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EL SEMÁFORO. Antes apenas me fijaba en los semáforos. Ahora empujo un cochecito o un triciclo y, como casi todos los padres con bebés o hijos pequeños, sólo cruzo con luz verde.

Pero un semáforo rompe mis paternales y educativos esquemas. Me saca de mis casillas. Y no sólo a mí. Algo falla para que un día tras otro, siempre en ese semáforo, sobre todo en ese condenado semáforo, se repita la misma escena con escasas variantes.

Esta mañana, por ejemplo, llevo al churumbel a casa de mis padres. Mi niño ha elegido el triciclo. Vamos más despacio que con el cochecito, aunque ya llegue a los pedales. Avanzamos más de cincuenta metros de un tirón, desde el portal hasta el parque. A estas horas los críos aún no han invadido los columpios, pero mi churumbel ya quiere lanzarse por los toboganes y conducir el tren. Para conseguirlo, intenta salir del triciclo como sea. Después de una breve pero intensa batalla, quedamos en tablas: nos vamos de allí pero acabo llevándole en brazos. Mejor dicho, en brazo, porque le sujeto con uno y con el otro empujo el triciclo.

Al cruzar la avenida, poco antes de llegar al río, nos topamos con el semáforo.

Está en rojo, para variar. Esperamos. Mi niño pesa ya catorce kilos. Un abuelete también aguarda, pero dos señoras cruzan en rojo, aprovechando que no pasan coches. Hacen bien, porque cuando cambia de color y el bastón y la rueda delantera del triciclo se adentran en el paso de cebra, justo entonces aparece un coche y pasa rozándonos. El semáforo luce verde para los peatones pero ámbar para los automóviles, que vienen embalados desde un semáforo en verde situado en la otra margen del río. El abuelo alza la cachava y dice: «¡Vaya pedazo de cabrón!»

Sin abrir la boca –no me apetece enseñarle tacos a mi niño–, también cubro de insultos al conductor, aunque la culpa no sea sólo suya.

Publicado el lunes, 23 de mayo de 2005, a las 9 horas y 36 minutos

EN EL PASO DE CEBRA. Cinco de la tarde. Sábado. Una adolescente discotequera y un señor calvo y gordo discuten en mitad de la calle. Él cruza la carretera bastante antes del paso de cebra y ella, justo al echar a andar en dirección contraria, dice: «Que tú tienes noventa años y yo dieciséis putos años de mierda».

Publicado el sábado, 21 de mayo de 2005, a las 17 horas y 32 minutos

EÑE. Si dispones de tiempo de sobra, lee periódicos, revistas y libros. Si no dispones de demasiado tiempo, lee revistas y libros. Y si apenas cuentas con tiempo, lee sólo libros. Como todos, este consejo –que leí con palabras que no recuerdo quizá en un periódico, me temo– tiene excepciones. Una de ellas es «Eñe», una revista que merece ser leída como un libro.

Publicado el miércoles, 18 de mayo de 2005, a las 18 horas y 20 minutos

441.232 JERINGUILLAS. Francisco Javier Barroso, en «El País»: «A unos 300 metros de Las Barranquillas, apartada por un camino lleno de baches y socavones, está la narcosala (un centro asistencial de la Comunidad de Madrid), donde los yonquis acuden para inyectarse o para ser atendidos.

La
narcosala tuvo en 2004 unos 500 usuarios fijos y otros muchos esporádicos. Cada día acudieron una media de 100 drogadictos (el 70% hombres). En la narcosala es posible obtener una jeringuilla nueva a cambio de una usada. El año pasado, los empleados de este centro recogieron 441.232 jeringuillas (una media de 1.210 al día)».

Publicado el miércoles, 18 de mayo de 2005, a las 8 horas y 24 minutos

EL MARRÓN DE LA FOTO. Me cagó una paloma. O una cigüeña. Qué sé yo. Ocurrió de la peluquería a casa y me di cuenta en el ascensor. En el espejo había un tipo como yo, con los zapatos marrones, el polo marrón, la americana marrón… y con un proyectil celestial. Al pájaro le faltó poco para encestar en el bolsillo superior de la americana.

Fui directo al cuarto de baño, pero ya no para afeitarme, sino para intentar arreglar el estropicio. Quité la caca con papel higiénico, mojé un trapo y froté la americana con tantas prisas como poca pericia. Enchufé el secador. Cuando me harté, la parte superior izquierda de mi querida americana marrón había mutado. Ahora es grisácea, negrácea, marronácea.

En fin, elegí una americana negra y busqué unos zapatos también negros. Encontré dos pares: unos muy cómodos, un poco gastados, y los de la boda. Mis zapatos de la suerte. Pero la suerte puede cambiar…

Entonces no sabía dónde queda la nueva sede de este diario. En serio. Como me habían dicho que se encuentra en una avenida cercana a casa, me figuré que debía de estar más o menos a la altura del hipermercado, así que se me ocurrió ir hasta allí dando un paseo. En mala hora…

Suelo caminar deprisa, pero al llegar al híper tuve que bajar el ritmo: los dichosos zapatos se estaban vengando por los cuatro años de reclusión en el armario. Sobre todo, el derecho, empeñado en taladrarme el talón. Estuve a punto de entrar para comprarme unas tiritas, pero continué andando.

Faltaban casi dos kilómetros. Un maratón. Un martirio.

En fin, llegué. Despellejado, pero llegué. Subí a la segunda planta y el director me plantó frente a la cámara de Ángel Ayala. Mientras me robaba el alma a flashazos, aún no se me había ocurrido escribir estas líneas. Entonces sólo podía pensar en los zapatones. Y en el pajarraco.

Publicado el lunes, 16 de mayo de 2005, a las 9 horas y 44 minutos

Te he visto en el periódico, me dicen. A veces hasta me felicitan o me dan la enhorabuena. Me han visto. Pero no dicen que me hayan leído. ¿Por qué será?

Publicado el domingo, 15 de mayo de 2005, a las 17 horas y 13 minutos

SÁBADO. Ocho menos cuarto de la mañana. Salgo de casa después de enchufarle al churumbel un biberón con un cuarto de litro de leche y ocho cucharaditas de papilla, que bebe de un trago sin abrir los ojos. Me cruzo con un barrendero, que vacía una papelera conectado a unos auriculares. Me paro ante un semáforo en rojo. Aunque apenas circulan coches, se acerca un autobús. Entonces alucino: menos el conductor, dentro sólo hay mujeres, quince o veinte mujeres. ¿Adónde van?

Publicado el sábado, 14 de mayo de 2005, a las 8 horas y 11 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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