo de la realización alcanza sus mejores cotas, con aspectos que recuerdan a dos clásicos del cine fantástico de los ochenta:
La historia interminable, de Wolfgang Petersen, y, sobre todo,
Dentro del laberinto, de Jim Henson. Como siempre, al final del laberinto aguarda también una sorpresa, que no desvelaremos a los potenciales espectadores, pero que guarda cierto parecido con el inframundo diseñado por Peter Jackson en
El señor de los anillos. Todo ello se complementa con las habituales interpretaciones y cameos de un reparto de lujo, donde brillan con luz propia el profesor “Ojo Loco” encarnado por Brendan Gleeson, el untuoso sicario “El Gusano”, con el rostro de Timothy Spall, o el malvado interpretado por Ralph Fiennes.
Cuando las novelas de la Rowling sean apenas una nota a pie de página en la historia de la literatura infantil de comienzos del siglo XXI, muchas de las aventuras de Harry Potter persistirán intactas en la memoria de los espectadores. Es uno de los raros privilegios que tiene el cine sobre la literatura. Mientras que las novelas de consumo difícilmente perduran unos pocos años en las estanterías antes de convertirse en mohosas reliquias, los poderosos iconos del celuloide tienen una capacidad de evocación «visual» que trasciende las modas concretas y les permite incorporarse en la imaginación colectiva con extraña persistencia. Sirve aquí el dicho de que una imagen vale más que mil palabras.