OTRA PALANQUITA. Cinco meses después, volvimos a llamar al fontanero. La palanquita que había puesto
la vez pasada se había roto. «
Ocurre a menudo si no se tiene cuidado al cerrar la puerta», comentó mientras desenfundaba el destornillador. Tardó un cuarto de hora en colocar una nueva. Veintiocho euros. Busqué la cartera y caí en la cuenta de que sólo llevaba un billete de cien euros. (La tarde anterior, comprándole al churumbel una porra de chocolate rellena de crema, dos euros, me había ido sin pagar porque la churrera no tenía cambios.) Regresé a la cocina billete en mano:
—
Si no tienes cambios te hago una transferencia —le dije.
—
Tranquilo. Siempre voy bien surtido para cualquier imprevisto —replicó.
Sacó la cartera. La abrió. Disimulé malamente mi sorpresa. Cualquier abuela que guarde un fajo de billetes así debajo del colchón dormirá tranquila. Ni en las colas del hiper del sábado por la tarde he visto tanto dinero junto.
Me dio las vueltas y, si no recuerdo mal, nos despidimos con un hasta luego.
Pobre de mí.