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VEINTE AÑOS: RUIDO DE PÁJAROS. Tres de la mañana, cinco horas para el examen. Suena el despertador y me levanto en cuanto lo oigo. Dormía, pero muy ligeramente: esta noche casi no he pegado ojo, he tardado muchísimo en dormirme y, cuando lo he conseguido, me han despertado los nervios y el empacho del atracón que me metí por cena; desde entonces he pasado más tiempo despierto que dormido. Me pongo el albornoz, enciendo el flexo y me siento.
Ayer dejé el libro abierto, cuando abro los ojos me molestan las blanquísimas páginas, donde se refleja la luz del flexo. Ayer también preparé un esquema; distribuí las lecciones que debo repasar entre las horas de estudio que me quedan. Así que me pongo a empollar. Leo, subrayo, anoto, no pienso en nada más que en el tema de turno...
Las cuatro, me levanto. Salgo de la habitación, entro en el baño, meo y me mojo las muñecas, las sienes y la nuca. Paseo unos minutos. Es noche cerrada, pero en la cocina y el salón no están las persianas bajadas, así que entra luz de la calle. Me acerco a una ventana; veo varios letreros luminosos y que en el bloque de enfrente solo hay una casa iluminada. Otro como yo, o un currante que se levanta ya, no sé.
Vuelvo. Llevo un cuarto de hora de adelanto. Si sigo a este ritmo terminaré el repaso y me sobrará tiempo, podré echarme otra vez. Eso me motiva aún más, ese sueñecito me recuperará del cansancio. Así que estudio con ganas, por un momento me invade el optimismo, pienso que el examen está chupado, que voy a por nota y que bien podría acostarme ya. ¿Ya?, suelto un juro y supero la crisis. Nueva lección. Estudio en barrena.
Las cinco, otro descanso. Esta vez cago y como unas magdalenas en un par de minutos, cuento seis pisos iluminados en el bloque de enfrente y me distraigo un ratillo mientras observo el cielo. Sigue nublado y oscuro, pero menos que antes. En fin, a quemar las pestañas. Mantengo los quince minutos de adelanto, pero no consigo aumentarlos. En ocho cuartos de hora –dos horas– he repasado nueve lecciones. Me quedan siete lecciones y ocho cuartos de hora hasta las siete de la mañana –entonces me afeitaré, me ducharé, me vestiré, desayunaré, iré a la universidad y me examinaré. Sé que estas lecciones, sobre todo las últimas, son las más difíciles y las que peor domino: las anteriores ya las estudié para un examen anterior, además toda asignatura siempre se complica al final. Pero no me altero: si tardo más de lo previsto, si pierdo el cuarto de hora que he ganado no pasa nada, ya dormiré después del examen, me digo. Sigo.
Las seis menos diez minutos. Justo cuando comienzo el tema trece escucho ruido de pájaros. Caigo en la cuenta de que quizá han comenzado antes, puede que lleven un rato y no me haya enterado. Así que intento concentrarme. Hasta que no termine esta lección no me voy a levantar para mover un rato las piernas, así que tengo que concentrarme como sea. Recuerdo que a veces leo en el salón, a solas, y no advierto el ruido del reloj de pared hasta que, de pronto, acabo un capítulo y, por así decirlo, se me abren los oídos, oigo el tic-tac que antes no oía. Así que sólo tengo que cerrar los oídos y ya está, problema resuelto.
Lo intento, vaya si lo intento. Al principio leo en voz alta, pero yo no sé leer en voz alta, no entiendo lo que digo, sólo me escucho. Luego leo, por dentro, como siempre, y mientras chasqueo los dedos, para que los chasquidos, como antes mi voz, me impidan oír a los pájaros; pero el remedio es peor que la enfermedad: así me pongo más nervioso. Después conecto la radio, busco la cadena de música clásica y, por un rato, creo haber solucionado el problema. Pero no, a las seis –¡han pasado diez minutos y sigo al principio del trece, no he avanzado ni un página!– cambian una sinfonía muy relajante por una ópera muy estridente; una gorda, seguro que está hecha una ballena, pega unos chillidos que me obligan a apagar la radio.
Ha llegado la primavera, ahora caigo. En los parciales anteriores no oí ni un piar y ahora debo de tener un rebaño de grajos frente a mi ventana. Ruidan. Muy a mi pesar, porque me gusta estudiar cerrado a cal y canto, además de en completo silencio, subo la persiana. Al principio, la luz me deslumbra. ¡Son las seis y cinco y ya es de día! Pues no, en el alféizar de mi ventana no se ha posado ningún cuervo. Hay cagadas de palomas, pero ya estaban de antes.
De pronto, los veo. Allí, en los árboles de la otra acera. Algunos gorriones revolotean junto a los bancos, despegan y aterrizan en la calle aún desierta, pero la mayoría, recién despertados, supongo, me hace la vida imposible desde las ramas esas. Lástima, ahora se me ocurre que si pasaran coches los ruidos de los motores taparían sus graznidos y hasta quizá los espantarían; pero ahora no hay tráfico, y no habrá hasta dentro de bastante, hasta más o menos cuando comience el examen.
¡El examen! Mierda, las seis y cuarto. Sigo en la trece, y aún me quedan por repasar, mejor dicho estudiar, porque ahora tengo la mente en blanco, la catorce, la quince y la dieciséis. Cuatro lecciones para tres cuartos de hora. ¡Y las más difíciles! Seguro que caen, como no entraban en el parcial anterior, fijo que las pregunta.
Bueno, me pongo en lo peor y calculo que puedo estudiar hasta las siete y cuarto. Por supuesto, ya me he quedado sin poder acostarme unos minutos. Pero bueno, puedo ir sin afeitar, mal desayunado pero con todo empollado. Ánimo, me digo, y a por la trece, que no se diga que unos pajarracos te roban un aprobado. Así que, hiperconcentrado, con los codos sobre la mesa y las manos –como ventosas– en las orejas, consigo estudiar el puto tema trece en diez minutos. Son las seis y media, y los pájaros cantan a pleno pulmón, si es que los tienen. En fin, en mi desordenada, sucia y maloliente habitación reina el optimismo.
Pero la sonrisa se me encoge cuando miro el calendario. Entre abril, mayo y junio cuento doce cruces, doce días tachados, doce exámenes más.
Me toca el catorce, pero ya no puedo seguir tapándome los oídos con las manos. Me duelen las orejas.
Comienzo la lección, pero estoy más pendiente de los pájaros que de otra cosa. Casi agradezco que de ciento en viento un coche atraviese la calle. Qué paradoja: por evitar el ruido de los coches siempre he preferido pegar el gran repaso al amanecer en vez de la noche anterior al examen (aquí hay tráfico hasta que cierran los bares). En fin, las siete menos cuarto y aún por el catorce. Esto no tiene remedio. Así que bajo la persiana, apago el flexo, conecto otra vez la radio –ahora ponen música de cámara, que me horroriza, pero por lo menos solapa el ruido de los pájaros– y me acuesto. Y no pongo en hora el despertador. ¿Para qué?
(...)
Las siete. Muy a mi pesar, me he despertado. Más bien, me han despertado. En el cuarto de al lado, Virginia y Javier joden. Les da igual que tenga examen. Y que sea viernes por la mañana. Ayer no les oí llegar, o sea que aparecieron entre la una y las tres de la noche, en uno de los pocos ratos en que pude conciliar el sueño. ¿Pero cómo es que no me despertaron? Ah, entiendo, acaban de llegar y tienen ganas de mambo.
Si al menos hubiesen llegado hace una hora... Soy capaz de estudiar mientras follan, no sé por qué, pero no me molestan los poco virginales berridos de Virginia ni los sonidos guturales con los que Javier se anima para empujar. Quizá sea el ritmo, no sé, el caso es que no me molestan.
Las siete y cuarto. Terminan. Fijo que se soban en un abrir y cerrar de ojos. Pero yo ya no me duermo, daba por perdido el examen y pensaba pasarme la mañana en la cama, pero esos dos me han hecho un favor. Al fin y al cabo me sé trece de dieciséis lecciones, saco el aprobado con la gorra.
Así que me levanto, me pego una ducha, me visto, bebo de un trago un vaso de leche, cojo unas cuantas magdalenas y las engullo de camino a la Universidad.
Antes de llegar, ya he dado con tres remedios para acabar con el problema de los pájaros.
Publicado el martes, 16 de enero de 2007, a las 11 horas y 41 minutos
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