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DE CANAS Y ESPEJOS. Algunas mañanas, digamos que aproximadamente una vez al mes, y siempre mientras me afeito, me da por filosofar sobre el sentido de la vida, de la mía en particular que es la que me tocó en esta partida de dados de los dioses; sobre el tiempo que me queda que siempre creo menos del que realmente será al final, y en qué cojones malgasté el que ha pasado: todo ese que se fue entre los dedos y que ya no volverá por mucho que me empeñe en reencarnarme un par de veces más. Ese que al final hace que te conviertas en lo que eres y que lleva de manera inequívoca a joderme una vez al mes mientras me afeito, como si pensar sobre todo esto solucionase algo, moviese alguna pieza de mi tablero o me llevase a algún sitio.

Pienso en vasos medio llenos que seguramente están medio vacíos: Nada es verdad ni es mentira. No hay axiomas, nada se puede afirmar de manera certera ni apostar que tienes la mejor mano. En definitiva, me digo para autoconvencerme, que toda esta mierda que suele acompañarme en días como estos son los efectos secundarios de las primeras canas mentales. Esas que si fuera lo suficientemente cabrón, luciría para las putas con la mejor de mi sonrisas en vez de mirarme al espejo como un idiota.

Podría ser peor y decidir no afeitarme, y así no tener que dedicar un día al mes a hacer balance de todavía no sé qué exactamente. Mi vida tiene pocos caminos que recorrer ya y en casi todos ando de vuelta.

Pero cuando pasa, ando todo ese día absorto en mis cavilaciones, y a veces se diluyen tras tres o cuatro tragos, como una flema insistente. Las más, para qué negarlo, acabo necesitando esas copas para poner todo en su sitio y cerciorarme que no existe estado mental más óptimo que el que me otorga la ginebra.

Últimamente parece como si se hubiera encendido el piloto de la extrema miseria, y siento la necesidad de dar un giro al timón, aunque sea por unos instantes.

Entrar a una iglesia a escuchar el silencio, robar “Qué bello es vivir” en unos grandes almacenes y quemarla tras haberla visto, beberme un vaso de leche para mantener a raya mi úlcera o cualquiera de esas gilipolleces que se supone que hace la gente más pura, menos corrompida que yo, que debe ser mayoría, o minoría, pero lo disimulan cojonudamente.

Y solo cuando termino ese afeitado y me pongo el After Shave que aún huele a Marta y a la rutina y a la vida que dejé antes de volver a ser el mismo calavera, me doy cuenta de que no hay más que lo que tengo delante, por más que cavile, y piense y me afeite y me ponga el puto After Shave. Y que mis pasos no me conducen a otro sitio diferente del bar, de Susana, de esa gente de mal vivir que me acompaña siempre y que me hacen sentir menos cabrón y más persona.

Entonces… Solo entonces, pienso en Cleo y en iniciar el camino de regreso.

Publicado el lunes, 8 de octubre de 2012, a las 13 horas y 00 minutos

ANOTACIONES EN SERVILLETAS. Pasan los años sobre mí a modo de apisonadora. Con toda su fuerza, con un rugir ensordecedor que determina seco el paso del tiempo. Y pasan sin saludarme, en una mezcla de rutina y devenir. Porque así debe de estar escrito en esa barra de hielo en que consiste esto de estar vivo.

Deshago mis pasos. Vuelvo sobre ellos para encontrar el momento en que me perdí de vista, en que dejé de reconocerme en el espejo; en que ese extraño que digo ser yo ya es alguien que apenas conozco. Pero no llego a ese punto en el que ya no hay vuelta atrás, ni punto de partida ni hostias que lo entienda.

Sigo abriendo mi bar a diario. Desistí de hacerlo renacer como un Gran Café de esos que tiene olor a fresa de lata para dejarlo como está, con su fragancia a fracaso y a humanidad en vías de extinción.

Me aqueja una pena profunda amago de infarto el subir la persiana. Supone para mí un esfuerzo sobrehumano, requiriendo para ello más dosis de ánimo que de testosterona. Pero no queda otra, esta era la suerte de los pobres, la mía en definitiva, y por más que imploro un cambio de vida, éste no aparece por ningún lado.

Lo que circunda mi vida, lo que la rodea, todas las personas que conforman esta realidad que a veces no sé siquiera si es mía, siguen aquí. Tal vez para confirmarme que no soy un espectro, que soy real, y que si me pinchan me duele joder, incluso sé llorar si la situación lo requiere. Y reírme, pero las menos veces y casi siempre de mí. Y no sé si esta es la vida que pensé mía, si la he ido eligiendo conscientemente o es la partida de dados de un ser superior que se descojona a mi costa, así que, me conformo con pensar que estar vivo era esto.
Sin otro adorno, sin más. Así, a quemarropa.

Por tanto, no está de más que sepan que no deben esperar de mí gran cosa porque yo tampoco lo suelo hacer de mí mismo.

No volví con Marta. Lo intentamos. De veras que fue así y que puse todas mis intenciones en que funcionase, pero los perdedores tenemos nuestra condición marcada a fuego y uno puede escapar de todo menos de lo que es. Me instalé de nuevo en la casa que había sido mi casa y que ahora era de ella, en mi sillón y en la nevera cargada de alimentos macrobióticos con la esperanza de que todo fuese como empezar de cero, sin pasado, con presente y una mínima esperanza de futuro: pero nunca se puede cambiar la mano que te ha tocado en mitad de la partida de póker. Así que, ahora nos llevamos bien, y quedamos, y follamos. También vamos al cine, y comemos palomitas y compartimos todas esas cosas triviales que nos hacen tan necesarios el uno para el otro. Lo que no puede ser, no puede ser, por más empeño que uno le ponga.

María, esa María que devolvió a mis noches el sexo salvaje, volvió a su vida. Y yo a la mía, por ende, no quedaba otra. Ya no tengo edad para invertir demasiado tiempo en causas perdidas. Demasiado joven para soportarme y demasiado guapa para ser eternamente mía. Era tan previsible para ambos que lo nuestro no iba a ningún sitio, que lo que nos sorprendió es que no sucediera tras nuestro primer polvo y eso que puedo jurar que fue glorioso.

Susana la Bohemia está cansada y vieja. Más cansada y más vieja que de costumbre. Es como si de golpe le hubiera caído el peso de su vida y de la vida de toda la humanidad sobre la espalda y que ya no fuera capaz de soportarlo. Ahora anda enrolada con los “indignados” porque, como ella dice, “una se indigna cuando le da la gana y con la edad que le sale de su mismísimo,” (que para eso es suyo y esas cosas). A Susana le parece que no encontrará mejor ocasión para cambiar el mundo y proclamar la Tercera República que éste. Cómo me sorprende su capacidad de ver el mundo como si lo descubriera por primera vez, de una manera tan ingenua, tan naïf, como si lo que se nos viene encima tuviese arreglo y ella pudiera participar de él. Así que allá van Susana y sus ideales haciéndome un poco más rico trayéndome al bar a sus camaradas (que bien podrían ser sus bisnietos) indignados y haciendo de mi antro un lugar un poco más habitable. Al final, voy a acabar por tomarle cariño a esta mujer.

Segis sigue con la prensa. Afirma tajantemente que no entenderá nunca a Hegel y que no existe un pensador más lúcido en la actualidad que Woody Allen. Y casi todas sus teorías las formula sin despeinarse apenas, meneando su café sin azúcar lentamente y esperando a que mi contestación surja como un Demiurgo de entre los platos del lavavajillas.

Mi colega Ismael sigue siendo el testigo de todas mis vidas, de una detrás de otra. Salidas de la nada y silenciadas en miles de noches de borrachera. Es una suerte de resurrección encontrarme con él.

Y Cleo... Cleo… Cleo… Cleo siempre merece una mención de honor en la categoría de “Imposibles”. Por eso me sigue pareciendo tan fascinante como la primera vez que la conocí. Sobre ella tengo mucho que decir, pero no ahora, todo tiene su momento. Pilar ausente en mi vida.

Yo. Eddi Vansi. Afincado en Madrid por obra y gracia de Marta. Con más años de los que pensé que llegaría a vivir cuando me parieron, otra cosa es las condiciones que me ofertaron en aquel momento y que nunca leí del todo ni llegué a firmar muy convencido. Con más vidas que los gatos, aunque ya me he comido una de una manera no muy consciente. Triste noctámbulo de las tretas de otros. Camarero a jornada completa con el corazón triste. Contador de historias varias. Escritor fracasado. Follador excelente, porque uno sabe para lo que sirve, y mira, tal vez mi destino ande por otro derrotero. Eddi Vansi. Que abre la persiana del bar para que mis clientes se vayan acomodando. Haciéndose hueco en este vacío inmenso que acaba siendo estar vivo. Con menos pelo que canas. Fumando mucho más que hace treinta años ahora que parece un sacrilegio hacerlo. Lector en sus horas libres… Inconstante firme. No he cambiado mucho desde la última vez, más pálido, más enjuto y con más mala hostia pero mucho más socializada. Supongo que esto debe ser hacerse viejo: aprender a que lo que te duele te duela menos y a infringir un dolor tan placentero que el dañado vuelva a por más porque le quedó algún atisbo de duda.

Por ahora me basta con levantarme a diario y tocarme la polla, que es lo más real entre todo lo que me queda, o lo más mío. Y entender que si aún está ahí, entre mis piernas, es que esto no ha cambiado tanto.

Publicado el miércoles, 2 de noviembre de 2011, a las 13 horas y 33 minutos

EFECTOS COLATERALES DE LA CRISIS. Uno tiene sus manías: por más que se empeñe en no hacerlas suyas, en disimularlas o en esconderlas detrás de virtudes; A fin de cuentas, uno es quién es y de eso no puede despojarse, por más que las manías sean la parte de uno mismo que uno más odie.

Y ya saben ustedes de mis manías y de mis vicios. De que unas y otros a veces se dan la mano y se unen en mis perversiones (de las que ya no hablo apenas, aunque sé que no me costaría si quisiera. Pero ya me conocen…)

El caso es que soy así.

-¿Así cómo?- me pregunta Susana sacándome de mis pensamientos y haciéndome dudar en qué momento los he verbalizado- ¿un fracasado ensimismado en sus pensamientos o un camarero en crisis existencial?

-Así, coño, con sus cosas, sus vidas, sus historias- le digo mientras intento poner orden en el cajón de los cubiertos- Así con todos sus peros… Así, joder, Susana.

-Ya, ya… Así como eres tú, más o menos.

Y da por terminada la conversación entendiendo que mi “así” es el así que ella ya suponía.

-Hola Eddi

La voz de Marta poniendo sobre la barra su bolso (ese que le regalé justo al volver del viaje de casados) me devuelve de mi soliloquio sobre “ser o no ser así”.

-Marta, buenos días… ¿Todo bien?
-Todo lo bien que se puede estar en el puto paro, Eddi Vansi…

Y no me jodas Marta, que estás en el paro, que no tienes para llegar a fin de mes, que te sientes sola, que si ya no tienes pareja, que si follamos juntos y eso…

-Joder Marta lo siento… No sabía nada… Pero, ¿cómo ha sido?
-Un puñetero ERE
-Jodidos ERES…
-No, si jodidos Somos, Eddi Vansi…

Y la veo perder esa sonrisa que siempre delata su buen ánimo.

-En fin, que sólo era eso, que ya se lo había contado a todo el mundo, que no sé cómo hacerlo ahora, que qué cuesta arriba…

Pero yo no puedo ayudarla si no con mi deseo y volviendo a descubrir sus ojos; no puedo no porque no quiera, más bien porque ando como ella: en una especie de paroxismo visceral, de status quo justo en el centro de la nada, en una cuerda floja que me lleva por mi bar como un fonambulista.
Porque soy un puto pobre que no lleva más que lo que lleva y no aspira más que a que lo dejen en paz.

Por eso, sólo puedo ofrecerle mis brazos, mi catre y mi sexo, que sé que no es mucho, pero que ya es algo más de lo que tiene ahora.

-Lo siento Marta, de veras… Si en algo puedo ayudarte...- y traspaso la barra con mi mano agarrándola por el hombro como para darle veracidad a la frase…
-Lo sé Eddi… Lo sé… Aunque no acabásemos del todo bien sé que eres un amigo…

Y me pongo un tanqueray a palo seco que Marta observa con indeferencia monótona…

-¿Sabes Eddi Vansi? A veces me planteo volver contigo

El tanqueray se me atasca justo en el centro del gaznate: me quema con ímpetu toda la traquea y cae en mi estómago como un yunque.
Marta, venga, no me jodas… Pienso para mis adentros… Una cosa es la puta crisis y otra que me vengas con estas milongas sentimentales… Que hace ya mucho tiempo, que esto es agua pasada, que cómo vamos a volver… Y que ojala, que total, volver a tus brazos sería como un bálsamo a tanta dejadez y tristeza, que qué punto serían incluso nuestras broncas, tu pilates y mis putas de nuevo…

Porque yo a Marta la quiero a mi manera; Más bien y para no ser demasiado deshonesto conmigo, la olvidé para volver a quererla. Y ahora ella es otra mujer a la que no veo como “mi exmujer”, es una mujer desquebrajada, sin un rumbo fijo, sin su rimel y sus tacones ni su paso firme de sargento en pie de guerra… Es la Marta que me llevó al atar en un momento de enajenación mental, de tanqueray en exceso y de belleza… Porque la Marta que toma el café en la barra es el mismo pájaro bello sin maquillar que me engatusó con veinte años… Y es raro joder, pero es lo que hay, y nadie está libre de sentir lo que le salga de los mismísimos cojones en cada momento.

Y me digo para mis adentros que Marta es ahora una mujer que tiene que estar muy desesperada para buscar consuelo en alguien como yo, que le he fallado tanto que debería estar en el libro guiness de los records, que la he hecho sufrir por pura pereza, sin intencionalidad siquiera, porque ella sabía que Eddi Vansi era así antes de que Madrid nos invadiera con su hastío y que los fracasados llevamos este puto sello de hacer infelices al resto marcado a fuego.

-Yo también he pensado a veces, las menos, en volver contigo…

Y trago saliva despacio… Y me muerdo el labio inferior mentalmente castigándome por poner mis piezas sobre el tablero…

-Ya, supongo que es algo inevitable en quienes se han querido- me contesta ella entornando sus ojazos y rozando la taza con su dedo de excasada…- Pero en fin… Aquí estamos…

Y podríamos estar mejor si tu estuvieras encima y yo debajo, pero esa idea prefiero no exponérsela: y es que aún está buenísima la cabrona, y tiene ese porte regio que la hace tan vulnerable, y me siguen poniendo esos ojos que me desmontaron en mis noches tristes, y porque ella ya no es ella…

-Sí, aquí estamos…

Y de fondo, en TV, nos refrescan unas cifras del paro que no tiene nada que ver con lo que nos pasa a Marta y a mí y que, sin embargo, no nos pasan desapercibidas…

Y con el ruido de fondo de las noticias, nos sentimos parte de ese todo de fracasados que, a fin de cuentas, no les van quedando más lujos que desahogar sus penas en la cama.

Publicado el viernes, 7 de enero de 2011, a las 23 horas y 30 minutos

TIEMPOS MODERNOS. Por la tarde, a las cinco y pico, hace unos días. Llega con su prisa de siempre, sin avisar, sin ganas, de paso hacia mejores horizontes. Yo ando ordenando una colada de tazas y platos y cubiertos, aburrido de escucharme, con el local vacío, como de costumbre a esas horas. Porque el bar, como puede observar cualquiera que entre aquí, y ojala que entre alguien, no está lo que se dice a la altura de los tiempos, ni boyante, ni debe dar un puto duro a este señor de traje hortera que tengo frente a mí, con sus números rojos y su cargo de conciencia en los bolsillos, y que, para su desgracia, supongo, es mi jefe.

Se sienta y me pide un café, y me va hablando despacio, mirando a la barra y haciendo con los dedos circulitos sobre ella. Me dice que está pensando en reformar el bar, pillar una franquicia de esas de “Cafés del Mundo” o algo así, y pegarle un empujón a esto, que la cosa está muy parada, que hay que modernizarse y no sé qué monsergas más. Que así, al menos, te niquelan el local como si fuera un puto macdonalds, y te apañan un negocio que promete y que, si después de todo no va bien, comparado con lo que tenemos tampoco puede ir a peor.

-Y no es tu culpa, no creas, Eddi Vansi –sigue diciéndome, todo cauto, como el padre que le está diciendo al hijo que se está acabando el tiempo de jugar- Sé que este bar sin ti aún sería peor.

Y qué consuelo, hostia.

-No te apures –le contesto - Por más que conmigo parezcas una ONG, esto es un negocio, el tuyo, y tienes derecho a hacer lo que te dé la gana.

Aunque no es eso, joder, bien que sea suyo, pero yo llevo aquí media vida, que no es poco, y si ha sobrevivido todos estos años sin convertirse en un gran café de esos de mierda, será porque no necesitamos ponerle lacitos al local, ni su clientela escasa precisa de barmans pedantes y serviciales como jodidos porteros de fincas.

- ¿Y qué coño dices que quieres montar exactamente? –le pregunto, porque no me quedo con los nombres.

- Un “Cafés del Mundo”. ¿No te suena?

- Si no sirven alcohol no creo que me suene.

- Son una plaga: están por todos sitios. Seguro que los has visto, Eddi. Así como verdes y marrones…

- Ni puta idea, jefe. Ya sabes que yo no alterno mucho de día.

Más bien, suelo emborracharme a quemarropa en el primer sitio que caigo, y cuando salgo de allí suele importarme bien poco si veo o no un Café del Mundo de los cojones.

- De todos modos –le sigo diciendo haciendo honor a mi verdad- aunque sirvieran alcohol, no entraría en un sitio de esos ni sobrio, tú lo sabes.

- Pues sólo tienes que mirarlos desde lejos para ver que están llenos de gente, Eddi Vansi.

- Pero, ¿de qué gente? Ésa es otra de las razones por las que no voy.

- Bueno –me dice impaciente- no vamos a enredarnos ahora con tus rarezas.

Un ruido como de pasos y de puerta abriéndose y cerrándose nos interrumpe lo suficiente como para caer en la cuenta de que estamos en un bar, yo soy el camarero, y la persona que acaba de entrar es un cliente. Al fin un jodido cliente en el bar, pienso; para que mi jefe se entere de que la cosa no va tan mal y esto funciona, y más vale el café del barrio que un puto Café del Mundo, o como se llame.

- ¿Qué va a ser? -le digo, más amable que en toda mi puta vida.

- Verá… Hace un par de días que no como, ¿sabe?…

- ¿Cómo dice? – le pregunto, mientras maldigo mi suerte.

- Si me pudiera dar algo de comer...

Joder, un mendigo, hostias.

Lo que faltaba. Lo que me faltaba a mí, coño.

Mi jefe, que ha visto mi cara de imbécil y se está descojonando, me hace un gesto como diciéndome que haga lo que quiera.

- ¿Qué quieres?

El hombre me mira incrédulo. ¿Cuántos noes llevará encima? En verdad no va andrajoso, y parece uno de esos pobres que se hacen pobres de la noche a la mañana, un pobre de sopetón, el resultado de un buen revés de la vida. Un pobre de solemnidad y digno.

- Lo que pueda darme, señor… Cualquier cosa…

Y cualquier cosa es un bocadillo de boquerones en vinagre, y un tercio, y un platito de aceitunas, y otro de patatas fritas, y un vaso de agua con hielo.

- ¿Qué piensas? –me pregunta mi jefe.

- ¿De qué?

Porque si me pregunta por lo que pienso de la mendicidad tenemos para rato.

- De lo de la franquicia, coño.

Y otro tercio, porque aquel hombre tenía más sed que hambre.

- Ah… No sé, jefe…

- Tú serías el encargado.

- Ya… Sí… -le digo sin entusiasmo, porque tampoco espero menos, joder…

- Sí…, pero que no te gusta la idea, ¿no?

- Bueno, es que yo tampoco pinto demasiado en tu decisión.

-Si quieres se lo comento a este señor, Eddi –me dice con cansancio, mirando al mendigo que, por su parte, deposita el tercio vacío dando un golpe en la barra, como para que yo me dé cuenta.

Le pongo otro tercio.

Le pongo un pincho de tortilla.

Me sonríe como si le acabaran de conmutar la pena de muerte.

Mi jefe está perdiendo el tiempo y la paciencia.

- Yo no me veo trabajando en un sitio de esos, ya lo sabes –le digo, a ver si acabamos de una vez-. Si quieres que sea sincero, me parecen una puta mierda.

- ¿Y a ti qué más te da, si es lo mismo? Sólo que servirías cafés, en lugar de montados de lomo…

- ¿Y el mandil?

- ¿Qué coño pasa con el mandil?

- Me sabe mal tener otro uniforme.

- ¿Ése es el problema?

- No hay ningún problema, jefe; al menos por mi parte.

Y casi que doy por zanjada la cuestión. Porque sí, coño, porque mi mandil es mi puto mandil, y basta. Y Porque es que, a día de hoy, me da igual ocho que ochenta y justo por eso, digo lo que me sale de los cojones.

- Bueno, Eddi Vansi, pues ya te contaré –me dice despidiéndose-. Tengo que irme…

- Como quieras…

Se va, y me quedo solo con el mendigo.

- ¿Un cigarro? –le pregunto, aprovechando que deja de beber y masticar por unas décimas de segundo.

- Muy agradecido, señor… Personas como usted ya no quedan…

- Afortunadamente…

- No diga usted eso –me dice, mirándome indignado y fumándose el cigarro con deleite- ¿Sabe? La vida a veces es como si te encerraran en una jaula llena de fieras… Y sin látigo ni hostias…

- Puede ser… -porque puede ser.

Después nos quedamos callados, supongo que él pensando en las fieras y en los látigos y yo, por mi parte, pensando a quién donaría mi mandilón una vez muerto.

Entra un señor con gafas que pide un café con leche corto de café.

Entra Ségis, a decirme sólo hasta mañana, Eddi.

Hasta mañana, Ségis.

Me pongo un vaso de ginebra con dos hielos.

Le pongo una copa de anís a mi improvisado amigo de la barra.

Me pregunta que dónde está el lavabo.

Entran dos chinos que suelen venir de cuando en cuando a emborracharse en su idioma.

Vuelve del lavabo, se acerca a la barra, me sonríe, me da las gracias sinceramente, nos damos un apretón de manos, y ya despidiéndose, me dice, como en una confidencia:

- Aunque muchas de las fieras sólo lo parecen, no se crea... Ése es el truco…

Ése es el truco, sí. Ser un bar de mierda y vestirse de café del mundo, por ejemplo.

¿Y qué va a decir Susana la Bohemia, me digo, verdadera dueña de este bar, cuando le cuente toda esta basura que me ha contado mi jefe? Porque supongo que le gustará tanto como a mí. Nada. Y me temo que al final acabaremos compartiendo barra en otro antro parecido a éste, mientras la franquicia va de puta madre y hace millonario a mi jefe.

Unos diez minutos después se marcha el hombre de las gafas.

Los dos chinos me piden más bebida, y más bebida, y juro que no entra nadie más en toda la jodida tarde.

A las ocho me canso de hacer el panoli, me pongo borde, y echo con cajas destempladas a los dos borrachos chinos, que por entonces parecen cosacos.

Bajo el cierre, cierro la puerta, vuelvo a la barra.

Me pongo una copa, y voy recogiendo el bar despacito, sin ganas de irme.

Unos porrazos en la puerta metálica me rescatan del silencio. ¿Quién coño será?

Es Susana la Bohemia, joder, quién va a ser si no…; que parece que me escucha, que me huele, y que tiene un sexto sentido para encontrar malas noticias.

- ¿Qué hace aquí a estas horas, Susana?

- Eddi, anda, sírveme algo, que hace un frío del carajo ahí fuera.

- ¿Un Colacao?

- Vete a la mierda, coño…

Le pongo su orujo de rigor, me pongo mis hielos, mi tanqueray, cojo el vaso, doy un trago, y me acodo en la barra enfrente de Susana.

- ¿Mejor? –le pregunto, una vez se ha bebido el orujo.

- Mejor, Eddi Vansi. Gracias.

- Me ha pillado aquí de milagro…

- Vi luz…

- Ya…

Vio luz… Maldita la gracia que me hace, aguarle el orujo a Susana con lo que me ha dicho mi jefe, que ha venido a echar un rato conmigo porque a ninguno de los dos nos espera nadie en casa, porque este bar es su casa, qué coño, y yo su inquilino, y ya se lo diré otro día, porque no me apetece joderle la tarde.

- Vengo del médico…

- No es poco, Susana. Lo malo es no volver…

Nos miramos, nos reímos, joder…, porque tiene gracia. Porque qué menos que el sarcasmo para salir de ésta, que nos pasan los años como jodidos bólidos de carreras.

- ¿Y qué le ha dicho el médico? –le pregunto, con verdadero interés-. ¿Es lo de la cadera?

- Lo de la cadera… –me contesta resignada-, lo de la sangre, el resfriado, y la madre que parió a Franco, Eddi Vansi…

- No empiece…

- No termino, hijo…; no termino.

- ¿Quiere otro orujo?

- Me voy a casa, que me voy a perder Escenas de Matrimonio...

- Venga, no me joda, Susana...

Volvemos a reír...

Y le pongo el último orujo, y hablamos de cualquier cosa, y mientras la miro me parece más bella que nunca, y su aparición una especie de mensaje para decirme que el bar que regento tiene sentido, que la labor social de guarecer a Susana la Bohemia, y la ganancia intangible de mantenerme ocupado y al margen de las calles de Madrid, son razón suficiente para tener abierto este antro y renegar de los beneficios de la jodida franquicia.

Que follen a mi jefe, coño.

Cuando se termina el orujo, Susana se despide de mí, se marcha.

Vuelvo a bajar el cierre y sigo recogiendo.

Termino.

Me pongo la penúltima copa.

Apago las luces.

Bajo al almacén, adonde hace unos meses, por si las moscas, llevé una mesa, una silla cómoda, un lámpara de pie, un pc antiguo que me vale para escribir y escuchar música, y un catre hinchable donde me tumbo cuando me da la gana.

Y me pongo a recapitular, a pasar lista, a poner orden en este cajón desastre que es mi cabeza; y hostia si cuesta sentarse a solas con uno mismo cuando eres ya más viejo de lo que creías y estás más solo, y las verdades son más verdad que nunca y tú está ahí, en medio de todo, saliendo como puedes.

Y me planteo, ahora que la soledad me agarra del pescuezo, qué coño hago con mi vida si a mi jefe le da por vestirme con un uniforme del Corte Inglés, quitarme mi mandil negro, hacerme afeitar a diario y ser cortés con las señoras gordas y sus abrigos de pieles, y los señores con sus bigotes estúpidos, y las pandillas de adolescentes tocando los cojones….

Y me digo que qué coño voy a hacer yo sin poder echar un buen polvo en el baño de mi bar con una mujer de puta madre. O con alguna de las putas a las que pago encantado, y a las que me gusta joderme allí de cuando en cuando, porque uno tiene sus costumbres.

Y creo que lo mejor es llamar a Clara y guarecerme en su cama, sí; y olvidar de alguna manera esta tarde. Porque estar allí no es mejor que estar solo, pero, hostia, cómo folla esa chica.

Cuando salgo a la calle, Madrid se convierte en un terrible gigante, y a mí qué coño me importa.

Publicado el martes, 3 de marzo de 2009, a las 21 horas y 15 minutos

CLARA. Apunta con sus ojos desde el otro extremo de la barra como si tuviera un par de jodidos revólveres cargados y a punto de disparar. Mira y remira el bar, escudriñando sus detalles en una especie de tentativa de iniciar el atraco perfecto.

Bang, tocado.

Se ordena el cabello. Se ríe. Se enciende un cigarrillo.

Me sigue mirando.

Me acerco.

-¿Le falta algo? –le pregunto, aunque es a mí a quien le empieza a faltar saliva.

-No, no… Está todo bien, gracias.

Entonces, me digo: ¿por qué me mira de ese modo?

¿Y por qué me azoro, joder, con la edad que tengo? ¿Por qué unos ojos tan jodidamente bellos me trastornan tanto? ¿Por qué me cuesta tanto huir de ellos? ¿Es que no he caído aún en suficientes trampas?

Intento concentrarme en algo más allá de sus ojos y sus curvas, así que seco compulsivamente los vasos que acabo de secar mientras un escalofrío me obliga a sacar pecho como anticipando mi ataque. De tal guisa, debo parecer un ridículo gallo de pelea pelado y sin cresta; pero es lo que hay.

Ella, ajena a lo que me ocurre, remueve su taza como si tal cosa a la par que su trasero sobre la banqueta. Repasa la suela de su zapato torciendo el cuello, que aparece de pronto descubierto para que lo goce este gallito de detrás de la barra.

Paso entonces a colocar los cubiertos, que salen ardiendo del lavavajillas industrial y me queman los dedos, joder, aunque me importa una mierda; porque, por un día, mientras esta mujer me siga mirando, soy inmune a lo mundano. Porque el planeta puede dejar de girar si le da la gana y estrellarse en un agujero negro, que hoy es el día de Eddi Vansi. Y al resto, le pueden ir dando.

Hoy, que amaneció tan gris, ella ha venido como un cordero redentor para poner luz en este bar, que es ahora más antro que nunca, con sus escasos clientes habituales, su Susana la Bohemia al fondo de la barra, su taza para el bote de los cojones, y su San Pancracio con el perejil encima de la TV que compré de saldo.

Esa morena espectacular de ojos bellos, que mueve lentamente su taza y acomoda su culo, y se aparta el cabello, y repasa la suela de sus zapatos, y me mira buscando pelea, esa mujer está llamada a hacerme gozar de sexo sin contemplaciones, sin condiciones, como se debe de hacer el sexo, sin menos y sin más.

Vale, coño.

Es el gran momento de secarme las manos en el mandilón negro y acercarme a esa mujer. Porque lo debo de intentar, al menos. Porque uno ya es viejo para darle demasiadas vueltas a nada y pensar que esos ojos buscan otra cosa distinta en los míos, o que esa boca que sorbe el café de la taza no esté destinada, hoy en particular, a dar y recibir gusto.

-¿Necesita algo más?- le digo cortésmente, mostrando la mejor de mis caras, que no es otra que la que tengo.

-Sí, por favor…

Que diga que me necesita a mí. Que lo diga, porque mi sexo amenaza con causar una hecatombe en el resto de mis sentidos.

-Necesitaría, Eddi Vansi, que escribiera más a menudo. Que no gastara tan mala hostia como gasta, y que agradeciera el trabajo que me ha costado llegar hasta usted.

Entonces, es entonces, cuando el bar se cae justo encima de mí dejando ilesos al resto. Cuando el puto planeta se pone gracioso y le da por dejar de girar. Es entonces cuando todas las canas me salen de golpe y me hago viejo. Cuando se oye de fondo la sonora carcajada de Susana la Bohemia; cuando el San Pancracio se descojona señalándome con el dedo; cuando mi sexo alcanza la mínima expresión.

-¿Cómo dice? –le pregunto, porque esto no me lo esperaba.

Y ella responde textualmente lo que había dicho, y se encarama a la barra enseñándome, para colmo, el principio de unos pechos estupendos; y me agarra por el mandil y me suelta un beso con lengua que me asfixia pero que me sabe a gloria.

Y se vuelve a sentar en la banqueta; y me pide otro café, así, sin anestesia ni nada.

-Le escribí un correo –me dice, como justificando su beso- hace mucho; aunque seguro que ni lo leyó.

-Seguro. Lo siento.

-No importa.

Y me sonríe.

Yo le sonrío, y me doy la vuelta para prepararle un café de puta madre que no me sale nunca.

Cuando vuelvo y se lo sirvo, le pregunto que cómo se llama, y le explico que casi nunca miro el correo, que soy así de perro y de estúpido y que cuando aquello se salió de madre y no daba abasto, le di puerta.

-No importa, de veras-me repite Clara.

Y sí importa, joder. Claro que importa.

-Lo daba por hecho Eddi Vansi. Por eso me he preocupado yo de dar contigo antes que el resto de mujeres.

Y esa mentira me hace gracia, joder, y me excita; y miro hacia abajo, y creo que el mundo es un lugar un poco más agradable.

Y de pronto, allí dentro de mi jodida cabeza, como para complicarlo todo, se entorna la silueta fantasmagórica de una Cleo que echo en falta, de la que no sé desde hace demasiado tiempo, y a quien debería follarme de nuevo para que se me quitaran tonterías, y máscaras, y dudas.

Susana la Bohemia, que en los últimos tiempos anda taciturna y más mayor, allá en su esquina, fiel a su costumbre, interrumpe mi ensueño, y me pide la cuenta, coño, como si me pagara alguna vez.

-Lo de siempre, Susana… –le digo.

- Gracias Eddi. Y tú, ¿quién eres? – le pregunta a Clara

-Clara, soy Clara- le contesta, como si la conociera de toda la vida.

Coño, es que la conoce como de toda la vida.

Susana la mira como si fuera mi madre. O la suya.

- Pues ten cuidado con éste, Clarita –le espeta Susana, que no sé si es que tiene celos, o me tiene manía.

-Descuide.

-Que descanse, reina de la noche –le digo, porque ya está cerca de la puerta.

-Que triunfes, Eddi Vansi, que ya va siendo hora.

Y quién sabe.

Publicado el jueves, 12 de febrero de 2009, a las 3 horas y 15 minutos

SEIS. Escribo (cuando escribo…) como hablo, por eso mis párrafos, como mis conversaciones, están llenos de palabras malsonantes, frases hechas, lugares comunes o recónditos que tal vez afean mis discursos, pero que de seguro me retratan de manera fiel.

Porque si yo hablara en otro lenguaje que en el que escribo, o si escribiera de la forma en que no pienso, ni uso, ni frecuento, tal vez los lectores caerían rendidos a mis pies y las mujeres entre mis piernas, pero de todas todas no sería yo, y hace ya mucho que me di cuenta de que era una jodida estupidez ser quien no eres, y mucho menos, intentarlo por escrito.

Y soy así de burro, de estúpido o de necio.

Podría tirarme el rollo con eso de que es mi jodido estilo, qué pasa; o mortificarme con que no hago sino imitar con el culo a Henry Miller; pero lo cierto es que escribo así porque me sale, porque es como hablo y como me hablan, porque el que vive en la calle vive en la puta calle, y ése es el idioma.

Susana la Bohemia no es Lázaro Carreter redivivo, precisamente.

Los borrachos no prestan demasiada atención a su sintaxis.

Las barras de los bares se llevan mal con los correctores de estilo.

Entiendo que pueda no gustar o no sentar bien cómo escribo, pero me importa una mierda. Siempre queda la opción de no leerme.

Punto y seguido.

Publicado el miércoles, 21 de enero de 2009, a las 14 horas y 27 minutos

ROTOS Y DESCOSIDOS. Me pregunto en qué casos soy imprescindible, si es que lo soy en alguno para alguien. Cuánta falta hago en la vida de otros. Si realmente soy importante para los que quiero y creo que me quieren, si todo seguiría igual si un día me evaporase, si dijese que hasta aquí hemos llegado o si la dama de la guadaña decidiera que ya es mi jodida hora.

Si me echarían de menos y cuánto tardarían en rehacer sus vidas. Si sólo sería un recuerdo que formara parte del imaginario colectivo de sus mentes. Si acaso fui importante para alguien en algún momento.

Alguien, alguna vez, me dijo que todos somos prescindibles, y llevaba razón. Demasiada razón en su afirmación tajante. Unos más que otros, eso sí, porque no vale lo mismo Miles Davis que yo, aunque, desde mi egoísmo, bien le pueden dar por culo a Miles Davis. Pero en mayor o en menor medida, aquí para los demás sobramos todos mientras no nos hagan falta, porque de todo se sale menos de no poder contarlo.

El caso es que, ahora que ya no estoy con Marta, me cuesta afianzarme, y resulta que no soy capaz de dibujar mi vida sin ella a mi lado, siquiera sólo para poder odiarla.

Y aunque la odio, no la odio, por más que esto no haya quien lo entienda. Lo que me jode es haberla querido de una manera en desuso, me jode porque no la dije que me traía al fresco con cuantos tíos se acostara, o si tenía un amante fijo que le puso un piso en el centro. No fui capaz de decirle que me gustaba estar con ella en casa. Que con eso me bastaba. Oírla con sus diminutos zapatos traquetear por el pasillo. Verla dormir, tan callada y discreta como si fuera la esposa perfecta.

Tal vez la vida pasó tan directa sobre nosotros que sólo nos quedó esa rutina acordada del paso de los años, sin reproches, sin necesidad de replantearnos cómo podría cambiar nuestra relación de pareja.

Por eso pasó lo que pasó, y por eso no la culpo ni me culpo. Ninguno de los dos se dio cuenta de que habíamos cruzado el umbral de irnos al carajo, cuando ya volver es imposible.

Meses después, a veces, cuando la soledad se me echa encima por sorpresa, y ya puedo beber y beber que no hay tu tía, la echo tanto de menos que no me importaría morirme, no sin antes joder al hijo de puta que vive con ella.

O algo.

Pero luego se me pasa.

Publicado el miércoles, 1 de octubre de 2008, a las 22 horas y 46 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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