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ME PASA POR GILIPOLLAS. Por creerme aún con veinte años y además, el rey del mambo.

Por pensar que todavía puedo darme de hostias con un armario de dos puertas y salir victorioso.

Yo me creía aún con la fuerza de antaño, portador de un vigor que me haría saltar de la barra y arrearle una manta de palos al maromo que acosaba a María, y no fue así, joder, está claro que ya no es así. Que quién me manda a mí meterme en estos líos. Que los años pesan toneladas además de pasar volando, y sobretodo para mí, que tengo el cuerpo podrido de tanta ginebra, tanto tabaco y tantas noches desacertadas.

Me queda el consuelo de que, al final, María se apiadó del débil y de que ella ganó la batalla que yo perdí por K.O. profiriéndole al chulo de tres al cuarto, una serie de insultos directos a su ego que seguro le dolieron más que mis torpes puñetazos.

Si en el bar en que trabajo existe siempre “la posibilidad de”, también incluye irremisiblemente la certeza de llevarte una paliza. Te pongas como te pongas, si llevas más de mil horas detrás de una barra, es imposible que no des con el imbécil de turno al que vas a partir la cara, y al final acaba dándote la del pulpo.

Las peleas tienen eso, claro, que cuando empiezan no se sabe cómo acaban, y hay un momento en el que cruzas el umbral de ir a por todas y ya da igual, ya tienes que ir, que golpear, ya tienes que tener cintura y rabia, por más que te estén lloviendo hostias hasta debajo de las uñas, y tengas unas ganas enormes de que te maten de una puta vez. Y esto es lo que me suele pasar a mí, que suelo dar una de cada cien, que hay que ser honesto, joder, y que no sirvo más que para combatiente en la reserva.

La otra tarde, Susana y María habían entrado para tomarse una caña que refrescase su paseo vespertino por Madrid, que ya son ganas.

María, espectacular con su vestido ceñido y todo magníficamente bien puesto en su sitio, me miraba de otra forma que la primera vez que nos vimos, no sé, menos vergonzosa, más directa, más como aceptando de antemano mis proposiciones.

Una caña para María.

El orujo de Susana.

Mi lingotazo de Tanqueray.

Charlábamos entretenidos, sobre todo yo, que derrapaba en las curvas de María, e incluso su tía abuela parecía confiar en mis miradas lascivas, convencida de lo inevitable.

-Tú, ponme una cerveza. Fría y sin vaso.

En el otro extremo de la barra había puesto su culo, musculado, un chaval que no debía llegar aún a los treinta. Camiseta pegada, bañador largo, pelo engominado cual puercoespín en pleno ataque de celos, y una mandíbula tan desencajada por la cocaína que parecía el muñeco de un ventrílocuo.

-Una cerveza fresca para el caballero –le dije.

-A mí no me toques los cojones, gilipollas –me contestó, tajante y sin aparente esfuerzo, como si esa fuera su respuesta habitual al servírsele una caña.

Bien, la cosa se veía venir, qué coño.

El chaval iba tan puesto que no distinguiría el tubo de cerveza del extintor, así que no le hice ni caso, que es lo que hay que hacer cuando un zumbado anda buscando pelea, y tú no.

Le di un punto extra al aire acondicionado pensando que sería necesario refrescar el ambiente.

Volví a los pechos de María y a la conversación de Susana sobre la invasión israelí del Líbano y de cómo el mundo era un jodido polvorín en el que, el día menos pensado, íbamos a volar todos por los aires.

El mozo, con su paso firme y su mirada perdida, avanzó hacia nosotros con su botella de cerveza fría en la mano.

Se sentó en la banqueta que quedaba libre al lado de María y se puso a mirarla tan indiscretamente que me molestaba.

“Oye tú, esos pechos son míos, jodido cabrón”, pensé decirle; pero no le dije nada, para qué, me doblaba en corpulencia y hacía un calor de mil demonios...

-Qué buena estás- le espetó a María mirándola de arriba abajo.

María, tímida, ruborizada, se atrevió a contestarle un “gracias” muy bajito, y haciendo amago de levantarse para situarse al otro lado de Susana, palideció cuando el muchacho la agarró del brazo.


-Oye, no te vayas, que todavía no te he mirado todo lo que quería –le dijo a María- Pero qué pinta de chuparla de puta madre tienes, niña.

El tipo era un imbécil, claro. Un kamikaze buscando dónde estrellarse, y yo por momentos notaba como la sangre golpeaba mi sien y cómo tragaba saliva más rápido que de costumbre, y cómo apretaba mis puños probando mi fuerza.

Susana, en vez de esperar a que la situación se calmase, intervino decidida echando más leña al asunto.

-Oiga, mozo! ¡Un poco de respeto! Será el niñato hijo de puta.

-Usted se calla abuela, que le doy un palo que no vuelve a ver el sol.

En ese punto, no me quedaba más remedio que intervenir, porque de alguna manera soy también el segurata del bar, además del psicólogo, el enfermero, el padre y el camarero según se tercie.

Decidí poner paz en el improvisado conflicto, en plan casco azul pero con más cojones, y le dije con todo cariño al anormal de marras:

-Venga joder, no nos vamos a cabrear por esto, ¿verdad?Suelta a María y nos relajamos ¿vale? ¿Otra cerveza? Invita la casa.

-¿Quién eres tú, el jodido chulo de la putita esta?

-Oye mira- el muchacho había traspasado la raya, desde luego, pero le di otra oportunidad, o eso creí- yo no quiero broncas en mi bar, así que como tenemos reservado el derecho de admisión, te pediría por favor que te fueras.

Sabía que no saldría, que los tontos tienen el don de la obstinación, así que mientras se lo decía, salí de detrás de la barra pausadamente, apreté los dientes. Puse la mejor cara de asesino que tengo. De al lado de la caja registradora cogí una barra de hierro que tengo para estos casos.

La suerte estaba echada.

Justo al llegar a su lado, cuando ya estaba decidido a partirle en dos la cabeza, el primer golpe me vino en plena nariz, potente, directo, como un sartenazo de aceite hirviendo o yo qué sé.

Hostia.

El dolor se hacía un grito hueco en la cabeza y yo retrocedí y me tambaleé bastante, lo justo para perder en el viaje al suelo la barra de hierro, y derribar con estruendo un par de banquetas.

El hijo de puta se vino hacia mí con mala pinta. Me levanté como pude y, según llegaba, le lancé un derechazo digno de un Bruce Lee venido a menos que dio en el aire, situación que él aprovechó para abalanzarse sobre mí y rodar los dos por el suelo.

Joder.

Se levantó antes que yo, y yo ya no pude levantarme.

Luego fue una lluvia de hostias de las que intentaba defenderme como si me hubiera caído en un encierro y un jodido miura me estuviera pateando el estómago.

Menos mal que de tanto dolor ya no te duele nada, y eres como un saco sordo lleno de paja.

No sé si fue Susana la que avisó a los municipales, pero llegaron antes de yo morirme o de que él me matara, que en estos casos, ya carece de importancia una cosa u otra, y nunca me alegré tanto de ver a dos uniformados entrar en mi bar.

Se llevaron al chaval que, mientras salía, escupía insultos como poseído por la versión heavy de Satanás y jurando que volvería para acabar conmigo y follarse a María.

Joder, yo iría al grano y me follaría a María directamente, ¿para qué gastar fuerzas con un camarero inútil?

-¿Estás bien, Eddi Vansi? Oh! Dios mío! Vamos a llevarte al hospital a que te vean- María se entornaba sobre mí apoyando mi cabeza en sus muslos.

Era como un ángel moreno, o a lo mejor eran los golpes, que me hacían alucinar.

Joder, tenía el cuerpo como si me hubiera molido una hormigonera.

Qué hijo de puta el cocainómano.

Nunca sabes cómo va a acabar una pelea, aunque en esta, no hacía falta ser un vidente para predecir cual sería el resultado. Estaba claro desde antes de que empezase: una costilla maltrecha, una ceja partida, la nariz hinchada, contusiones por todo el cuerpo y una muela por reponer. A mis años, como poco, baja segura para el mes de Agosto.

María se vino en la ambulancia del SAMUR y, cuando me subieron a planta, estuvo sentada a mi lado en la habitación, mirándome y mimándome, coincidiendo un instante con una Marta que al llegar me dedicó sus lindas palabras de amor.

-¿Quién coño es esta tía?

Y luego añadió:

-Definitivamente, Eddi Vansi, tú eres gilipollas. ¿A quién se le ocurre pegarse con nadie? Y más tú, joder, que no le ganarías ni a un niño… Desde luego, contigo no gano para sorpresas.

Me dieron el alta al día siguiente, aún dolorido y anquilosado, y con la agridulce sensación de haberme convertido en una especie de Superman torpe para María que, ahora sí que estoy seguro, me mira ya con otros ojos.

En todo caso, tengo todo el mes de agosto para mirarlos y poder contarles lo que veo en ellos a mi vuelta, en septiembre.

Salud.

Publicado el sábado, 5 de agosto de 2006, a las 18 horas y 44 minutos

LA FAMILIA. Uno tiene dos familias, me digo, mientras, repantingado en el sofá, ginebra en mano, escucho al Papa decir en la tele que sólo hay una y es la suya, la auténtica; y es la que debemos tener todos.

La primera es ésa, me sigo diciendo; la tuya, la que tienes por narices. La inevitable. La que te toca en el sorteo que hacen en la nada y que te trae hasta aquí desnudo y amnésico. La que nos asigna un dios o la suerte, y nos ingresa en ese jodido mundo de padres y de hijos, de hermanos o nietos o maridos, o de cualesquier otros parentescos interminables y pesadísimos que de niño te colman de besos y de pastas y, ya de mayores, de entierros y de olvidos, y de herencias que desembocan en navajazos fraticidas.

Una familia que primero te convierte en vástago y luego en marido, como si tu existencia se resumiera en un continuo espaciotemporal que debieras cumplir llegada la hora, sin remisión, por cojones, porque es lo que tiene que suceder y sucede.

La segunda es la que de veras importa, o por lo menos a mí, por más que al Papa se la sude. La segunda es la que uno se va haciendo cuando crece, la que uno elige, la que se nutre de gente que no conoces personalmente, pero que caminan contigo desde que eres como eres. La segunda son espejos, o luces, o caminos del alma, en el supuesto de que exista y de que Descartes se declare ateo. La segunda es Cortázar, Henry Miller, Miles Davis, Bukowski. Es Goya o Van Gogh o Fante. Chet Beker. Boris Vian. Javier Krahe. Mi familia se compone de estas gentes que me han hecho más libre, que me acompañan siempre, y es en ésa en la que confío, creo.

-¿No crees, Marta? –le pregunto, aprovechando que pasaba por ahí, y por esa manía que tengo de pensar que mis monólogos internos son externos.

-¿El qué, cariño?

Marta deambula por la casa ajena a todo lo que no sea encontrar sus putas gafas de sol, porque se va al Rastro y llega tarde y afuera hace un domingo soleado y caluroso.

-Lo del Papa –le explico a bote pronto- que ha venido a Valencia a defender la familia...

-¿La nuestra?

-No sé... No creo... La familia cristiana, imagino...

-¿Por qué no ves otra cosa? Te vas a volver loco viendo a ese hombre, no son horas para sermones...

-Porque se ha jodido la antena colectiva y sólo se ve la 2...

-Avisa al puto presidente de la Comunidad, Eddi Vansi.

-Soy yo, cariño...

Marta se ríe por no echarse a llorar, y sigue a lo suyo.

Marta ya sólo va a lo suyo. Ha llegado a ese punto sin retorno en el que le da igual mi presencia. Convive conmigo, pero pasa de mí. Hace su vida. Me habla, me besa, sonríe, a veces me folla, pero todo tan sin ganas y tan frío, tan desde tan lejos, que no la siento. ¿Dónde cojones está Marta, la mía?

-¿No has visto mis gafas? –me pregunta la Marta de otro.

Pasa por delante y por detrás de mí, busca que te busca, como si yo no fuera más que un voluminoso objeto que huele a alcohol, desvaría, y casi siempre estorba.

-No –le respondo.

-¿Seguro?

-Seguro.

-Bueno, mira... Pues me voy, joder, que llego tarde...

-Vendrás a comer, ¿no?

-No, no creo...

No, no cree. Aunque cada vez me importa menos.

Ojalá el postre le aproveche, se lo merece.

Me lo merezco.

No sé qué diría el Papa de nuestro matrimonio si lo viera. Si esto es una familia como Dios manda o un puto desastre. Si aún es necesario luchar o dejar que todo se caiga sin remedio.

No sé qué diría el Papa de un marido borracho y retorcido y escritor, para más inri; y una esposa que le pone los jodidos cuernos un domingo de Rastro, y un domingo soleado, joder, ni más ni menos.

No sé qué diría de Eddi Vansi y de Marta este señor que adoctrina masas y que tan convencido está de lo inmutable, como si él, que no sabe qué coño es una mañana de domingo viendo desaparecer en brazos de otro a la mujer que has amado, pudiera sentar cátedra de la vida en pareja.

Ni sabe lo que son las horas muertas, o lo grande que puede llegar a hacerse una cama de matrimonio cuando cada uno ocupa una esquina en ella. Kilométrica.

Él no tiene ni puta idea de nada y además, tampoco me importa lo que pudiera decir de nosotros, qué cojones.

Apago la jodida tele, cansado de su sinrazón y su parafernalia.

Apuro el vaso.

Rescato de una mesilla que tengo junto al sofá el mando de la cadena de música.

Me tumbo con los brazos cruzados detrás de la cabeza, en plan escritor en horas bajas.

Intento concentrarme en María, en sus pechos, en si llevará sujetador con relleno o no llevará nada.

Joder, me siento incómodo.

Escucho una especie de “crak” sordo debajo de mi espalda.

Sólo cuando me incorporo y retiro de debajo de mí las putas gafas de Marta, y vuelvo a tumbarme, y cierro los ojos, es cuando John Coltrane se atreve a decirme:

-Hey, brother...

Y me rescata a tiempo de sentirme solo.

Publicado el jueves, 20 de julio de 2006, a las 9 horas y 28 minutos

ANTES DE MI ENTIERRO SEGUIRÉ SIENDO YO. Pienso si cuando llegue a viejo me pareceré en algo al que soy ahora, ahora que por fin creo estar seguro de saber quién soy y estoy a gusto y me sé fajar de tantas cosas.

Si seguirán conmigo mis manías, mi adicción a la ginebra y Marta.

Si Cleo retozará aún en mi vida.

Si habré perdido la guerra o me quedarán por librar algunas batallas perdidas, como si en verdad yo hubiera sido un jodido soldado siempre en la reserva y me sacaran para la contienda final.

Si habré aprendido para entonces, de una jodida vez, a vivir y a beber y a mirarme en el espejo sin arquear las cejas.

Si seguiré con los mismos vicios de escribir, de leer, de fumar; de saberme perdido en un sin rumbo, como si mi vida no tuviera sentido y ése no fuera sino su eje fundamental.

Es más, a veces creo que lo más verosímil, según los pasos que llevo, es que no llegue a viejo, y que si lo hago, termine pareciendo una especie de Susana La Bohemia con mi esquina propia en algún bar que me de asilo, con otro camarero que me sirva buenas copas de ginebra a palo seco, y otros clientes que me recuerden lo que los años se llevaron como un Tsunami sin escándalos, discretos, poco a poco.

Quizá para mi tercera edad sea ya un autor consagrado y me dedique a dilapidar mi fortuna y el poco tiempo que me quede con las mejores putas que soñé.

O me implique en alguna labor altruista para el lanzamiento de jóvenes autores, qué coño, que cada palo aguante su vela, que yo prefiero el catre y las putas.

Lo más probable es que llegue a viejo con una Marta emancipada de mi amor viviendo a todo trapo con su amante estúpido, y yo solo en mi casa lo mismo de cabrón que ahora pero con los colmillos aún más retorcidos.

Confío en que, cuando envejezca y sea un jodido rancio pudriéndome en mi desidia, queden mis colegas, los pocos que conservo aún, dándome ánimos para seguir vivo o muerto, según quiera.

Lo mismo Serafín Izcueta decide acordar conmigo algún texto de puta madre para leer cuando ya no esté, y para que el público que acuda al recital pueda vomitar o llorar según se le antoje. A esas alturas de mí película me iba a dar lo mismo.

Observo mi vejez como un vaso siempre vacío y una botella siempre llena.

Una cama desecha.

Boris Vian disonando desde la otra habitación.

Una bañera en la que sentarme.

Alguna puta que me la mame cuando ya esté muy borracho.

Cervezas abiertas para dar de comer a las moscas.

Una barba de tres días y una cuchilla oxidada.

Y el abandono a las letras porque disponga de tiempo: sin dinero, sin necesidad, sin mandil, sin Susana la Bohemia.

Un libro abierto.

Otro libro abierto.

Un cenicero lleno de colillas.

Una mesa y su desorden de cosas por hacer.

Miles Davis, Chet Baker.

Una cabeza llena de recuerdos, si es que antes el hijo de puta de Korsakoff no ha venido en mi ayuda para borrar todo de mi memoria y dejar solo lo necesario para poder mear tranquilo.

Puede que regrese a Granada.

Puede que nunca regrese.

De todo, seguro que quedaré yo, Eddi Vansi. Por lo menos para mí, cojones, que habré tenido la mala suerte de aguantarme toda la vida.

Publicado el viernes, 14 de julio de 2006, a las 17 horas y 43 minutos

CON DIEZ AÑOS DE MENOS. Si me dedico a lo que me dedico, si elegí un bar como lugar de trabajo pudiendo haber hecho cualquier otra cosa, fue, entre otras razones relacionadas con mi desidia, porque siendo camarero me divierto que te cagas, hago casi lo que quiero, y es un oficio sin rutina en el que se vive siempre con la posibilidad de que pueda pasar algo, cualquier cosa, que todo es impredecible y que yo estoy allí para vivirlo y para verlo.

Cada cabrón que entra por esa puerta y viene hacia la barra puede ser un santo o un jodido psicópata que me haga acabar el día en la página de sucesos de El País. Cada cliente es una historia que quiere contarse, a veces por cojones, y el camarero una especie de oreja con mandil.

Siempre cabe la posibilidad de…

De, incluso, sin ir más lejos, follar a destajo. Por mi atractivo, qué coño. Porque algo tiene que tener el vino cuando lo bendicen, y a mí, si Dios existe, me ha bendecido con un gancho de puta madre para atraer a las tías.

La Bohemia dice que mi gancho radica en mi billetera o en lo necesitadas que están las mujeres que se acuestan conmigo, y no, precisamente, en mis dotes varoniles, a las que define, además, como escasas y afeminadas. No sé. Tal vez lleve razón. El tiempo no perdona. Ya se van marcando sombras en mi cara dura. Pero me importa un carajo, porque la cosa es que nunca me faltan mujeres, por más que diga esta señora.

Y es que la Bohemia es así, ¿para qué cuestionárselo? Me dice lo que quiere, cuando quiere, y aunque yo no quiera. Se pasa tanto tiempo conmigo que yo creo que me considera familia, tal vez su hijo o su alter ego, y no se corta. Parece que no se entera de nada, como una figura de cera al fondo del museo de los horrores o una botella de orujo con forma humana que se queda traspuesta y ni siente ni padece. Pero La Bohemia oye, y mira, y opina cuando quiere de mis asuntos. De los suyos, sin embargo, apenas sé nada. Rara vez se lanza a contarme su vida, y yo tampoco hago hincapié en eso.

Siempre pensé, por ejemplo, que la Bohemia no tenía familia, que andaba sola. Sí, que un día la tuvo, que quizá hace miles de años tuvo una madre y un padre, y unos hermanos y una casa, pero que queda tan lejos, que da la sensación de que la Bohemia nació ayer o vino al mundo de carambola, tal vez en un huevo o tal vez directamente en una banqueta no identificada.

Pues no, incluso con la Bohemia “cabe la posibilidad de”…

Ayer y antesdeayer, sin ir más lejos, la eché de menos en el bar. Dado que en Julio las pulmonías son infrecuentes, me la imaginé con una resaca lo suficientemente severa como para impedirle salir de su apartamento alquilado que se cae a pedazos. Decidí llamarla por teléfono, no obstante, porque nunca se sabe, y porque, si se había muerto sin pedirme permiso y sin llevarse un orujo entre pecho y espalda para el camino al más allá, habría que llamar a una ambulancia o algo.

- ¿Sí?

- Susana, ¿está usted bien?

- Anda! Jodido Eddi Vansi. Estoy más que bien.

- ¿Seguro? La he echado de menos en el bar. No sé, es raro que usted no venga a joderme el día…

- Eddi Vansi… -me dijo, riéndose como con estertores-. Prepara dos vasos y el orujo de reserva, anda, que me acerco al bar en un ratillo, con invitada.

Pensé que qué terrible, otra vez me iba a tocar aguantar a alguna de las viejas chillonas que muy de vez en cuando Susana traía de acompañante. Alguna amiga de la infancia con la dentadura al borde del abismo y con un olor jazmín que tumbaba, como si ese perfume disimulase el olor a vieja. O alguna de sus compañeras de mus, que de tanto jugar habían desarrollado un desagradable tic en el ojo izquierdo.

Bueno, después de todo, pensé, no me toca ir de entierro, y eso siempre se agradece…

- Buenos tardes, Eddi Vansi…

- Susana, aquí tengo sus dos vasos…

- ¿Me has echado de menos, eh?

- Bueno, alguien tiene que ocupar esa banqueta. Usted me ahorra tener que limpiarle el polvo a diario…

Detrás de la figura encorvada de la Bohemia, haciendo contraste, apareció ella. Alta. Una morena imponente. Una melena ondulante. Unos hombros desnudos que dejaban a la vista un escote con unos pechos ante los que cualquier hombre perdería –y hundiría- la cabeza. Una camiseta sin mangas ceñida a su cintura rotunda. Unas caderas redondas cubiertas por un vaquero que lindaba con las ingles. No tendría más de dieciocho años, la cabrona, y unas piernas desnudas rematadas con unas sandalias planas, inocentes, sin pretensiones, como elegidas adrede para contener el erotismo que todo su cuerpo emanaba.

- Qué bien acompañada va usted hoy –le dije, visiblemente imbécil-. Si lo llego a saber no me pilla usted con esta pinta, Susana...

- A María ni mirarla Eddi Vansi –me contestó con recelo, aupándose a la banqueta de siempre-, que ya sé yo por donde van sus pensamientos… Ella es mi sobrina nieta. Ha venido del pueblo a pasar unos días conmigo, y he querido enseñarle tu bar, el sitio donde paso tantas horas, y a quien me hace compañía.

- Estupendo...

- Este año comienza la carrera –siguió contándome-, y quiere familiarizarse con la capital, ya sabes, para que luego no le coja de nuevas…

- Estupendo...

- Encantada, Eddi Vansi; yo soy María, bueno, ya lo sabes…

- Soy Eddi Vansi, un verdadero placer –nos dimos dos besos-. Así que, ¿empiezas ahora la carrera?

- Sí, voy a empezar Periodismo.

Ni carrera ni hostias, esta chica no necesitaba hacer nada, simplemente con “estar” tenía todo ganado. Las puertas del cielo con todos los Santos babeando se abrirían si ella quisiera.

Y a mí me traía al fresco lo que empezara María, como si quería empezar corte y confección. Sólo podía mirar sus ojos verdes y su boca roja, que se abría en un surco que despertaba mi lujuria.

- Ah… Periodismo, buena elección. Seguro que serás una excelente profesional en lo que quieras.

- Menos cháchara Eddi Vansi, y ponme un orujo. A María una Coca Cola -gritó la Bohemia como una madre celosa.

- Tía, una caña, que ya tengo dieciocho años -masculló María, vergonzosa, casi al oído de la Bohemia.

- No se hable más- intervine yo para reafirmar a María como mujer-; sea una caña para María, otra para mí, y un orujo para la Bohemia.

Susana me traspasó con una mirada que venía a decir algo así: “Si se te ocurre tocarle un pelo te capo”. Pero, claro, yo se la devolví con otra que afirmaba: “Más vale que sea yo que me conoce, que cualquier otro cabrón al que no pueda siquiera pedirle cuentas”.

María agarró su caña, sorbió un poquito. Susana, muy en su línea, terminó el orujo de un sorbo, con dos cojones. Le serví otro para
tenerla contenta, al menos mientras María estuviera entre nosotros.

- ¿No conoces nada de Madrid, María?

- Bueno, un poquito. He venido algunas veces con mis padres a visitar a la tía, pero ha cambiado mucho...

- Para cualquier cosa –y subraye ese “cualquier cosa” con mi sonrisa infalible- que necesites, ya sabes donde me tienes, María…

Y ví salir dos colores tímidos de sus mejillas que se me antojaron lo más hermoso y virginal que había visto desde hacía tiempo.

- María- interfirió la Bohemia- tú ni caso al Sr. Vansi, que es un jodido escritor mal de la cabeza que lo más que te puede enseñar es la calle de la amargura. Tú no te separes de tu tía, que yo me conozco Madrid como la palma de mi mano.

- Como usted quiera, Susana. Sólo quise ser amable...

- Por eso me das miedo, Eddi Vansi.

- Ya sé cuidarme sola, tía.

- Eso decís todas –se terminó su orujo-. Anda, termínate la caña que te voy a enseñar la Plaza de Oriente, verás que bonita la han dejado.

María terminó su caña con prisa, mirándome de soslayo. Su boca se había cerrado y para mí era un alivio, porque no hacía más que pensar en todo lo que podría disfrutar con ella.

Susana había calmado su gesto de disgusto; ahora me miraba con otro, más parecido a “Eddi Vansi, jodido cabrón… Mi niña te ha entrado por esos ojitos viciosos…”.

Yo le devolví mi cara de siempre con otro mensaje: “Susana, sabe usted que cualquier mirada sería viciosa teniendo ese monumento delante…”.

- Pues ya nos vamos –me dijo Susana.

- Un placer, Sr. Vansi.

- El placer es mío, María. Ven cuando quieras...

- Gracias. Muy amable.

- Ni lo sueñes, Eddi Vansi –dijo su tía.


- En cualquier caso, para cualquier cosa –insistí, porque se me estaba yendo-, ya sabes que aquí tienes la posibilidad de...

- ¡De que te denuncie a la poli, Eddi Vansi! –me interrumpió, gritando y ya casi saliendo por la puerta, la Bohemia-. Anda, niña, sal. Vas a ver qué bonita ha quedado la Plaza de Oriente...

- ¡Recuerdos a Franco! –alcancé a gritarla.

- ¡A tu madre!- oí gritar a la Bohemia ya de espaldas…

Me quedé absorto en mi deseo mirando el culo de María atravesando la jodida puerta.

A través de la cristalera, y mientras la Bohemia alzaba la mano para parar un taxi, vi como María giró su rostro, me echó una sonrisa, y me guiñó el ojo con la destreza típica de una experta jugadora de mus.

Yo, que soy un cabrón, le devolví la seña y la sonrisa.

Y volví a mis asuntos pensando que al final había ganado la partida o, por lo menos, que las piezas ya estaban estratégicamente colocadas esperando nuevos movimientos.

Publicado el miércoles, 5 de julio de 2006, a las 23 horas y 36 minutos

LA CULPA FUE DE PINK FLOYD. El fenómeno de mi blog comienza a asustarme, la verdad, y no sé si podré manejar el asunto si, como parece, va en aumento y acaba traspasando fronteras y universos todos.

De momento, no. De momento esto acaba de empezar, apenas llevo cuarenta textos subidos, y mi resonancia se circunscribe a mis conocidos, al pequeño círculo de mi bar y la acera de su calle, a sus cotidianos clientes que no se creen que escribo un blog en la mejor página del mundo, y que miran incrédulos unas tarjetitas de publicidad que me he currado, y que he dejado en algún servilletero del bar, por si alguien quiere.

De momento mi fama sólo son e-mails que no dejan de llegarme y presiones para que revele el sitio donde curro; pero yo, que me ahogo en un vaso tras otro de ginebra, yo que voy de mí a mis asuntos sin que me importe un carajo como gire el mundo, a estas alturas tan pequeñas de mi fama, ya me siento como un jodido Beatle huyendo de las hordas de admiradoras fanáticas que te asedian y te espían, y se infartan si les guiñas un ojo o te las llevas al catre.

Porque menuda mierda es eso de adorar a un ídolo que no es sino un hombre lleno de defectos. Nunca he entendido esa pasión desaforada, ese creer en alguien ciegamente, que por muy de puta madre que me parezcan Miles Davis, o Bukowski o Martín Luther King, nunca les daría la clave de mi tarjeta de crédito, ni mi esfuerzo, ni la llave de mi alma. Que les follen. Que una cosa es admirar a quien destaca o deslumbra, y otra caer por el precipicio de los idiotas. Que lo que importa es que la jodida luz esté encendida, no quién coño la enciende. Que luego pasa lo que pasa, y te pega tres tiros un gilipoyas que se siente defraudado porque haces lo que te da la gana, como si fueras suyo y tuvieras que rendirle no sé qué cuentas.

Y yo no quiero cuentas con nadie; tengo bastante con las mías pendientes.

El otro día, sin ir más lejos, entró un tipo al bar, con la mirada curiosa de un turista y, sin pedir nada, se acercó a la barra y me preguntó que si yo era Eddi Vansi, joder, quién voy a ser si no, maldita la gracia.

- No, no conozco a nadie con ese nombre –le contesté-. ¿Qué te pongo?

- No, nada...

Mí anonimato es un jodido lujo del que no quiero desprenderme, y menos, como es el caso, sin cobrar un duro, de modo que seguí con mis asuntos, sequé vasos, pasé la bayeta, me hice el despistado o el sordo.

El hombre estaba a punto de salir por la puerta, cuando Susana la Bohemia, con la discreción de la que habitualmente hace gala, a todo pulmón y sin cortarse un pelo, gritó desde su esquina de la barra:

- ¡Ponme otro orujo, Eddi Vansi!

- No me joda, Susana...; no me joda...

Y, claro, el tipo se dio la vuelta, miró a la Bohemia, me miró a mí, sonrió y con paso firme se acercó de nuevo a la barra.

- Que sea un tercio, Eddi Vansi.

Y fue un tercio.

Y hablamos.

Me dijo que estudiaba Bellas Artes, y que nunca pensó que me encontraría. Que qué jodida suerte la suya. Que qué puta casualidad, pensé yo. Que era el sexto bar en el que entraba esa mañana de sábado. El cuarto tercio. Que me había escrito un e-mail y que se había cansado de esperar mi respuesta.

- No recuerdo ese mail, ni tu nombre, ni tengo por costumbre contestar los correos de nadie –le dije-. Lo siento, no me lo tomes a mal. Me volvería gilipollas si tuviera que dar a cada cual lo que me pide. Me moriría, si tuviera que satisfacer a tantas mujeres... Lo entiendes, ¿no?

Reímos. Dimos sendos tragos a nuestros elixires.

- No tiene importancia Eddi Vansi, tranqui –me dijo-. No era nada urgente. Estaba en casa fumado, y me dio el punto de escribirte… La culpa fue de Pink Floyd, ya sabes…

- Imagino, sí… Pues… Dime…

- Nada, que me gusta Bestiario.

- A mí también me gusta.

- Y que te leo. A ti, y a la Tigresa.

- Yo también me leo, no me quedan más cojones. Y a la Tigresa, a veces.

El hombre se rió a carcajadas, más por el número de tercios que llevaba encima que por la gracia inexistente de mi discurso. Lo cierto es que entre los dos se había creado una complicidad alcohólica, un buen rollo que representaba lo que debería ser el encuentro entre el autor y el lector, así, de tú a tú. Aquella escena me recordaba a otras parecidas que viví de joven. La novedad era que, en esta ocasión, estábamos bebiendo y yo era el autor de marras. Hay que joderse...

- Ponme otro tercio, ¿sí?.

Y le puse otro tercio.

Para mí, un lingotazo de ginebra con hielo.

La Bohemia nos miraba desde su ángulo muerto con la misma cara de interés de quién realiza la autopsia a un besugo.

- ¿Qué fue de mi orujo? –gritó de nuevo- ¿Quién te iba a decir a ti, jodido Eddi Vansi, que vendrían tus fans a dorarte la píldora? Espérate a que te conozcan, que como poco, se darán al orujo tanto o más que yo…

Tenía razón la vieja, qué coño, pero hice oídos sordos porque a nadie le amarga un dulce y ese instante de gloria era mío, joder, ese tipo había estado buscando a Eddi Vansi, a mí, coño, y eso da un punto que te cagas.

Seguimos hablando de esto y de aquello sin atender a la Bohemia.

- ¿Y qué querías?

- Te preguntaba si sabías qué puedo hacer para escribir en tu página, porque yo también escribo. Si el número de bitácoras es cedido a partir de algún enchufe, de tus propios méritos, o de haberse ganado una vida respetable y envidiada digna de contarse...

- No tengo ni puta idea, la verdad. Ni sé siquiera qué coño de ventolera les dio cuando decidieron que yo también podía escribir aquí. No conozco a los responsables del Bestiario. No es mi página. Ni mando, ni pinto nada. Poco puedo ayudarte, chico.

- Lo supuse... –me dijo- No te preocupes, Eddi Vansi. No es poco que me hayas atendido. Era demasiado bonito que además tú me abrieras la puerta del Bestiario...

- Inténtalo con otro, amigo. Supongo que yo estoy ahí porque tiene que haber de todo.

- Igual te mando algún texto mío...

- Estupendo.

- ¿Qué se debe?

- Nada, majo. Qué menos que invitarte, joder...

Sentí pena cuando le vi salir por la puerta. Bueno, no exactamente pena. Sentí, más bien, desánimo. Sentí de nuevo lo difícil que le resulta a un escritor abrirse paso en esta puta jungla de autores consagrados. Las innumerables puertas a las que uno tiene que llamar, y los innumerables portazos que te llevas. Y el regresar a casa con todos tus textos debajo del brazo maldiciendo.

Que a mí me pasó lo mismo, y que me seguirá pasando; pero que uno nunca debe rendirse si cree en sí mismo.

- Joder, Eddi Vansi –dijo la Bohemia, sacándome de mis casillas y mis pensamientos-, ¿vas a ponerme el orujo de una puta vez, o tengo que joderte con un chantaje del tipo: “pienso decirle a todo el mundo dónde está tu bar”?

- Ni se le ocurra, Susana....

- Imagina si, de pronto, todo el mundo supiera el lugar en el que Eddi Vansi ve pasar sus horas...

- Y una mierda.

- Entonces este orujo, como poco, va de gratis, ¿no?...

Y es que la fama tiene estas esclavitudes.

Publicado el lunes, 26 de junio de 2006, a las 23 horas y 37 minutos

SÓLO HAY ALGO QUE TENGO CLARO. Estoy convencido de que Marta se ha enamorado. No de mí, claro; de mí hace años que se desencantó por completo y sólo le queda el cariño de la convivencia.

De otro hombre. Se ha enamorado de otro hombre, la cabrona. A estas alturas.

Lo sé porque, coño, vivo con ella, y esas cosas se notan. Porque anda por casa como ensimismada, casi levitando de la energía que tiene. Porque se pasa todo el día acicalándose, arreglándose durante horas, sacando del espejo lo mejor de sí misma, que es mucho, además, en estos últimos tiempos. Se nota porque me mira de otra forma o ni me mira, y porque siempre tiene prisa y me rehuye.

Yo la miro desde el sofá, recostado, intentando aparentar que no me interesan su idas y vueltas del baño al dormitorio, del dormitorio al salón, del salón al baño y del baño al espejo del vestíbulo donde se pinta los labios y ensaya gestos para otro hombre. La miro con más curiosidad que otra cosa porque, por primera vez desde hace años, la encuentro extrañamente atractiva, apetecible, jodidamente bella.

Apago la música. Me pongo de pie y salgo al pasillo, a su encuentro.

-¿Hoy también vas a salir, Marta?

-Sí, cariño –me contesta - Voy a una cena.

-Ah, bien.

Y de vuelta al dormitorio me dedica una sonrisa cómplice que automáticamente le devuelvo.

¿Cómplice de qué?, me pregunto. Porque yo ya no pinto nada: porque me dice que se va de cena lo mismo que me podría haber dicho que iba a cazar moscas. Porque Marta se está follando a otro hombre al que ama más que a mí, de eso no cabe duda, y ya ni siquiera necesita disfrazar su engaño.

Y me jode. Sí, coño, me jode. Me jode que yo ya esté de vuelta de todo, que la pareja se haya ido al garete y que Marta ame a otro hombre.

Me vuelvo al sofá con mi ginebra y mis cigarrillos. Pongo música.

Espero un desenlace de nuestra relación que vaya más allá de lo que ya es cotidiano. Pero no llega.

Me propongo un ejercicio para olvidarme de Marta, de su amante y de nuestra vida de pareja. Doy un trago, cierro los ojos, y recuerdo a todas mis putas.

Lo que he gozado con ellas. Lo feliz que me han hecho. Sus bocas. Alguno de sus nombres.

La erección es inevitable.

Al fondo aparece también Cleo en mi memoria, su cuerpo como la última jugada de una partida de póker que crees perdida desde el comienzo, pero que sigues jugando porque, joder, en cualquier momento, la suerte puede ponerse de tu parte.

Recuerdo también a aquellas mujeres que eran las mujeres de otros cuando fueron mías. Recuerdo cómo me follaban a escondidas de sus maridos, y cómo nos reíamos de lo idiotas que eran.

Marta es ahora una de esas mujeres que ya es de otro. Y yo soy, necesariamente, el tercero dentro de un triángulo particular y consentido, es decir, el idiota.

Un pellizco ulceroso que retuerce mi estómago manda el ejercicio a hacer puñetas. Abro los ojos. Me incorporo con una angustia con sabor a bilis que amenaza con llegar a la boca.

Vale que no me merezco ningún miramiento por su parte, que he sido con ella un hijo de puta con pintas en el lomo, que me he pasado mucho, que no le he hecho ni caso, sí, lo sé.

Pero tampoco ella es la Madre Teresa de Calcuta, hostia. Que conste. Que a Marta también hay que vivirla: con su dulzura, su cara de ángel, sus manos artistas… Y su pereza, y su apatía, y sus “aquí me las den todas”, y su conformismo, y sus rutinas, y sus “no, que me duele la cabeza” y sus intentonas golpistas de arruinarme la vida con un hijo…

Eso también es Marta, y no sólo la mujer paciente que aguanta a Eddi Vansi y va a Tai Chi y etcétera.

Lo intento de todas formas porque, a mi manera vulgar y canalla, la he amado, coño. Y la amo. Y más ahora que la estoy perdiendo, o precisamente por eso.

-Estás muy guapa, Marta.

Primer asalto en nuestra cama de pareja deshecha.

Dulce, como sólo Marta sabe serlo, me aparta con una caricia en la cara.

-Gracias, Eddi. Y no me mires así, que llego tarde…

-Pero yo te necesito ahora, Marta.

-No seas pesado, moscón… Te he dicho que no.

Entreveo sus piernas desnudas bajo una falda imposible y se me pone más dura.

Segundo asalto. La rodeo por la cintura y beso su ombligo.

-Venga Marta, no seas así, coño. Sabes que yo te amo.

-Sí, claro que lo sé. Anda, suelta…

Y me deja sentado al borde de la cama con mi sexo a punto de hacer saltar todo por lo aires, con mis complicaciones amatorias, con su perfume infantil y con su figura alejándose por el pasillo…

-Llegaré tarde, cielo!; la cena está en el frigo…

Tercer asalto. Rendición. No me queda otra.

-Oído cocina, socia…

Y oigo la puerta cerrarse. Y me quedo solo.

Una ducha. Una ducha es lo suyo tras esta derrota y el calentón que tengo. La señora Tanqueray viene conmigo: ella sabe cómo hacerme feliz en estos casos. Me relajo mientras dejo correr el agua sobre mi cabeza, sentado en la bañera como un viejo emperador en decadencia.

Salgo de la ducha. Me seco. Me voy al salón a buscar un cigarro.

La casa sigue igual de sola, y desnudo da más miedo.

Marta se ha ido, pero, bueno, ¿y qué? ¿Ahora vas a llorar por haberte convertido en el idiota que siempre fuiste, Eddi Vansi?

Si has perdido a Marta ha sido por tu culpa, no me jodas. Y si quieres recuperarla tendrás que dejarte los cojones.

Así son las cosas.

Sólo hay algo que tengo claro.

Me visto.

Con la petaca recargada en el bolso, salgo a la calle.

Camino.

En el sitio adecuado, una mulata joven me sonríe, se insinúa.

Me acerco, le doy un beso largo y profundo. Me empalmo. Qué coño, su cuerpo promete una sesión continua interesante.

El polvo me sale caro, en fin, jodidamente caro; pero siempre es mejor un viaje al Caribe que acabar en casa sólo, borracho y con dolor de úlcera.

Publicado el martes, 20 de junio de 2006, a las 17 horas y 32 minutos

THANKS. Marta lleva meses diciéndome que debería contestar a los comentarios de este blog. Que diga algo. Que casi todos los del Bestiario lo hacen. Que una bitácora consiste precisamente en eso, en una suerte de conversación a mil bandas. Que los lectores van a pensar que soy un puto depresivo inaguantable y antipático, un huraño, un maleducado que se cree el Marlon Brando de las letras en su jodida torre de marfil…

- No es eso, Marta –le digo a veces, cuando no me queda otra que hacerle caso-. Lo que ocurre es que no tengo tiempo. Que ya las paso putas para subir siquiera mis posts, como para además contestar a quienes me leen y me escriben.

- No me cuentes tu vida, Eddi Vansi –suele responderme-, que ya me la conozco... Lo de que no tienes tiempo puedes decírselo a otras, pero yo que te vivo, yo que te veo pasar las horas muertas tirado en el sofá del salón bebiendo y escuchando música como si dispusieras de toda la eternidad, sé que lo que me estás diciendo es una excusa barata, un déjame en paz, Marta, que bastante tienes con lo tuyo.

Y sí que me vive, sí. Y me conoce con más detalle que yo mismo. Y me soporta. Y tiene más razón que un santo, en el caso de que los santos existan y razonen. Lo de que no tengo tiempo es una jodida excusa, sí.

- No tengo ganas, entonces –le dije.

- Eso es más cierto, Eddi. No tienes ganas. No te gusta. Te revienta bajar a la realidad y dar siquiera las gracias a quienes se molestan en leerte, como si al hacerlo perdieras… No sé, ese halo que te gusta ponerte de maldito, de gruñón, de invisible.

- ¿Las gracias? No me jodas, Marta. ¿Qué jodido escritor me ha dado a mí las gracias por leerle? ¿Fante? ¿Miller? ¿Quién?

- No es lo mismo, no confundas y no seas grosero, coño. Esa gente no escribía blogs ni sus lectores tenían la posibilidad de escribirles comentarios a sus textos.

- Estoy seguro de que cualquiera de esos autores se limpiarían el culo con mis comentarios, Marta. Un escritor no puede entrar en los dimes y diretes, como si su obra fuera un puro cotilleo. Un escritor bastante tiene con lo suyo, con sacar de sus jodidas tripas algo inteligible. A ver si te crees que escribir es fácil...

- Lo que es fácil es pasar de todo.

- Y echar la bronca.

- Mira, haz lo que te salga de las narices. Yo te digo que toda esa gente que te escribe se merece cuando menos que les des las gracias, pero tú mismo. No pienso volver a meterme en tus asuntos.

- Dios te oiga...

Y, bueno, va, me rindo. Me rindo por no oírte, Marta. Ser agradecido tampoco cuesta nada y además, en esta ocasión, tienes razón.

Gracias.

Gracias a todos los que os tomáis la molestia de leerme y escribirme.

Tal vez algún día esté sobrio y me dé el punto de decir al Puñalón que tenemos que emborracharnos juntos, a Cibeles que agradezco su ironía, a Malditos Tacones que me enseñe Granada con sus ojos, a Jimena que es un placer, al Dr. Strangelove que me pasaré por su consulta para discutir de títulos y de cine, a Patxy, a Ballesta y a Num y a Eloise que me gusta verlas aquí, a David Miles que qué sería sin su música, a Tulipa, a Matías, a Yrasema, al irlandés, a ti mismamente...

Gracias.

Estáis invitados a mi bar, si alguna vez tenéis sed, o ganas de estrechar la mano de este jodido cabrón cascarrabias.

Publicado el jueves, 15 de junio de 2006, a las 23 horas y 22 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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