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LAS MEJORES PELÍCULAS DE 2004 (3). No es oro todo lo que reluce. Este refrán, al que tanta fe profesan las abuelas y los joyeros de este mundo, se puede aplicar sin excesiva violencia al panorama cinematográfico contemporáneo. Así, junto con el reluciente cine de Hollywood, que es el cine por antonomasia —como la porcelana de Limoges, los jarrones de la dinastía Ming o el vino de Rioja de la Rioja—, cada año nos depara unas cuantas películas luminosas que caen con un goteo intermitente y que pasan como un suspiro por la cartelera, desapercibidas entre la grisura semanal. Suelen ser películas modestas, de geografías exóticas o meramente ignotas —sus países de origen no caben en los atlas de la infancia; algunos ni siquiera existían entonces—, que compensan la falta de medios no con imaginación, según quiere el tópico, sino con ganas. Son, en fin, como esos vecinos silenciosos, de cuya materialidad llegaría uno a dudar si no se los encontrara de vez en cuando en el ascensor, pero que siempre están ahí para abrirle la puerta del vestíbulo a una ancianita o para prestarle sal a la despistada del tercero izquierda. Su existencia nos causa un poco de sorpresa y un poco de estupor, como un imprevisto o un milagro al que ya nos hemos acostumbrado. Aunque al final agradecemos que vivan en nuestro bloque. Por cierto, yo me bajo aquí, pues la paciencia del lector exige que me ponga al tajo. A continuación van las cinco mejores películas hispanoamericanas de 2004:
1. Whisky, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Un ejercicio de minimalismo estético, en la línea de Jim Jarmusch o del finlandés Aki Kaurismäki, que sin embargo resulta absolutamente personal. Los jóvenes directores uruguayos Rebella y Stoll diseñan un peculiar triángulo de personajes donde las expresiones, las miradas y los silencios dicen más que las escasas palabras que pronuncian. A un paso de la tragedia (La chica de la fábrica de cerillas, de Kaurismäki) y de la risa (el episodio italiano de Noche en la tierra, de Jarmusch), Whisky es una parábola sobre la incomunicación contemporánea, pero también mucho más que eso: un retrato de perdedores traspasado por el auténtico sentido de la palabra compasión.
2. La niña santa, de Lucrecia Martel. Otra vuelta de tuerca a los ambientes viciados (y viciosos) y a las pasiones retorcidas de La ciénaga, la opera prima de la directora. Martel nos relata ahora la historia de dos Lolitas que aspiran al olor de santidad, pero que, como el caballo de Atila, arrasan cuanto encuentran a su paso. El filme está muy bien rodado, aunque uno tiene la sensación de que la autora ya le contó la misma narración (y mejor) en su primera película.
3. El abrazo partido, de Daniel Burman. A primera vista, parece otra historia de simpáticos judíos argentinos, en la línea de El hijo de la novia, de Juan José Campanella. A segunda, también. Pero con algo más de distancia uno descubre en el filme de Burman un microcosmos urbano que no se puede asimilar sin más al universo creativo de Campanella. Tal vez sea una ironía más amarga, quizá la voluntad de reducir la realidad social a la escala de las emociones privadas, a lo mejor la sorpresa de ese «abrazo partido» que inunda de emoción la pantalla.
4. Machuca, de Andrés Wood. La película del realizador chileno Andrés Wood tiene un defecto: es clavadita a Adiós, muchachos, de Louis Malle. Y una virtud: Adiós, muchachos era una película excelente. Trasladen las tensiones raciales y políticas de un internado francés durante la ocupación nazi a un colegio inglés en el Chile del golpe militar contra Allende y tendrán la respuesta a la ecuación. A lo mejor Wood no ha descubierto la pólvora, pero su celuloide nos sigue dejando un nudo en la garganta.
5. Bombón, el perro, de Carlos Sorín, y Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella. El quinto puesto ex aequo se lo merecen, sin duda, estos dos pesos pesados argentinos, que vuelven sobre cartografías cinematográficas ya conocidas. Mientras que Sorín remeda la Patagonia de Historias mínimas, aunque a punto está varias veces de quedarse sin anécdota por el camino, Campanella intenta reverdecer los laureles de El hijo de la novia. Va a ser cosa de renovarse o morir. Eso sí: el mismo fenómeno, observado por un optimista, recibiría el nombre de «coherencia».
Y, por último, quisiera reseñar la co-producción colombiano-estadounidense María, llena eres de gracia (Maria Full of Grace), de Joshua Marston, una visión naturalista de las mulas del narcotráfico a la que acaso le sobra violencia expositiva y le falta alcance dramático.
Y, sin más dilaciones, las cinco películas asiáticas del año:
1. 2046, de Wong Kar-Wai. Dicen algunos entendidos que Wong Kar-Wai es el mejor director de cine actual. Tal vez tengan razón. Sin embargo, pese a la asombrosa belleza estética del filme, que sorprenderá incluso a los fans habituales del director, a este catálogo de pasiones amorosas le falta algo de la encarnadura humana que sí tenía Deseando amar. Pero no quisiéramos parecer injustos: un ejercicio de manierismo de WKW tiene más cine dentro que todo el celuloide anual de China junto.
2. Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, de Kim Ki-Duk. El coreano Kim Ki-Duk, más contenido que en anteriores entregas, nos ofrece una fábula moral de trasfondo budista y de una serena hermosura plástica. La sencillez de la historia, lejos de disminuir la atención del filme, la desplaza hacia el movimiento de una hoja o el canto de un pájaro. Tal vez sea como ver crecer una planta, pero, ¿quién no tiene una maceta en su casa?
3. Crónica de un asesino en serie (Memories of Murder), de Bong Joon-ho. La sorpresa del año. Aunque la obra anterior de este director coreano permanece inédita en nuestro país, esta última se ha estrenado gracias a su éxito después de proyectarse en el festival de San Sebastián. En apariencia, una típica historia de policías que persiguen las huellas de un asesino en serie. En realidad, un extrañísimo discurso, a medio camino entre la crónica negra y el humor del absurdo, sobre las raíces del mal. Ahí es nada.
4. Zatoichi, de Takeshi Kitano. Kitano nunca defrauda. Ya puede el japonés disfrazarse de mafioso yakuza, de policía, de turista hortera o, como en este caso, de samurai. El gusto por el detalle fílmico y el sentido del humor cáustico y mordaz compensan incluso algún desfallecimiento ocasional en el ritmo. Y, ¿qué decir de la secuencia musical con que concluye la función? Que sólo un maestro del cine puede hacer algo así sin que crujan las cuadernas ni las mandíbulas del respetable.
5. Hero, de Zhang Yimou. Pues bien, me quedé sin películas asiáticas. Así que incluyo una que, aunque estrenada en 2003, yo recuperé a comienzos del año pasado. Se trata de la ya penúltima película de Zhang Yimou, el que antaño fuera el último emperador del cine chino (y hoy más conocido por ser el ex-marido de Gong Li). Partiendo de una premisa similar a la de Tigre y dragón, una película de «wu xian’ pa» (capa y espada con elementos mágicos) que aventaja a su predecesora, si no en ritmo ni originalidad, sí en capacidad cromática. Tres versiones de una misma historia contada por personajes distintos, a cada uno de los cuales se les asigna un color (rojo, azul y blanco) y un peculiar punto de vista. Ya me dirán ustedes si eso no es «un trabajo de chinos». Disculpen el chiste fácil.
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Publicado el viernes, 14 de enero de 2005, a las 22 horas y 13 minutos
[1] Manierismo. Perdona, Betaville, ¿pero no crees que en el cine asiático muchas veces su principal virtud -su sentido estético, su capacidad de emocionar con imágenes- se convierte en un lastre?
Comentado por
Mur ci ano | 15/1/2005 11:58
[2] A Mur ci ano. Vea Cuentos de Tokio.
Sí, su cine es lento, pero es algo cultural: no estamos acostumbrados a ver ese tipo de cine, como tampoco lo estamos, aunque esto no tenga nada que ver, a asistir a proyecciones en versión original, algo que, entre otras lenguas, habría mejorado nuestro inglés. Una ventaja más, entre muchas.
Y bueno, Kitano tampoco va en primera, que digamos.
Comentado por
Lorenzo Ferreiro | 17/1/2005 17:52
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