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EN EL SÚPER. Me levanto a las ocho. Preparo el biberón, se lo enchufo, vuelve a dormirse, trabajo hasta las diez, desayuno viendo el funeral de Juan Pablo II, el amor de mi vida se va a trabajar y, poco antes de las once, se despierta el churumbel. Le visto y le llevo a casa de mis padres. De vuelta, paso por el supermercado. Cuando doy la tarjeta de crédito a la cajera, una señora que viene de la calle le dice que al regresar a casa se ha dado cuenta de que faltaba una caja de leche. «En la bolsa no estaba. ¿No la ha encontrado aquí?» La cajera responde que no tiene ni idea, que no se acuerda. Guardo con cuidado mi compra. Una bolsa para el pescado, otra para la carne, otra para los congelados y otra más para el resto. La señora –setenta y cinco años, rubia, chaquetón de ante, bolso a juego, gafas de sol con montura dorada–, insiste. «¿Se habrá llevado la leche la que venía detrás?», pregunta. La cajera arquea las cejas y empieza a atender a un abuelo que ha comprado una barra de pan y cuatro tetrabricks de Don Simón y lleva el importe exacto en la mano. «Había una chica detrás, ¿se habrá llevado ella mi leche?», repite. «Lo siento, no puedo hacer nada», acaba respondiendo la cajera. La señora se da la vuelta y, mientras camina hacia la puerta, concluye: «Pues que le aproveche, o que le dé un cólico».

Publicado el viernes, 8 de abril de 2005, a las 13 horas y 04 minutos

VAYA EME. Marcando móvil, que no paquete, queremos comernos el mundo. Fardamos, como quien no quiere la cosa. Aunque vibren más que los consoladores de Chicholina o superen en decibelios a las ambulancias, en cuanto llegamos a un bar o un restaurante los sacamos a relucir para deslumbrar al personal. Ahora que apenas nadie despotrica contra quienes impúdicamente los utilizan en calles, restaurantes, autobuses y trenes; ahora que sirven hasta para convocar manifestaciones, a golpe de sms; ahora que guardamos en el trastero cuatro o cinco aparatos descacharrados o prematuramente envejecidos —justo aquellos que regalaban a cambio de tres mil duros en llamadas; el que desenfundas ahora te ha salido por el doble, y rebajado, encima te han hecho un favor—, ahora resulta que el día menos pensado estallará, si no ha estallado ya, la revolución keitai (los nipones, que son los que marcan el paso con varios años de antelación, denominan así a estos cacharros). Qué e-mocionante.

Telefónica nos bombardeó hace tiempo con unos anuncios enfocados certeramente hacia nuestra vanidad. Sus cachirulos no molaban porque fueran multimedia y de última generación sino porque podías jactarte delante de los colegas de ser uno de los escasos afortunados que ya los atesoraban. No bastaba con gastar en llamadas cinco veces más que antes. Encima teníamos que comprarnos el último modelo: un trasto pasado de moda antes de que apoquinaras la primera factura.

Lo de ahora es peor. Resulta que necesitaban cambiar. Renovarse. Unificar su imagen. Y, sobre todo, necesitaban que lo supiéramos todos. Para crear expectación, mejor dicho, para intentar crear expectación primero han anunciado su nueva eme en todos los soportes posibles sin revelar qué anunciante estaba detrás del icono. Al cabo de unos días, voilà, han descubierto el pastel y han intensificado aún más su presencia. Sólo les ha faltado que llovieran emes del cielo, que en todos los menús del día sirvieran sopas de letras compuestas sólo por sus emes, que los enviados especiales al Vaticano llevaran tatuada una eme en la frente.

Según leo en una nota de prensa de la propia compañía, antes de decantarse por esta nueva imagen estudiaron más de mil propuestas. La eme elegida es «un elemento dinámico, que otorga más expresión y movilidad y que refleja la forma de ser, de actuar y de relacionarse con los demás de sus usuarios y se incorpora de un modo instantáneo en el recuerdo visual del individuo».

También aseguran que, para lanzar en 13 países esta imagen «innovadora, humana, clara, alegre y líder» han participado más de 100.000 personas y se han gastado 75 millones de euros. Pero no dicen quiénes van a acabar pagando ese dineral, llamada a llamada, mensaje a mensaje...

Publicado el jueves, 7 de abril de 2005, a las 9 horas y 44 minutos

PULITZER. Deanne Fitzmaurice, fotógrafa del «San Francisco Chronicle», que ha ganado un Premio Pulitzer, dotado con 10.000 dólares, por retratar a un niño iraquí herido: «Pese a tener buen carácter, Saleh era sensible a su aspecto. Una tarde, cuando otros niños se le quedaron mirando, se enfadó quedándose preocupado. Las enfermeras trataron de tranquilizarle enrollando un rotulador a su muñón para que pudiera pintar. Saleh dibujó un avión tirando bombas».

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  • Publicado el martes, 5 de abril de 2005, a las 10 horas y 23 minutos

    MARCIAL LAFUENTE ESTEFANÍA. En «Un par de diablos»:

    «Ruth, al ver que Susan estaba distraída mientras no dejaba de tocarse las nalgas, comentó:

    –Estás pensando en ese joven que te azotó, ¿verdad?
    –En efecto, Ruth…
    –¿Puedo saber lo que piensas?
    –Que me gustaría verle…
    –¿Piensas disculparte?
    –No tanto, pero sí reconocer que los azotes que me propinó fueron justos.
    –Sin que te molestes, es lo más justo que puedes hacer, yo estoy de acuerdo con el castigo que te propinó.
    –¡A mí me sucede lo mismo!

    Y las dos amigas rieron de buena gana.
    »

    Publicado el lunes, 4 de abril de 2005, a las 21 horas y 59 minutos

    DOS MÁS. Acabamos de terminar dos webs tigrescas: desde hoy se puede acceder a la nueva página de la editorial Taurus, www.taurus.santillana.es, y desde ayer a la del Ayuntamiento de San Vicente del Raspeig, www.raspeig.org.

    Publicado el viernes, 1 de abril de 2005, a las 8 horas y 48 minutos

    REMATE TELEVISIVO. Siete menos diez de la tarde. Compro una bolsa de gominolas y un librito de Marcial Lafuente Estefanía, parece que retrocedo veinte años. Subo al autobús. Me toca ventana. En el asiento del pasillo, una joven de mi edad (vamos, que ya tiene poco de joven) habla por teléfono. Ha pillado a dos tías que curran treinta y seis horas semanales, en vez de las cuarenta estipuladas. Por la mañana una le dijo que su compañera estaba enferma; cuando la otra llegó por la tarde, le preguntó que qué tal estaba y la incauta le contestó que muy bien. Ha enviado un informe. Otro. Espero que alguien no haya preparado un informe sobre mí, qué horror, qué podrían contar.

    Me trago la novelita en media hora, duermo cerca de una hora, me despierto poco antes de que empiece el partido contra Serbia, escucho la primera parte, me enfado cuando el locutor dice que falta remate y, al llegar a la estación, pego el cabezazo que Torres, un jugador en construcción, como su web, no enganchó en todo el partido: me levanto, cojo la americana y el ordenador y, cuando voy a salir, me fijo en que una señora bajita apenas llega a la balda superior; le doy su abrigo, sonrío para mis adentros, muy superior desde mi uno ochenta y mucho, casi uno noventa, avanzo y… me doy un lechón descomunal contra una de las pantallas de televisión que cuelgan del pasillo. La dejo temblando.

    Publicado el jueves, 31 de marzo de 2005, a las 1 horas y 53 minutos

    JOAQUÍN BARRAQUER. "Un día, tendría yo 13 años, me dijo: ‘Este paciente ha perdido el ojo porque tiene un tumor, pero quiero que tú antes me lo operes de cataratas’. Me senté en su sillón de operar, le hice el corte, le saqué la catarata y, cuando acabé de coserle, él sentenció: qué lástima tener que quitar este ojo, porque te ha quedado perfecto. Yo luego instruí también a mis hijos siendo niños, practicando con ojos inutilizados del banco de donaciones y bajándolos a quirófano cuando estaba libre. Les premiaba en su cartilla cuando hacían las cosas bien”. Texto extraído del reportaje de Elena Pita publicado en El Magazine.

    Publicado el martes, 29 de marzo de 2005, a las 19 horas y 30 minutos

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    Ilustración de Toño Benavides
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