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SEPTIEMBRE. Septiembre...
Publicado el jueves, 1 de septiembre de 2005, a las 12 horas y 53 minutos
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¿POR QUÉ? El lunes pasado, un lunes tan lunes como cualquier otro lunes, iba pensando en cómo llenar este espacio cuando el churumbel frenó en seco el triciclo. «¡Un tractor!», gritó. Seguro que alguien ha escrito una tesis para desentrañar la atracción magnética que padecen niños y ancianos ante las obras callejeras.
Cruzamos la carretera. Aunque el parque estaba cercado podíamos ver qué se cocía. Ya no estaban el monolito ni los desconcertantes columpios para críos mayores que ya empezaban a tener sentido para mi hijo. Además de tractores y otras vehículos, había zanjas y casetas. «Papá, ¿qué hacen?», me preguntó. Le conté que iban a meter coches debajo del suelo, en un garaje muy grande.
No le hablé de las miles de firmas cosechadas por los vecinos para intentar cancelar las obras (pregunta estúpida: ¿por qué el ayuntamiento o los promotores no han contraatacado pidiendo firmas a favor?), ni de que el otro día esta ciudad salió en los telediarios nacionales por la bronca que se montó cuanto intentaron poner en marcha otro parking similar, impuesto por las autoridades a los vecinos de ese barrio, ni tampoco de las acusaciones, las denuncias y los rumores que circulan por aquí y por allá sobre ambos aparcamientos subterráneos...
«Ramas rotas. ¿Por qué?» Varias personas, subidas a unas escaleras, estaban podando los árboles; además unos pocos ya estaban con las raíces al aire. Entonces le conté lo que nos han contado, que se los llevan a otro sitio. «¿Por qué?» Pues porque van a construir un aparcamiento para coches, ya te lo he dicho antes, repliqué. «¿Por qué?» La fase de los porqués, como todos los padres saben, es peliaguda. En un caso así hay que cambiar de tema como sea. «¡Mira qué pala!», le dije. Contemplamos un rato cómo un tractor destripaba nuestro parque y nos fuimos de allí.
Publicado el lunes, 29 de agosto de 2005, a las 9 horas y 15 minutos
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UN ACOMPAÑANTE. ¿Qué buscan quienes compran un periódico? Ni idea.
¿Qué encuentran? Pues bueno, esquelas (las informaciones más precisas de este mundo… casi siempre: recordemos, por ejemplo, que Francisco Paesa, nuestro 007 más tragicómico, sobrevivió en 1998 a una esquela en El País, a un funeral «en la más estricta intimidad» y a treinta misas gregorianas), artículos como éste (que tal vez sólo sirvan para que un tipo como yo pueda comprar alguna que otra bolsa de pañales), quinielas y sorteos que nos pueden sacar de pobres, horarios de misas, autobuses, trenes, cines, farmacias de guardia y programas televisivos…
… Y sucesos escabrosos o sorprendentes, cotizaciones bursátiles, críticas de libros y de películas, pasatiempos, viñetas de humor, quisicosas, efemérides, horóscopos, restaurantes, el tiempo, cartas de lectores, suplementos para todos los gustos y anuncios clasificados también para todos los gustos…
… Y crónicas deportivas, si es posible futboleras, qué sería de nuestras vidas sin el fútbol, sin saber qué ha ocurrido en el último entrenamiento de nuestro equipo o en la penúltima rueda de prensa del próximo galáctico…
…Y muchas noticias, noticias sobre todo, de aquí y de allá, sobre todo de aquí, cuanto más cercanas mejor, a ser posible de nuestro barrio y nuestra ciudad, aunque también nos interesen las que pasan en el resto de nuestra región, nuestro país y nuestro mundo; muchas noticias, y con fotografías, nos las olvidemos, que nos ayudan a digerirlas y ubicarlas…
Quien compra un periódico encuentra muchas cosas, no cabe duda. Tal vez, por encima de todo, el lector que compra un periódico trescientos sesenta y tantos días al año encuentra en sus páginas un amigo fiel, siempre dispuesto a acompañarle y a charlar con él, aunque sea en silencio, el tiempo que haga falta.
Publicado el lunes, 22 de agosto de 2005, a las 12 horas y 05 minutos
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DOS MUERTES MÁS. Lunes. Ocho de agosto. Caminas, empujando el cochecito, treinta y tantos grados a la sombra, hacia una caja de ahorros. La gente debe de ahorrar mucho, porque en esa misma calle van a abrir otras dos oficinas bancarias más, de dos entidades cuyos nombres jamás habías oído hasta ahora.
Antes de llegar, pasas por unas de las mejores fruterías de la ciudad… y ves que acaba de cerrar. No era tu frutería, pero te apena, hace tiempo comprabas allí setas y espárragos.
Te pones a la cola. El de adelante dice no sé qué de una hipoteca. Vaya, tampoco ha ido a ahorrar. Sales. Después de atravesar la inmensa sede de otra caja, llegas a unos soportales más modestos y te encuentras… con otro comercio cerrado. Esta vez, una especie en vías de extinción: una librería. El escaparate ya está vacío.
Aparcas el cochecito, y a tu niño, claro, en casa de los abuelos. Antes de hacer la compra das un pequeño rodeo para volver a contemplar la librería. Igual no has mirado bien. Igual pone por algún lado que se han trasladado a un lugar mayor, más amplio, a un lugar tan grande o bien situado como cualquiera de las muchas oficinas bancarias que has visto hoy. Pero no. No hay nada.
A la izquierda sobrevive una peluquería. Preguntas qué ha pasado. Sin dejar de darle a la tijera, la peluquera te cuenta que la librería cerró el viernes.
Tres días más tarde descubres que ya han puesto carteles para anunciar que el local se alquila. Pero seguro que el que acabe sucediendo al librero no sigue sus pasos, seguro que no es tan suicida, o tan valiente, como para intentar ganarse la vida vendiendo novelas y poemas.
No sólo te jode a ti que mueran comercios como éstos, negocios pequeños y dignos, necesarios. Tu ciudad también se resiente. Tu ciudad, que padece resignada el acoso de los hipermercados, se debilita.
Publicado el lunes, 15 de agosto de 2005, a las 12 horas y 00 minutos
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DESNUDOS. Vas desnudo por la calle. Como el rey del cuento de Andersen. En pelota picada.
Desnudo. Tu uniforme, tu traje impecable o casposo, tu imagen impoluta o cuidadosamente descuidada, tus trapos de marca o de mercadillo no sólo no sirven para que te ocultes sino que además acentúan tu desnudez. Te muestran aún más. Y no hace falta que pertenezcas a una tribu urbana, que vayas por ahí de siniestro, de tunero, de rapero, de pijo, de punk o de señora de toda la vida.
Puedes llevar lentillas de colores o gafas de sol; ir de luto o como un arcoiris; parecer un coleguita del Neng, un guardaespaldas de Eminem o un ejecutivo agresivo; dártelas de eterna adolescente, de ama de casa respetable o de superwoman a la última moda; incluso puedes ir de persona normal, ser uno más, uno entre tantos, alguien que no destaca entre la multitud.
Sin embargo, nunca conseguirás camuflarte. Aunque te maquilles. Aunque lleves más tatuajes que un maorí. Aunque te reconstruyas en un gimnasio o en un quirófano. Nunca dejarás de ser tú. El de siempre. El de toda la vida. A pesar de que te refugies en un palacio o en una chabola, y luego huyas en bicicleta o en el coche con más caballos del vecindario.
Vas desnudo, así que ten cuidado. Taládrate un imperdible, una argolla o un pendiente; rápate al cero, déjate rastas, cárdate la melena o engomínate el pelo; calza botas militares, sandalias franciscanas, zapatos de tacón o zapatillas de baloncesto; viste como un futbolista en rueda de prensa, como una estrella del rock, como un presentador de telediario, como un aventurero amazónico, como una alcaldesa o como un astronauta… pero, por favor, preocúpate un poco menos de tu apariencia y trata de medir un poco más tus palabras y tus actos.
Date cuenta de que, en cuanto se fijen en ti, van a saber de qué vas y quién eres.
Cualquiera puede calarte.
Publicado el lunes, 8 de agosto de 2005, a las 13 horas y 36 minutos
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ALGO INSPIRADO. Quizá sea cierto que la inspiración surge trabajando, pero a menudo estás tan harto de currar que en cuanto llega se larga a lugares más sugerentes.
En pos de un soplo divino, o al menos de un pequeño estímulo, me dio por saber si alguien había dicho algo inspirado sobre la inspiración. Entré en Internet, busqué un diccionario de citas y encontré uno… pero la letra «i» sólo recogía frases célebres sobre la Idea, la Ignorancia, la Injusticia y la Ira. Así, con mayúsculas, esas cuatro palabras imponían respeto, y también me daban un poco de pereza. Pasé de ellas. Seguí navegando y tecleé «inspiración», a secas, pero Google, ese caos inmenso y apabullante, me noqueó: en 0,16 segundos detectó 704.000 páginas.
En fin, me dije, a ver si me sirven de inspiración los diez primeros resultados. Sin embargo, en el primero aparecía una modernez. En el segundo, un festival tinerfeño. En el tercero, un sitio llamado «Ministerio Inspiración Celestial Inc.», que se anunciaba con este lema: «Más que una web, un ministerio con unción de Dios para la Gloria de Dios»; no me atreví a entrar. En el cuarto, un escritor venezolano. En el quinto, una página creada «para que la utilices en esos momentos en los que necesitas que el Universo te hable, que te dé una orientación»; como no ando tan pillado como para charlar con el cosmos, cerré la ventana. En el sexto, una revista de la Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica. En el séptimo, un blog mexicano. En el octavo, una empresa de pinturas. En el noveno, una página alemana sobre tango. Y en el décimo, una noticia de fútbol.
Cogí la indirecta. Apagué el ordenador y puse la tele. Daban en diferido una pachanga asiática del Real Madrid. Mucho antes del descanso mis ronquidos inundaron el dormitorio y se desbordaron por el patio de vecinos.
Publicado el lunes, 1 de agosto de 2005, a las 12 horas y 31 minutos
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RAY LORIGA. En El País (Babelia, 29 de mayo de 2004): « John Cheever se levantaba todas las mañanas muy temprano, se ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba hasta un pequeño cuarto junto a las calderas en el que había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio. Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos. Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era más que un escritor».
Publicado el miércoles, 27 de julio de 2005, a las 16 horas y 39 minutos
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