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MARTA. no se molestó en cerrar el libro. Lo dejó abierto por la página trece, boca abajo, en un banco mugriento de la Plaza de Lavapiés. Detrás de ella, una pintada: 20-F, HUELGA DE HAMBRE EN LAS CÁRCELES.

Marta decidió acercarse al Automático, pero antes se dejó caer en la primera terraza que encontró en Argumosa. Quería ver a Efraín, pero no sabía cómo. Se habían citado a las cinco, la persiana metálica todavía estaba echada, un incómodo olor a orín bajaba de Salitre. Las cinco y cuarto y Efraín no llega.

En su cabeza goteaba. Cada cinco segundos un chop. Un líquido ocre había empapado las trece páginas que le había regalado Vasil. Se negó a leer una más. “Los libros del armario” le parecía una colección absurda: demasiado mariconeo, demasiado ombliguismo, la pescadilla que se muerde la polla. Pensó en la de Efraín y lo vio llegar.

Efraín era colombiano. Lo había conocido en el Candela, una noche de copas con Silvia, que se moría por sus rizos. Silvia siempre fue un poco santa y un poco puta, pensó, y así le iba. A Silvia los besos de Richard le sabían a sala de espera de dentista, pero su chequera le cortaba las arcadas. Efraín, en cambio, sabía a carne roja, poco hecha.

La gota que no cesa.

Marta salió disparada, con la vista fija en un nuevo desencuentro. Subió hacia Antón Martín y se perdió en el Metro. Antoine tocaba la guitarra, pero iba muy puesto. No la vio. Antoine era francés, de Lille, y había llegado a Madrid hacía siete años con la excusa de una beca Erasmus. Huía de su padre, militar de carrera, un cabrón. Antoine la había cogido del brazo diciéndole algo en francés. Follaron en una pensión de Sol, las sábanas ásperas, la mesita coja. De eso hacía un lustro, recién aterrizada. Antoine tocaba la misma canción de entonces. La única que sabía.

Creyó escuchar Marta, pero se sintió Alicia. Se subió en el vagón de cola y desapareció.

Marta no folla desde hace seis meses. Bueno, Marta se acostó con Ioshi, pero apenas sintió algo dentro. También dejó que Paolo le introdujese un dedo, pero ambos le parecieron torpes. Marta ya ha cancelado ambas anécdotas pero recuerda un torso lampiño, encerado. Y un acento calabrés, muy nasal, vulgar. A Marta se le borran las caras pero no se olvida de las voces. La de Fernando sonaba a norte y olía a mar.

La de Fernando sí que es una historia.

Chop.

Publicado el sábado, 9 de abril de 2005, a las 21 horas y 09 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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