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LA MALA REPUTACIÓN. No sé si he descrito alguna vez mi bar.
Si no lo he hecho, ha sido más por ahorrarme una descripción insulsa que por otra cosa, porque es un bar normal y corriente, tirando a pequeño, con su barra cromada, sus vitrinas, sus banquetas negras, sus estantes con botellas, su plancha, su espejo, unas pocas mesas y sillas, y un camarero con mandil detrás de la barra, con cara de pocos amigos según la hora y el momento.
Por las mañanas, aunque tampoco abro muy pronto, es cuando tengo más gente, por los desayunos y tal; pero luego, ya por la tarde, en mi bar se está tranquilo, sin agobios, y te puedes tomar un algo y ver pasar el tiempo despacito en el jodido reloj.
Entre semana, suelo cerrar cerca de la media noche, aunque casi siempre lo tengo crudo, y me cuesta repatriar a sus hogares a los cuatro jubilados de turno que creen que mi garito es su pensión completa.
Hace un par de noches, sin embargo, el bar se quedó vacío a eso de las once. No tenía ganas de seguir trabajando, pero tampoco de irme a casa ni a ninguna otra parte. Conecté un disco de Baker que tengo para estos casos en los que me apetece que todo sea pausado y dedicar un tiempo a pensar mientras recojo.
Bajé a la mitad la persiana como señal inequívoca de que allí no se servían más cafés ni coñács hasta el día siguiente.
Me encendí un pitillo, me puse un lingotazo y de nuevo la tarea de subir las sillas, limpiar la barra…
-Eddi… Buenas noches... ¿Puedo entrar?
María se asomaba por la puerta contorsionando su cuerpo.
-María… ¡¿Qué horas son estas?! –le pregunté, casi frotándome los ojos- ¡Pues claro que puedes entrar, niña...!
Abrí la persiana… Entró, la volví a entornar…
-¿Qué tal?
-Lo de siempre- dijo, soltando sus apuntes sobre la barra- Eddi, ponme una caña… Joder, estoy cansada hasta decir basta…
-¿Quieres comer algo?
-No, no tengo ganas… ¿Qué hacías?
Y se quitó la chaqueta dejándome ver un jersey negro entallado y unos vaqueros que le hacían una figura de vértigo.
- Ya me ves... Medio cerrando...
-Siéntate conmigo, coño, que no muerdo- me espetó de frente, acercándose peligrosamente como una gata encelada.
-Ya, joder…
Nos servimos unas cañas. Me contó entre sorbos y sonrisas cómplices historias de la facultad, de sus compañeras, de sus compañeros, de sus profesores, de la fotocopiadora, de la cafetería. Yo hacía como que la escuchaba interesado, asentía, carcajeaba, parecía estar al tanto de toda su narración, pero no. Definitivamente no. Mi cabeza estaba entre sus piernas. Lamiéndola despacio. Apartando su melena, surcando su espalda, besando sus tobillos.
-Eddi, ¿me estás escuchando? Estás como ido.
-Es que estás muy buena María, y yo no soy de piedra, joder.
Nos reímos.
Me besó.
Así, sin más; como si lo hubiera hecho siempre.
Me pasó su lengua puntiaguda por los labios y la metió dentro de mi boca.
Yo me hice el fuerte el primer instante, y el segundo me derretí, a qué negarlo.
Zas... Como un zarpazo de un destino lascivo hecho solo para nosotros, tenía a María entre mis piernas, de pie. Sentado yo en la banqueta asiendo su cintura. Besándola. Tocando sus pechos que se me antojaban lo más excitante que había magreado hacía tiempo, y sobando un culo que podría llevarme al jodido cielo.
-Disculpa un segundo, María…
La ocasión requería la persiana cerrada por completo, y que no viniera un gilipollas a joder la noche.
Me esperó de pie, al lado de la banqueta, fumando un cigarrillo con tanta ansia que daba miedo pensar cómo succionaría mi sexo.
Me acerqué decidido a ella. La estreché con tanta fuerza que sentí un quejido… ¿Para qué esperar? Literalmente arranqué el jersey de su cuerpo. Comencé a desabrocharle el pantalón a la par que hacía lo mismo con el mío…
Dejé mi sexo al descubierto y comencé a lamer unos senos que asomaban hinchados por el sujetador…
-Eddi… Eddi…
-Dime María…
-Es que…
-Dime, niña…
Es que era virgen. Me paró suave en mi quehacer para mirarme a los ojos con sus ojos grandes y decírmelo con una voz entre tímida y asustada.
Yo, que he ido tanto de putas que me siento una más entre ellas.
Yo, que he recorrido tantas camas durante estos años que hasta he añorado la mía, que me siento todo lo cabrón que soy, sin más mentiras en el espejo que las que no le cuento ya ni a Marta, me separé de ella para sentarme en la banqueta con mi miembro erecto y sin saber qué hacer.
-Eddi… Yo quiero, de verdad…
Y yo, joder. ¿Cómo no iba a querer ese jodido cuerpo que se me abría como un puñetero tesoro?
Debo de estar haciéndome viejo, pensé; o a lo peor gilipollas, o al final es cierto que con los años la moralidad emerge como un jodido fantasma de las entrañas del inconsciente y me paraliza, me deja como el perdedor que soy pero al descubierto, con todos mis prejuicios y mis miedos y mi cansancio.
-Eres virgen… ¿virgen del todo?- conseguir decirle, más para reasegurarme que esperando su respuesta.
María asintió tapándose un poco y encendiendo un cigarro.
-Quiero hacerlo contigo, Eddi Vansi… De verdad…
Entendí que tenía miedo. Que estaba acojonada hasta los tuétanos. Que esa puta diosa se había bajado del olimpo al saberse arrinconada en el ring del sexo. Cuando ya no había salida y la persiana estaba bajada y yo me la iba a follar…
De pronto esa era la situación, con María era empezar de cero. Era hacer el amor en vez de sexo. Con todos los matices que esto supone. Con todos sus pros y sus contras. Y yo ya estoy de vuelta, joder, y para mí follar ya es otra cosa. Y digo otra cosa, porque follar es follar, con todas las letras. No es un acto de amor, ni contarse lindezas en la cama, ni profesarse estupideces mientras lubricas a la acompañante. No, joder, que yo ya no estoy para eso.
¿Qué coño hacer entonces? ¿Seguir, pararse, mandarla a casa con dos palmaditas y a la cama, follármela como no me había follado a nadie?
-No tienes que hacer nada que no quieras, María… -le dije, mientras alcanzaba mis pantalones en el suelo.
¿Qué otra cosa podía decirle en ese momento?
Pensé si en su facultad no habría una jodida tuna llena de postadolescentes con ganas de meterla y que me ahorraran el trabajo.
-Yo quiero hacerlo contigo. No te creas que no lo he pensado, Eddi. Quiero follar contigo y que seas tú.
Y sí que me la follé, claro; porque la reputación está por encima de las dudas existenciales.
Me la follé sintiéndome una mezcla entre Humbert y un jodido Bukowski en horas altas. Me la follé con la seguridad que ella necesitaba que tuviese. Sin dilación ni dudas, ni escarceos, ni más miramientos de los necesarios.
Y vaya si me folló. Como si se hubiera dedicado toda la vida a ello. Supliendo con cada gemido cualquier atisbo de incomodidad o dolor. Disfrutando del sexo como una experta, intuyendo cómo, por dónde y hacia dónde.
Mucho menos complicado de lo que había pensado a priori porque no le dimos tiempo al tiempo. Porque ella quería y había venido queriendo.
Porque la persiana estaba a la mitad, y eran las once y porque de fondo sonaba el jodido Chet Baker y a las mujeres no hay un dios que las entienda, joder.
Publicado el lunes, 18 de diciembre de 2006, a las 16 horas y 39 minutos
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¿A QUIÉN LE AMARGA UN DULCE? Estaba preparando un café la otra mañana, a lo mío, bajo ese ruido de frenos de tren que hacen las cafeteras de los bares, cuando oí un “Buenos días” que me sonó diferente, un acento distinto que no encajaba en el de los clientes habituales del bar.
Me di la vuelta y la vi.
Bueno, sólo vi una sonrisa de anuncio y unos ojos que me miraban con tanta picardía que yo tuve que bajar los míos. “Joder, ¿quién coño será esta tía tan echá p´alante?” pensé en los segundos que duró mi azoro.
Luego la miré de nuevo, saqué del bolsillo mi mejor sonrisa, esa que guardo para las conquistas, recorrí su altura, su boca, sus pechos, le devolví el saludo, qué menos, y a continuación ella, con una verborrea increíble, me soltó una parrafada sobre no sé qué putos chicles.
Era como una explosión rubia, la carne y el deseo hecho mujer.
No es que fuera sexy...: Ella era sexo. Todo el sexo. Treinta y tantos años de sexo y una boca que debió dibujar dios en un momento de lujuria. Nada que ver siquiera con María, ni con ninguna top model al uso, distinta a todos los pesados que entran a vender chorradas a mi bar.
-¿Chicles? –le dije.
Pero si aquí no se venden, pero si los regalo, pero si ya tuve, pero si no quiero. Pero que daba igual lo que pusiera como excusa. Ella me las rebatía todas, y me hizo ver con claridad que mi negocio sin sus jodidos chicles no llegaría muy lejos.
Los compré, claro, qué remedio, y si me hubiera vendido una parcela en la luna habría empeñado hasta la camisa.
Me dijo que salía un momento al coche a por un expositor que me iba a quedar de puta madre justo ahí, al lado de la máquina registradora. La cabrona contoneaba su gran culo camino de la puerta sabiendo lo que se hacía, y fue Susana la Bohemia quien leyó mis pensamientos y me dijo:
-Ésa es mucha mujer para ti, Eddi Vansi. Mucha mujer.
- Ya le digo...
-Con ésa no pueden ni dos como tú, te lo digo yo, Eddi Vansi, que he visto de todo en esta vida. Ésa necesita un HOMBRE con mayúsculas.
-Haré lo que pueda, Susana...
La Bohemia hizo un gesto como de resignación, luego otro de incredulidad, apuró su orujo, pidió otro, yo eché hielos en mi copa, y los dos nos quedamos en silencio como tontos esperando a que volviera.
Volvió a los diez minutos, hablando por el móvil, y con un expositor de chicles en la otra mano.
Lo dejó encima de la barra.
Obediente, lo coloqué donde me dijo.
Me sonrió.
Le sonreí.
Me quedé absorto mirando su escote de vértigo, el principio de sus pechos y de la perdición de cualquier hombre.
Terminó de hablar por teléfono y me dijo:
-¿Ves qué bien te quedan con su expositor?
-Desde luego...- afirmé como si realmente mi importara.
-Bueno, pues, ahora, después de todo este rollo, me podías invitar a un café, que con lo duro que has sido conmigo, yo creo que me lo he ganado.
-No sabes tú nada...
Sabía todo. Aquella mujer sabía todo lo que una mujer debe saber para hechizar a un hombre. Tenía que vender chicles a espuertas, la cabrona.
La invité al café; intenté que le quedara con esa espuma que les gusta tanto a las mujeres, pero no lo conseguí. La verdad es que nunca lo consigo, pero esta vez sí que me hubiera gustado sólo por sorprenderla. Ella, de vuelta casi de todo, pareció intuir mi esmero…
-Está riquísimo el café, de veras –me dijo-. Si los haces siempre así, me has ganado para todas las tardes de mi vida...
Joder, qué suerte tengo, me dije. Luego me quejo, pero ya la quisieran para sí muchos ganadores de mierda. Lo peor de todo es que se me quedó una sonrisa idiota digna de un principiante. Y que no sabía qué decirle.
No sé qué cojones me había hecho esta mujer, que aliño me había embrujado, ni por qué perdía el tiempo con un cuarentón en horas bajas. Sólo quería que no se fuera nunca. Nunca.
Entonces le dije, a bote pronto:
-Oye, ¿y qué hace una mujer como tú en un sitio como éste?
Y en el mismo segundo pensé: “Mierda; ¿pero cómo se me ocurre decir una frase tan llena de fracaso?” Pero ella me sorprendió con una carcajada ruidosa que le salió de dentro y que, lejos de hacerme sentir ridículo, me llevó de su boca al puto cielo, como si esa risa fuera sólo para mí y yo el hombre más afortunado del mundo.
Cuando por fin pudo hablar, me dijo, sensual y muy seria:
-Te buscaba a ti, que te pareces al diablo.
-No me jodas.
Yo creo que se me cortó la respiración en ese instante, y que de verdad se paró el mundo, y que sonaron violines en el puto infierno, y que se murieron de envidia los guapos y los malos.
-¿Qué años tienes, niña? –terció la Bohemia, metiéndose donde no le importa como de costumbre.
-Señora, con todos mis respetos... –dijo ella- acabo de encontrar a mi diablo... Permítame que le cuente mis intimidades otro día...
Y siguió diciéndome toda convencida que le parecía un demonio, que sólo me faltaba el tridente, y yo flipaba porque nadie, nunca, me había hablado así, con esa fuerza, con esa boca que no paraba de humedecerse y que me estaba poniendo tan cachondo.
Le pregunté su nombre:
-Yolanda. ¿Y tú?
-Eddi Vansi...
-Vaya nombre más raro, ¿no? –me dijo, poniéndose de pie y estrechándome la mano- pero me gusta, diablo... Me gusta...
-¿Ya te vas?
-Me pasaré en unas semanas, sí, a ver qué tal te ha ido...
-Oye, ¿y si me quedo sin chicles?
-Los compras en el Macro.
-Joder, ¿no tienes una tarjeta?
-Si te doy una tarjeta te vas a volver loco. Déjame a mí, Eddi Vansi... Una tarde de estas igual vengo a tomar un café de esos tan estupendos, ¿vale?
-Como quieras...-dije ya acorralado.
-Hasta otro día, señora –le dijo a La Bohemia- Y perdóneme por lo de antes...
-No hay nada que perdonar, guapa, me caes bien. Y ten piedad de este hombre, que tiene el corazón muy tierno...
Las dos soltaron sendas carcajadas, y entonces yo sí me sentí ridículo, fuera de su contexto de complicidades femeninas. ¿Qué coño se habían creído estas dos mujeres?
-Bueno... Venga... Va...
-No te enfades –y me hizo como un mohín-. Seguro que eres más fuerte que lo que dice esta señora....
Y se fue, hostia; se fue moviendo su culo y su perfume y yo me quedé con tres palmos de narices mirando la puerta vacía.
-Es mucha mujer, de veras, Eddi Vansi... No lo pienses.
-Cállese, joder, Susana…
-Bueno, me callo... Pero ponme un orujo, anda.
Me quedé mirándola todo lo serio que pude.
-Chicles, joder, Susana, qué coño orujo... A partir de ahora en este puto bar sólo se van a consumir chicles.
Y le puse su orujo y nos echamos unas risas, y desde entonces no puedo olvidar a esa mujer, con sus jodidas mayúsculas.
Publicado el domingo, 19 de noviembre de 2006, a las 15 horas y 41 minutos
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DESVELO. - ¿Me quieres aún?
La pregunta sale de la boca de Marta, atraviesa mis oídos y rebota durante unos segundos de una pared a otra de la habitación hasta caer rendida en la almohada. Una vez allí la recojo con pinzas, me medio incorporo en la cama, abro los ojos, miro a Marta…
Preguntas de este tipo y a estas horas pueden hundir a un hombre en la miseria, así que prefiero no dudarlo, y que lo peor pase primero.
-Sí.
-¿Cómo el primer día que me conociste?
Estamos buenos, joder. ¿A qué viene esto? El primer día que te conocí yo no te amaba, coño. ¿Cómo te lo digo sin que te duela?
-Sí, cariño; como el primer día que te conocí.
Se queda callada contemplando el techo, sopesando mi respuesta o el silencio o vete a saber qué. Parece que al fin hay una tregua, que el interrogatorio ha terminado por esta noche, que vamos a dormirnos, pero no, pasa el tiempo y no escarmiento, y no me convenzo de que siempre hay algo por venir, que Marta no se conforma con un interrogatorio a medias y descarga toda su artillería como una ametralladora…
-¿Te sigo pareciendo atractiva?
Tienes un amante coño, te lo follas prácticamente todos los días de la semana, ¿aún quieres que te reafirme que estás cañón, hijadeputa, si no pasas desapercibida ni para tu santo padre?
-Estás buenísima. Además, no sólo me lo pareces a mí, ¿no?
-Bueno, sí… Eddi…
-Qué quieres Marta…
-¿Crees que somos una pareja que funciona?
-¿Qué?
-Que si aún sigues creyendo en nuestro matrimonio, en nosotros.
Ah, ¿aún hay nosotros? Joder, pero qué sorpresa. Un nosotros con ramificaciones, pero nosotros, claro, sin duda.
Un nosotros que se va de putas y otro que tiene un amante, que se ve por casa y comparte lavavajillas, y una libreta con números rojos. Y una hipoteca que pagar eternamente.
Un nosotros con sus puntos y a parte, y silencios y vino escondido en la cocina y clases de Tai chi para digerir los malos tragos.
-Sí, aún creo en nosotros.
-Vale…
-¿No tienes sueño?
-Es verdad... Es muy tarde...
Me doy media vuelta. De espaldas. Si cuento hasta tres y no habla podré dormir esta noche. Una, dos…
-Nos equivocamos, ¿verdad, Eddi Vansi?
No me jodas, Marta… Mi úlcera y mi mujer nunca se han llevado bien, sabe cómo hacer para que mi estómago se retuerza de mil formas distintas.
-¿Qué quieres decir con “nos equivocamos”?
-Que si estábamos hechos el uno para el otro, que si era nuestro destino casarnos y llegar a viejos juntos…
Joder sí, nos equivocamos. Tú te equivocaste. De cabo a rabo. Te enamoraste de mí, y eso es contraproducente. No estoy hecho para amar a nadie, y eso que con los años te amo, a mí manera, pero joder, te amo. Pero sí nos equivocamos. Yo no debería compartir cama contigo ahora, era a Cleo a quien le correspondería estar aquí. Ni debí seguirte el juego, y la boda, y huir a Madrid contigo en vez de solo, y prometer que compartiríamos dentadura postiza. Pero, ¿qué no consigue una mujer cuando se lo propone?
-No Marta, no fue una equivocación. ¿Crees que sí?
-Creo que sí.
-¿Quieres agua, algo? Me voy a levantar a echarme un cigarrillo...
-Ya he bebido agua… Deberías dejar de fumar.
-Lo pensaré mañana.
Me enciendo un cigarro en el salón, a oscuras, sin pensar en nada, sólo viendo cómo se consume. Espero lo suficiente para que se duerma. Para que me deje en paz de una puta vez y supere su desvelo mientras imagina que se está tirando a su amante o yo qué sé. Para que termine esa pantomima que tiene lugar de vez en cuando en nuestra cama.
La vecina está gritando a su marido, la oigo como si tuviera un amplificador al lado de mi oreja.
Vuelvo a la cama.
-¿Sigues pensando en Cleo?
Sí. Todos los días. Todas las horas desde que terminó aquella noche, aunque ya no esté más que como una sombra en mi vida, un lastre, un volver recurrente a un pasado que ya no tiene cabida ni futuro.
-A veces.
-¿La quieres?
La quiero como el primer día que olí su perfume de lilas. Como no he querido a nadie. Ni siquiera a ti, Marta, joder, pero eso ya lo sabes, no me hagas que te lo vuelva a decir. Me duele más a mí que a ti, y lo sé, y lo sabes, masoquista del sentimiento.
-Marta, yo qué sé… Ha pasado mucho tiempo mujer…
-¿Me dejarías por ella?
Y tú por tu amante si estuviéramos ya en la cuerda floja, en mitad de un puente que se cae y no hubiera marcha atrás. Pero qué más da ahora, si tu amante seguro que está casado y es un feliz padre de familia y Cleo no está, y si está, es para joderme la vida. Además, ¿para qué quiero un divorcio a estas alturas?
-No, no te dejaría por ella Marta.
-¿Con cuántas putas te has acostado últimamente?
Joder, esto es un tercer grado en toda regla… Maldito desvelo.
Las veces que me he ido de putas estas semanas equivalen a los polvos que has pegado tú con tu estúpido amante. Sólo que yo no sirvo para soportar a una mujer en casa y otra fuera: diversifico mis riesgos, y mis amores, y mi sexo. Es lo mismo, sólo que a mí me sale un poco más caro, mi querida Marta.
-Con ninguna…
-Eddi Vansi…
-Tú sabes cómo soy, joder, y sabes mis razones. ¿Para qué me preguntas si sabes la respuesta? Hay veces en las que no te entiendo Marta, coño… Me conoces mejor que mi sombra. ¿Por qué insistes?
-Es que no puedo con ello. No puedo.
-No tiene nada que ver contigo. Lo hemos hablado millones de veces…
-Yo te quiero Eddi Vansi.
-Yo también a ti, Marta.
Porque ya no me complico la vida. Porque quiero dormirme. Y porque es verdad, joder, que la quiero. Que ya no sabría vivir sin ella, sin sus manías ni sus formas. Aprendería, pero sería otra vuelta a empezar, y no tengo ganas.
-¿Dónde dejé el Orfidal?
-Ni puta idea, cariño.
Se levanta como un espectro delgado. Vuelve dopada. Maldiciendo su desvelo y lo poco que falta para que amanezca.
Se mete en la cama.
Me doy la vuelta y le pregunto si quiere que hagamos el amor.
Siempre hace falta hacer el amor después de estas conversaciones, cuando el amor se ha hecho añicos y anda por los suelos y tenemos que recogerlo, o por lo menos, hacer el intento.
Y me dice que no, que está cansada. Que prefiere dormir.
Mejor, tampoco a mí me apetece.
Y doy gracias por el silencio de la noche, porque haya terminado su desvelo y todo vuelva a la jodida mediocridad de pareja.
Y, a duras penas, consigo dormirme con la misma extraña sensación de un jodido reo al que acaban de conmutar la pena de muerte.
Publicado el miércoles, 1 de noviembre de 2006, a las 16 horas y 53 minutos
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PRÓXIMA ESTACIÓN LAS MUSAS. No sé si ha sido por las hostias que me dio el subnormal aquel que acosó a María, o por algún golpe en la cabeza que me di de pequeño, o porque el pozo se ha quedado seco, o que realmente no tengo ni he tenido dentro de mi jodida cabeza ni una puta idea que plasmar en un papel, pero la verdad trasvisible, como diría Salinas, es que de un tiempo a esta parte no escribo ni a tiros, coño.
No sé qué pasa, porque lo he intentado de todas las maneras, a todas las jodidas horas, borracho y sobrio, sentado y de pie, en el bar o en mi cuarto, con ganas o sin ellas, y el puto relato redondo que debería escribir, ése que me va a arrancar de cuajo la rutina, no me sale.
La creación tiene estos riesgos, claro, y no tienes más arnés que tu paciencia, ni más red que la de tus lectores.
Escribir no es lo mismo que encofrar o que servir copas, o que cualquier otra profesión digamos más tangible. Uno no tiene la misma seguridad de que va a hacer bien su trabajo, ni siquiera de que lo vaya a hacer.
Uno confía en que será capaz de hacerlo, tiene esa esperanza, pero se mueve a tientas dentro de una niebla, y más si trabajas mil horas de camarero y te pones hasta arriba de ginebra, y tienes la cabeza llena de jodidos pájaros y de Marta y Cleo y María, y cualquier mujer como medida de todas tus cosas.
Ojalá escribir fuera tan fácil como pegarse un buen polvo.
Que a uno le invita Bestiario a escribir un blog como dios manda y dice que sí, que sin ningún problema, como si tuvieras los textos archivados en tu cabeza y fuera tan sencillo como cortar y pegar. Pero luego te pones delante de un papel a sacarlos, casi siempre a deshoras, y a veces es fácil y a veces cuesta y otras veces es imposible sacar nada digno, te pongas como te pongas.
Y da igual lo que hayas escrito antes.
Da igual que seas un autor consagrado o un santo desconocido.
Da igual que te acompañe Miles Davis.
Da igual que te fumes mil cigarros y eches el humo como haría Henry Miller.
No puedes.
Hoy (y ayer, y anteayer, y a lo peor mañana) no puedes.
Y no hay más que rascar.
Así que, más te vale irte de putas que empeñarte en esto, Eddi Vansi, te dices.
Y, vale, eres consciente de que todos los artistas atraviesan épocas de sequía; que de pronto se quedan varados como barcos en desiertos o botellas vacías, y que ya pueden intentarlo, que no hay un puto dios que le saque una palabra al boli. Sabes que le pasó a Cervantes y a Boris Vian, a todos los grandes, y que eso tendría que servirte de consuelo; pero yo soy un puto camarero, joder, no me dedico a esto, y a mí no me consuela nada ni nadie en estos días que llevo intentando manchar una cuartilla siquiera con dos párrafos, y no puedo quitarme de encima la jodida sensación de que, en mi caso, no hay más cera que la que arde, y que el último texto que escribí va a ser definitivamente el último texto que escriba Eddi Vansi.
Eso pienso, joder, en estos días: que soy un jodido perdedor a tiempo completo.
Nadie lo nota, ni siquiera yo cuando me afeito; pero con esos pensamientos vivo y me levanto y voy y vengo y entro y salgo y soy.
Y me voy de putas o de copas a vivir lo que no escribo con el deseo inconsciente de que pase el tiempo, qué remedio, y que aparezca la musa y no vuelva a jugar al escondite conmigo. O que se materialice en una ramera pelirroja de ojos profundos, cojones, y por lo menos me haga feliz en una cama de pago.
Y sé que vuelve. Sé que al final la inspiración vuelve, qué coño, como siempre; y que me pillará trabajando. No como querría Picasso, claro, sino detrás de una jodida barra de bar, como suele ser costumbre.
Pero sigo entrenándome.
Y sé que después en mi casa pondré jazz, me sentaré donde siempre, cruzaré las piernas como las suelen cruzar los escritores, abriré una botella de vino bien fría, brindaré por ti y por todos los ausentes, daré un trago, me encenderé un cigarro, y con todo el regusto de ese fracaso donde vivo, escribiré un texto de putísima madre.
Pero no me acostumbro, joder.
Publicado el sábado, 28 de octubre de 2006, a las 0 horas y 02 minutos
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EL OSO Y EDDI VANSI. De Madrid siempre quieres irte, siempre te estás yendo, siempre.
Y no te vas nunca.
Y no se va nadie.
Y viene más gente.
Y más gente.
No existe ciudad en este puto mundo tan desabrida y a la vez tan amable. No sé qué coño tiene que atrae con la misma intensidad que repele, y que te deja flotando en ese limbo.
No sé qué tienen sus bares, su noche boca arriba, su trajín de pasos y de prisas, las sombras de sus calles, ni sé cuál es su jodido perfume, pero es como una mujer a la que amas y odias y nunca terminas de follarte.
De Madrid siempre te estás quejando, como si fuera costumbre, sobre todo cuando termina septiembre, cuando octubre no da tregua y comienza la lluvia y el frío y ves que te cae el año como una losa.
A todos: los clientes, los taxistas, los quiosqueros, las putas, los jodidos transeúntes, sólo les oyes decir que es una mierda así de grande, un agobio, un crisol de atascos y humos y obras. Ésa es la jodida cantinela de todo madrileño que se precie, por más que lleve en la ciudad cuatro días y haya nacido en Alicante, qué más da, joder, de dónde vienes, si das con tus huesos en Madrid.
Sin ir más lejos, yo que no soy de aquí pateo estas calles como si fueran el portal de mi casa, y despotrico contra Madrid como si fuera descendiente directo del oso o del madroño, y no hago sino sacar defectos a esta ciudad sin la que no podría vivir, y que es lo más parecido que conozco a la tierra de nadie.
Vienes de cualquier sitio a Madrid y el madrileño casi te da el pésame, y pierde el culo por decirte que qué suerte haber nacido en otra parte, que yo una vez estuve en tu pueblo y quise quedarme allí a vivir. Y, si tiene mar, entonces ya es el delirio. La leche. No sé qué coño pasa, pero después de pronunciar esta palabra, el madrileño, comúnmente, se queda como traspuesto, hipnotizado. Maaaaar.
No conozco otra ciudad tan de secano con esa ansia, con ese sueño, con esa rémora, como si en otra vida hubiera sido puerto de mar o isla pirata.
Los madrileños, contra toda lógica, de su ciudad señalan primero sus defectos, y añoran el mar y toda esa mierda de una vida tranquila en una playa desierta en invierno.
Y ni de coña.
A Susana la Bohemia, por ejemplo, que tanto despotrica, la quería yo ver en un pueblo perdido de Cabo de Gata, muerta de asco en la terraza de un chiringuito, en un paisaje de puta madre, eso sí, pero sola como la una sin su bar, sin su multitud alrededor contra la que indignarse, su Gallardón y su Esperanza Aguirre como destinatarios de sus mejores insultos y sus peores deseos.
Venga, coño...
Y una mierda.
Vale que yo también me muero de asco a veces, y que no hago otra cosa más que seguir la única corriente que esta ciudad permite: la de coches y el trasiego hasta llegar a mi barra. Pero me importa un carajo que esta ciudad tenga o no puerto marítimo, porque es el sitio donde vivo y me emborracho, y no hay más tu tía.
¿Por qué coño voy a querer irme de aquí, si apenas acabo de llegar? Si Madrid es música de cañerías; el jodido apeadero en el que cada día se bajan millones de personas, con la esperanza o la desesperanza de coger un tren que les lleve a sus sueños en lugar de al trabajo de siempre.
¿Alguien entiende esta psicosis colectiva? Tal vez es otra forma de hacer turismo, o de hacer patria, o tal vez es la única manera de evitar que en el paraíso entre más gente.
Pero parece que no, que Madrid pone de mala hostia, y que, para sentirte madrileño, te tienes que impregnar de esa sinrazón de poner a parir el sitio donde vives.
Hasta a María, en fin, a la que nunca termino de follarme, y que no lleva aquí ni tres días, ya da miedo oírla cagarse en todo.
-Me gusta cuando te cabreas, María –le dije la otra tarde, que vino al bar hecha una furia.
-Porque estoy como ausente, ¿no? –me respondió, dejando el bolso encima de la barra, con ese gesto característico de las diosas.
-No, niña. Porque estás muy guapa con el ceño fruncido.
-Vete a la mierda, Eddi Vansi. Y ponme un café con leche, por favor.
-¿Qué te pasa?
Se sentó en la banqueta, cruzó sus interminables piernas, se acodó en la barra y dio un suspiro.
-Me pasa que estoy harta de Madrid, joder.
-¿Y qué te ha hecho?
-Ponerme de los nervios.
Le serví y yo me puse un lingotazo hard.
-Es cosa de acostumbrarse, María.
-Es imposible acostumbrarse a llegar tarde a todos sitios, Eddi Vansi. Imposible.
-Ya... Pero fíjate que –le dije en plan paternal, como para que entendiera el asunto-, como todo el mundo llega tarde, al final todos somos puntuales...
-Anda, no me líes –me dijo con una sonrisa.
Y su boca se me antojó el mejor refugio del mundo, suficiente para mandar a tomar por culo al planeta entero, incluso Madrid, si hiciese falta.
Publicado el domingo, 22 de octubre de 2006, a las 23 horas y 33 minutos
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NOCHES DE FARRA. Bajé a Granada. O subí, nunca se sabe.
Se me acabó la baja a mediados de Agosto y me cogí el resto del mes de vacaciones, aprovechando que en Madrid no quedaban ni los gatos, que Marta se iba a refugiar con una amiga –esto es, su amante- en una costa dorada, y que nadie me iba a echar de menos en ningún sitio.
Decidí entonces que era el momento de regresar a mi casa, sin prisas ni planes, sólo por el hecho de ver a algún colega y oler esas lilas que desprende una Cleo que creí desaparecida.
Volver a Granada es siempre una inyección de vida. Cualquiera en su sano juicio debería visitar esta ciudad, siquiera para no volverse loco. Y es que allí los días tienen más horas, los sentidos más trabajo, y la gente otra vida, una especie de cara de asombro continua y eso, imprime carácter.
Al llegar: subir hasta la casa de mi hermano en un rincón del Albaycín.
Nunca he escrito de mi hermano, quizá porque apenas hablo con él, y porque mi familia nunca ha despertado en mí más que ganas de ser huérfano. Se llama Pablo. Sí, me instalé en casa de Pablo, de mi hermano mayor. Un tipo majo, si yo no fuera tan huraño ni él tan poco amigo de mi modo de vida.
Un abrazo sincero, un somero repaso a nuestras vicisitudes, y un “joder, estás en las últimas” de mi cuñada, siempre tan amable. Una sobrina de escándalo, que me saca una cabeza, y que lo primero que me dijo, mientras deshacía la maleta, fue: “Tío, anda, dame un pitillo y nos lo fumamos a medias en la terraza”… Yo, que pensé que no crecería nunca, se lo di. Yo, que creí que sería una princesa hecha a la medida de su propio cuento de hadas. Yo, que me encontré con una mujer hecha y derecha, con unos pechos que no le cabían en el escote, una réplica casi exacta de la María que había dejado en Madrid a punto de comenzar la universidad.
Que estúpidamente viejo me vi de pronto.
Una vez instalado, tras los botellines de rigor charlando sobre por qué no había venido Marta, que si es que ya nos habíamos separado, que qué coño nos pasaba y por qué seguía en ese asqueroso bar, descolgué el teléfono:
-¿Sí?
-Ismael, ¿tú crees que podrías beberte un litro, sin respirar, en la Plaza de los Lobos y seguir en pié? ¿O sigues siendo esa maricona que se emborracha sólo con leer “Bodega”?
-¡¡Jodido Eddi Vansi!! Pensé que te habías muerto, cabrón.
-No hago otra cosa que morirme y resucitar, Ismael...
-¿Estás en Granada?
-En casa de Pablo...
-Joder, qué de puta madre, Eddi... Qué sorpresa... Dame unos minutos y nos vemos y me cuentas.
-Hecho.
Al poco sonó el telefonillo. Subió a casa. Nos vimos. Nos dimos un abrazo hondo. Dos besos en la cara, como nos los hemos dado siempre. Los saludos a la familia y echarle el piropo de rigor a Estrella, la hija de mi hermano, por si cuela, y si se la lleva al catre, mejor que mejor.
-Anda, no te pases, Ismael –le dijo mi cuñada.
-Si soy inofensivo...
-Sí –dije- inofensivo como una caja de bombas, no te jode...
-De todos modos –añadió Pablo-, Estrella ya es lo suficientemente mayor como para mantenerse alejada de este calavera. ¿Verdad, niña?
Y la niña ya estaba en su habitación poniendo a todo volumen a “Haze”.
-En fin, familia... Lo secuestro, que le tengo que poner al día de cómo se vive en el sur, que a estos del centro se les olvida al momento lo que es bueno.
Ismael no había perdido su tono humorístico, aquel que volvía locas a las niñas y que tantas veces me ayudó a ligar.
-¿Dónde vamos, Eddi Vansi?- me dijo, echándome el brazo por el hombro y apretando mi huesudo cuerpo.
-Joder Ismael, ni idea; se supone que tú eres el que vive aquí.
-¡Tienes ya el acento Madrileño cogido, hermano! –exclamó riéndose-. No me lo creo, de la capitá. Anda vamos al 22, allí siempre se está a gusto.
Zigzagueando las calles llegamos a la esquina del 22. Hubo suerte: una mesa al lado de la de unas niñas que enseñaban sus tangas debajo de unos vestidos vaporosos.
-¿Cómo te trata la vida, Eddi Vansi?
-De momento de usted, pero ya nos vamos tuteando. Ya sabes...
-¿Te han dado una buena paliza, eh?
Aún tenía en mi careto el resultado de mi combate en el bar.
-¡Bah!, no ha sido para tanto.
-¿Por gilipollas?
-Por eso mismo.
-No cambies, Eddi. Pero apúntate a un gimnasio, cabrón.
Reímos mientras la camarera nos tomaba nota. Dos tubos bien fresquitos y una tapa que la hiciera famosa.
-¿Qué tal está Amparo?
Amparo es la mujer de Ismael. Del mismo modo que yo perdía media vida con Marta, Ismael hacía otro tanto con Amparo, sólo que, para más inri, ni siquiera querían divorciarse.
-Amparo está bien, todo lo bien que se puede estar cuando uno está como una puta cabra. Pero bien, como siempre, ¿qué te voy a contar? Amargándome la vida con que nunca le di hijos, y que está vieja y gorda y fea. Y sí, está fea y gorda y vieja, porque quiere serlo, y porque es feliz siendo todo eso. A mí ya me da igual.
-A ti todo te da igual.
-Y tú, ¿qué tal está Marta?
Pedimos otros dos tubos. Las niñas de los tangas me estaban poniendo cachondísimo.
-Está buenísima, como siempre. Al parecer, tiene un amante. Ella pierde el culo con él, creo que van muy en serio. No me extrañaría que cualquier día de estos acabásemos cada uno por su lado… Total.
-Es que no es fácil…
-No, no lo es…
Se hizo un silencio entre los dos. Me terminé el tubo. Pedí otro.
Miré el culo de las niñas, que me ponía a cien en medio de todo ese calor que da las cuatro de la tarde en Granada… La cerveza se calentaba antes de que pudiéramos tomarla… Los cigarrillos ardían y la conversación, tarde o temprano, tenía que terminar del mismo modo.
-¿Sigues con ella?- le pregunté a Ismael sin mirarle a los ojos.
Entre todas las cosas que un hombre nunca olvida, está que su mejor amigo se acueste con tu amor. Aunque tu amor pase de ti completamente, esté casada o sea una tortuga: un colega nunca debe enamorarse de la mujer incorrecta, es decir, de la tuya. Eso es sagrado. Y yo no le perdoné. No perdoné que entre Cleo y yo se metiera Ismael sin ni siquiera pedirme permiso. Uno de los motivos de mi huída a Madrid fue mi monumental cabreo con Ismael, y mi marcha, una especie de castigo divino sobre él.
-No.
-Vaya...
No hubo alivio tampoco con esa respuesta. Ni con otra cerveza. Ni con que una de las niñas se levantara al lavabo y contoneara su culo como lo haría el puto diablo.
-Me enteré de que te llevó a una de sus fiestas con snobs- dijo con una risilla maliciosa en los labios.
-Buff, no me hables, ni siquiera sé cómo acabó todo aquello…
Reí, joder, tenía que hacerlo; el recuerdo de aquella noche no merecía otra cosa más que una buena carcajada.
Se relajó el ambiente…
-¿Qué es de ella Ismael?
-Sigue trabajando, con su vida, con su piso y sus hombres, y sus amantes.
-Ya sé que me meto donde no me llaman, pero, ¿la dejaste, o te dejó?
-Nadie deja a Cleo así como así, Eddi; tú lo sabes. Ningún hombre puede desengancharse de esa mujer sin que le cueste millones de horas de terapia. Cleo es un jodida droga dura.
-Te dejó.
-Me dejó por nostalgia y por respeto.
-Esa sí que es buena -añadí, encendiendo otro pitillo-nostalgia y respeto, toma ya. ¿A qué se secta se ha apuntado ahora nuestra amiga?
-¡Qué cabrón! -Ismael chocó su vaso con el mío-. Jodido Eddi Vansi, me dejó por ti. Porque un día, de buenas a primeras, se dio cuenta de que todos los polvos que echaba conmigo le sabían a su querido Eddi Vansi… Y yo a ti no me parezco en nada, ¿verdad?
Nos reímos a la fuerza, porque no quedaba otra opción. Él, por no llorar; y yo porque no me quedaban ya penas.
Por nostalgia y por respeto, no te jode. Por recuerdo a aquellas noches de farra, por respeto al hombre al que ama… Por cojones, porque se le había puesto ahora en la cabeza, porque con Cleo, todo es imprevisible, hasta la certeza de saber que existes.
-¿La echas de menos?- pregunté a mi amigo todo lo sinceramente que pude.
-En la cama, mucho, muchísimo. Fuera de ella también, eso es lo que peor llevo. Pero es tu partida, Eddi Vansi. Os adoráis coño, sois el uno para el otro, estáis hechos a medida… ¿Por qué no os dais…?
Otra ronda. Nos dimos otra ronda porque no tenía ganas de darle otra oportunidad al destino. Porque estaba hasta los cojones de que mi vida se compusiera de “si hubiera sido de esta o aquella manera”, porque ya no sabía vivir sin mi jodida rutina, a la que odiaba, y porque eran mis vacaciones, joder, y me habían dado una paliza, y estaba a cuatrocientos kilómetros de mi casa.
-Tengo su número de teléfono, Eddi.
Cuantas veces, desde la última vez que nos vimos Cleo y yo, maldije el haberlo desterrado de mi memoria (y también de mi teléfono móvil). Lo apunté en una servilleta. La guardé en un bolsillo. Pedí la cuenta. Apuré el penúltimo tubo.
Los tangas seguían en su sitio e Ismael y yo salimos del 22 como en los viejos tiempos, esto es, con ese silencio que quiere decir tantas palabras.
-Te leo, Eddi. Leo tu blog.
-¡Ah! –exclamé-. ¡Eres tú!
Y riéndonos, deambulamos por las callejuelas que hacen de Granada el perfecto laberinto donde uno puede perderse sin temor.
Publicado el miércoles, 27 de septiembre de 2006, a las 0 horas y 17 minutos
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VINO PELEÓN. La gente suele tener en casa una botella de vino para las visitas, para las cenas íntimas o para las buenas ocasiones. Yo siempre tengo una en algún sitio para mí sólo, para los malos tragos, para cuando me están cayendo chuzos de punta y no tengo paraguas y me estoy calando hasta los huesos.
Mi botella la tengo para que me acompañe cuando estoy más solo que la una, para que me escuche cuando no tengo a nadie que me oiga, para verla cómo se vacía despacio y yo me voy llenando, para, en fin, que me alegre o me entristezca mis putas penas, y me haga olvidar por unas horas que estoy jodido, muy jodido, por más que María sea un sueño húmedo o mis pajas me salgan tan bien últimamente.
No es que la botella de vino, en sí, solucione nada, pero es un paréntesis. Un punto y seguido de puta madre entre que crees que te mueres y te dejas de morir. Porque cuando bebes con empeño una niebla lo amortigua todo y el resto deja de importarte.
Como hoy. Que es un día de esos en que ves como, tras tantos años de vida, no has llegado a ningún sitio que merezca la pena, y que en el sitio donde has llegado no te espera nadie.
Que tienes cuarenta y pico años y tu mujer te engaña y tus amantes te ignoran y tu trabajo es una mierda así de grande a la que no haces más que echar horas, y de pronto te paras y te dices: “Joder, ¿qué coño estoy haciendo con mi vida?”
Y abres la botella y te echas un vaso de seis o siete sorbos y te sigues preguntando si no es hora ya de mandar todo a tomar por saco, dejar a la mujer y a las amantes y a la casa y al trabajo, y largarse de una puta vez a otra ciudad con otros bares, otras calles y otras caras, donde no te conozca nadie y tú mismo te puedas decir que has vuelto a nacer y está todo por escribir.
Y te echas el segundo vaso.
Otro sorbo.
Es una Vega Cristina de mierda, cosecha del dos mil cinco, sin más solera que mes y pico en un rincón oculto de mi cocina, y es que el vino en días como estos tiene que saber mal por cojones; en caso contrario no serviría para estos menesteres, ni estaría escondido adrede, ni beberías solo como un alcohólico profesional.
Otro vaso.
Sorbo a sorbo va sabiendo bien, menos mal, porque lo peor cada vez te queda más lejos y tú comienzas a ver con menos claridad tu jodienda.
El cuarto vaso es más o menos la mitad de la botella, que va adquiriendo su color verde característico de las botellas de náufrago.
Con éste, la cabeza sigue en pie, aunque la saliva empieza a hacerse insoportablemente pastosa y bebes más deprisa, y piensas más lento, más disipado, y te ves en esa ciudad ficticia en una calle llena de gente que te ignora, y tú vas como a contracorriente y todo el mundo te ve la puta cara, y la vida que dejaste atrás te parece el paraíso y entonces le das otro sorbo al puto vino y otro y te acabas el vaso y piensas que es mejor no pensar en nada y seguir bebiendo, convencido de que si sigues así la serpiente se morderá otra vez la cola, y volverás con Marta, con su amante, con tus putas, tu trabajo, y a guardar de nuevo otra botella en el mismo rincón de la de antes.
El quinto vaso es el difícil.
Hay que pensárselo mucho, porque es la última oportunidad que se tiene de pensar.
El quinto vaso es pasar el Rubicón, lanzarse al vacío, dejarse llevar adonde quiera el vino, y esperar que pase algo por arte de magia que haga que todo lo que tenías hasta ese momento se desintegre.
El puto vino.
Cuando atraviesa el gaznate sabe jodidamente áspero, arde, y entra en el estómago como una bomba de relojería.
El quinto vaso es el más difícil, sin duda; después de ése, todo es cuesta abajo.
Publicado el viernes, 15 de septiembre de 2006, a las 14 horas y 32 minutos
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