ME PASO EL DÍA BAILANDO. El otro lado de la cama (2002), de Emilio Martínez Lázaro, supuso un soplo de aire fresco en el panorama bastante alicaído de la comedia española contemporánea. La receta era sencilla: el soporte de comedia costumbrista «a lo Trueba» que instituyó la «movida madrileña», unas gotas de humor erótico-festivo, varios
gags y estereotipos sacados de cualquier teleserie y la inserción de diversos números musicales que funcionaban a modo de comentario de la acción principal. Así, la película se convertía en una revisión posibilista de una cierta corriente del cine europeo que bebe tanto de
vaudevil como de la alta comedia, y que acaso alcanzó su culminación con la reciente
On connaît la chanson, de Alain Resnais. El resultado, sin ser excelente, albergaba momentos casi antológicos y suponía, desde luego, una combinación atrevida dentro de los cánones del actual cine español.
Tres años después, estrenada estratégicamente en plenas fiestas navideñas, Martínez Lázaro presenta la continuación de aquella película,
Los dos lados de la cama, donde repite punto por punto la misma fórmula magistral. Por el camino, el realizador ha sustituido a las dos actrices protagonistas del original (Paz Vega y Natalia Verbeke) por rostros nuevos (Verónica Sánchez y Lucía Jiménez) y ha fichado a una Pilar Castro que sabe exprimir todo el juego interpretativo de un papel en principio no demasiado agradecido. Por lo demás, los actores masculinos reiteran facetas, registros y «vis cómica». El problema es que, una vez eliminada la capacidad de sorpresa inicial, el filme acaba quedándose en poquita cosa. Martínez Lázaro y el guionista David Serrano han decidido proceder por acumulación y liar a todos los personajes entre sí. Pero esta vez ni la trama sentimental (la inverosímil historia de lesbianismo entre Sánchez y Jiménez, que parece un peaje a lo «políticamente correcto») ni todos los números musicales, algunos demasiado mortecinos, provocan la adhesión inmediata del espectador. Ni siquiera los impagables Ernesto Alterio y Guillermo Toledo brillan aquí a la misma altura que en la primera parte.
De este modo, la atención se desplaza hacia el relato secundario protagonizado por Alberto Sanjuán y María Esteve, sin duda lo mejor de la función. Los únicos momentos verdaderamente divertidos de la película se concentran cuando entran en pantalla ambos personajes. Si María Esteve lleva hasta el límite el tono paródico de su «marisabidilla», Alberto Sanjuán encarna el perfecto prototipo del hortera y da pie a los dos mejores
gags de la cinta, donde participa un peculiar bestiario compuesto por un gavilán, una paloma y un zorro disecado. La otra baza del filme reside en el juego intertextual de las canciones, pues, ¿quién puede resistirse al encanto de una canción de Alaska en un escenario recién sacado de
Los fabulosos Baker Boys, o a la revisión de la inmortal
La mataré, de Loquillo? No obstante, éste es un botín demasiado escaso para una película que se limita a calcar anteriores aciertos y que ni ratifica ni desmiente el dicho de que «nunca segundas partes fueron buenas».