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YOGA, YAGO, GOYA… Ayer se entregaron los premios Goya correspondientes a su vigésima edición. A pesar de la voluntad —que renueva año tras año— de soportar íntegramente la gala, quien suscribe ha de confesar que se quedó dormido poco después de que Andrés Pajares y Carmen Maura entregaran el premio al mejor sonido. Así que, como el común de los mortales, hoy se ha enterado de los ganadores de estos sucedáneos de «oscars» españoles con un poco menos de glamour, pero con la misma pompa y circunstancia.

Para seguir con la costumbre, el cine español decidió no premiar a la película que ha enviado a competir en Hollywood —la Obaba de Armendáriz—. Tampoco en esta edición se han llevado el gato el agua las cintas más declaradamente sociales que copaban el resto de las candidaturas —Princesas y 7 vírgenes—. En cambio, los principales galardones (película, dirección y guión) se fueron hacia el cine de autor, de vocación más internacional, que desde hace una década viene realizando Isabel Coixet. Y, aunque uno no comparta el entusiasmo por La vida secreta de las palabras, hermoso título para una película demasiado monótona y dispersa, se alegra de que la Coixet haya visto reconocida una trayectoria acaso desigual, pero cuenta con obras de notable interés, desde Cosas que nunca te dije hasta Mi vida sin mí. El resto de galardones no escaparon a lo previsible: Óscar Jaenada obtuvo el premio a la mejor interpretación masculina por el biopic de Camarón dirigido por Jaime Chavarri, Candela Peña se hizo con un merecido premio a la mejor interpretación femenina por su papel en Princesas, de Fernando León, y José Corbacho y Juan Cruz obtuvieron el premio a la mejor dirección novel por su costumbrista Tapas. Los premios a actor y actriz de reparto fueron para Carmelo Gómez, por El método —película que también ganó el premio al mejor guión adaptado, obra del omnipresente Mateo Gil—, y para Elvira Mínguez, por Tapas. Actor y actriz revelación fueron, respectivamente, Jesús Carroza por su naturalista interpretación en Siete vírgenes y Micaela Nevárez por Princesas. Entre los apartados técnicos, Obaba obtuvo el premio al mejor sonido y Habana blues al de mejor música. Según los miembros de la Academia, la mejor cinta de animación fue El sueño de una noche de verano, y el mejor documental Cineastas contra magnates, de Carlos Benpar, en un gesto de miopía que dejaba sin reconocimiento «oficial» a cintas estéticamente más interesantes, como El cielo gira, de Mercedes Álvarez. Finalmente, Match Point, del neoyorquino Woody Allen, fue elegida mejor película europea, e Iluminados por el fuego, la versión de la guerra de las Malvinas realizada por el argentino Tristán Bauer, mejor película extranjera de habla hispana.

Y en este punto finaliza la crónica de unos premios no tan anunciados como de costumbre, pero que suelen pecar de excesivamente «posibilistas» y que rara vez refrendan el riesgo artístico asumido por los directores de estos pagos. Y por hoy no digo más.

Publicado el lunes, 30 de enero de 2006, a las 15 horas y 10 minutos

CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (2) Brokeback Mountain, de Ang Lee, elocuentemente subtitulada aquí «En terreno vedado», es una de las candidatas más firmes a alzarse este año con la estatuilla a la mejor película. Como a estas alturas sabrán ya todos los lectores, el filme recoge el dulce lamentar de dos cowboys, Jack Twist juntamente y Ennis Del Mar, que viven una tórrida historia de amor homosexual que marcará su posterior itinerario vital. Con estos mimbres Lee dirige una película serena y de pulso clásico, que pone de relieve la habilidad del realizador cuando se trata de perderse por los vericuetos del drama, aunque en este caso la premisa argumental limite sus movimientos. A este respecto hay que aclarar un par de equívocos sobre Brokeback Mountain. En primer lugar, no se trata en modo alguno de una relectura de los códigos genéricos del western, aunque la agreste geografía de Wyoming le resulte harto conocida al espectador; y, en segundo lugar, la película tiene menos de (tardía) reivindicación de la homosexualidad que de relectura de los clichés del viejo melodrama hollywoodiense, un poco a la manera de Lejos del cielo, el ejercicio a lo Sirk de Todd Haynes, aunque sin el oropel kitsch de aquella película.

Ahora bien, las intenciones de Ang Lee no siempre se materializan en unas imágenes convincentes y en un desarrollo dramático adecuado. El filme tarda en arrancar, y lo hace de manera abrupta, sin que la inversión en el tiempo de metraje se justifique por una evolución psicológica de sus personajes. Por otra parte, el desenlace, que no desvelaremos aquí, se le antoja a este cronista demasiado forzado, como si al final Lee quisiera insistir en el trasfondo social de su película, aun corriendo el riesgo de desembocar en el cine «de tesis» que hasta el momento había conseguido evitar. También resultan acaso excesivas las derivaciones «culebronescas» del relato, si bien han de explicarse por el propio programa narrativo que despliega el filme. Más convincente cuando juega la baza del drama costumbrista (véase el excelente montaje paralelo del Día de Acción de Gracias) que cuando se deja llevar por el romanticismo arrebatado, Lee consigue al menos una película de indiscutible solidez. A ello contribuyen la sobria interpretación de los protagonistas, sin apenas estridencias, y el gran partido que el realizador sabe extraer de los desolados paisajes que surcan el celuloide. Quien haya visto Sentido y sensibilidad y La tormenta de hielo ya sabrá del sentido dramático que Lee suele atribuir al decorado de sus funciones, y que en este viaje por «terreno vedado» se halla en su máximo esplendor. Pese a sucumbir esporádicamente a la tentación del anuncio de Marlboro, al que uno de los personajes alude irónicamente en la película, Lee elabora una cinta desigual, pero coherente. Recomendable para espíritus nostálgicos de los dramones del Hollywood dorado. ¿Por qué los protagonistas nunca salen pescando?

Publicado el miércoles, 25 de enero de 2006, a las 16 horas y 26 minutos

CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (1) A finales de enero y comienzos de febrero se suma, a las bajas temperaturas y a los desvelos estudiantiles, otro fenómeno atmosférico nada desdeñable: la avalancha de estrenos estadounidenses que compiten por alzarse con alguna estatuilla en la siempre reñida ascensión hacia los oscars. Y, como todo cronista que se precie, un servidor no es ajeno a los cambios térmicos que en él ejercen tales filmes. Entre el quedarse helado, no sentir ni frío ni calor o quemarse en el encendido elogio hay a menudo un paso que sólo las preferencias subjetivas son capaces de dar. Así, sin ánimo de ofender (pero sí de polemizar), quien suscribe irá ofreciendo a lo largo de las próximas semanas su opinión sobre algunos de los filmes susceptibles de acaparar candidaturas. Ahí van, de momento, dos mini-reseñas:

Crash, de Paul Haggis. Para algunos críticos, la sorpresa indie de la temporada fue este filme coral de Paul Haggis. La película parte del esquema narrativo ensayado por Robert Altman en Vidas cruzadas y por Lawrence Kasdan en Grand Canyon, a las cuales se aproxima gracias a su decidida apuesta por el melodrama. No obstante, la principal aportación de Crash reside en que todas las historias giran en torno al racismo. Aunque bien dirigida e interpretada por las numerosas estrellas en declive que surcan la pantalla (de Matt Dillon a Sandra Bullock, pasando por Brendan Fraser), la «tesis» de filme no siempre acierta a imponerse sobre su tejido dramático. De este modo, el determinismo de la premisa (todos podemos ser racistas o antirracistas, dependiendo de la situación concreta en que nos hallemos) traiciona psicologías, orienta capciosamente desenlaces y lleva a algunos de los personajes por los derroteros de la inverosimilitud. Tampoco la grandilocuencia de sus artificios técnicos (ralentís, montajes paralelos, uso climático de la música) contribuye demasiado a la identificación del espectador con los conflictos de la película, a la necesaria implicación ética que exige un relato de estas características. Pese a estos defectos, que impiden que Crash sea la gran aportación que proclaman sus panegiristas, se trata de una propuesta de indiscutible dignidad, y que apenas acumula tiempos muertos a lo largo de su metraje. Recomendable para todas las almas sensibles a los problemas étnicos de nuestro tiempo. ¿Por qué nadie se ha dado cuenta de la errata que figura en la cartelera de El País, que confunde el Crash de Haggis con la película del mismo título, pero de muy diferente intención, que dirigió David Cronenberg en 1996?

Memorias de una geisha, de Rob Marshall. Adaptación del best seller de Arthur Golden, el oscarizado director de Chicago se entrega al placer de rodar una «chinoiserie» para consumo occidental. Con una intención didáctica similar a los libros de Pearl S. Buck o a los artículos del Reader’s Digest, la película ofrece un tratado del arte de ser geisha sobre un trasfondo de ecos netamente folletinescos. Sin dejarse llevar por la recreación kitsch ni por la sobriedad que requiere el tono de su historia, el celuloide discurre por los vericuetos del dramatismo más adocenado, en una suerte de versión femenina y light del Oliver Twist dickensiano. Pese a algunos destellos de logrado esteticismo (la actuación musical de la protagonista), ni los romos caracteres de los secundarios, ni el desarrollo cenagoso de la narración, ni las derivaciones «culebronescas» de la peripecia ayudan a que las dos horas y media del filme se le hagan algo más llevaderas al sufrido espectador. Qué lejos estamos aquí de la contención expresiva de obras como La linterna roja, de Zhang Yimou, o de Carta de una mujer desconocida, de Xu Jinglei, por citar sólo dos películas orientales que versaban sobre un tema parecido. También se pregunta uno qué habría hecho algún enfant terrible del nuevo Hollywood, como Baz Luhrman, con un material semejante. Recomendable exclusivamente para paladares ávidos de exotismo. ¿Por qué Gong Li parece más joven que Zhang Ziyi?

Publicado el lunes, 23 de enero de 2006, a las 14 horas y 20 minutos

CAL Y ARENA. La cartelera española ha abierto el año con dos estrenos «comprometidos»: Sud Express, de Chema de la Peña y Gabriel Velázquez, y Vida y color, de Santiago Tabernero, que muestran el haz y el envés del cine español contemporáneo.

Sud Express, presentada a concurso en el pasado festival de San Sebastián y dirigida por dos jóvenes realizadores, puede considerarse la auténtica sorpresa independiente del cine español de 2005. Con bajo presupuesto y buenas dosis de imaginación, la película ofrece un interesante fresco social sobre un trasfondo ferroviario, que sirve de nexo a las diversas historias sobre la inmigración engarzadas en el relato y ambientadas, entre otros lugares, en París, Lisboa y pequeñas localidades de la provincia de Salamanca y Burgos. Con un estilo sincopado que recuerda al mejor Jim Jarmusch y con una interpretación «naturalista» de su nutrido elenco de actores, Sud Express desprende una sensación de sinceridad que acaba por contagiar sus imágenes. Ejemplo de buen cine coral, la película no acaba de cuajar en una gran obra debido a ciertos titubeos tonales, a algunos desequilibrios de de dosificación dramática y al trazo excesivo en la caracterización de algunos personajes, como el taxista parisino, pintado con tintes demasiado maniqueos. Pese a estos defectos, Betaville recomienda encarecidamente la cinta a su pequeña pero fiel trouppe de seguidores

Vida y color, opera prima dirigida por el realizador del programa «Versión Española» y nominada al Goya a la mejor dirección novel, se adscribe al filón de películas de ambiente «retro», aunque aquí el marco del tardofranquismo es un mero decorado para una historia muy distinta. En acertadas palabras de un amigo con quien este cronista sufrió este rollo de celuloide, el filme recopila en un colosal esfuerzo de síntesis lo peor de El espíritu de la colmena, El séptimo día y El silencio de los corderos. Híbrido delirante entre el relato de iniciación con pinceladas oníricas, la sordidez rural y la atmósfera malsana del cine de psicópatas, Vida y color parece admitir solamente una lectura alegórica: para Tabernero, la transición fue una pintoresca mezcla entre comedia costumbrista, drama social y thriller psicológico. Con todo, lo más extraño de tan peculiar cóctel es que la obra ganara el premio del público en el festival de Valladolid. Ni la fotografía de Alcaine pudo redimir la sensación de fiasco que invadió a este espectador a la salida.

Publicado el miércoles, 18 de enero de 2006, a las 14 horas y 55 minutos

LAS MEJORES PELÍCULAS DE 2005 (Y 4) Cerramos este análisis del año cinematográfico con algunos comentarios sobre lo que dio de sí la producción latinoamericana, española y de varia geografía de la temporada pasada. El cine de procedencia latinoamericana de 2005 fue, como diría un maño, «flojico, flojico».A falta de ver algunas cintas de apariencia interesante, como la mexicana Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas, y las argentinas Iluminados por el fuego, de Tristán Bauer, o Hermanas, de Julia Solomonoff, el balance resulta más bien magro: el éxito argentino de la temporada, No sos vos, soy yo, de Juan Taratuto, fue una comedia intrascendente que remedaba sin demasiada gracia el sentido del humor del primer Woody Allen; El aura, de Fabián Bielinsky, resultó un thriller tirando a soporífero que multiplicaba las trampas de la ya tramposa Nueve reinas; Conversaciones con mamá, de Santiago Carlos Oves, sólo redimía su excesiva propensión lacrimógena gracias a la arrolladora interpretación de China Zorrilla, y a Señora Beba, de Jorge Gaggero, ni Norma Aleandro conseguía insuflarle algo de vida. En este panorama desolador, sólo sobresalieron dos filmes: la peculiar road movie colectiva Familia rodante, de Pablo Trapero, que también atravesaba en su ruta considerables baches narrativos, y El viento, de Eduardo Mignonga, a la que le sobraba algo de nostalgia gauchesca, pero que contaba con una dirección sobria y con una magnífica interpretación de Federico Luppi.

De otros lugares vinieron sorpresas más estimulantes. Ejemplo de ello fue la africana Molaadé (Francia-Sengal-Burkina Fasso-Camerún-Marruecos), de Ousmane Sembene, capaz de combinar una denuncia contra la ablación y un hondo calado estético y antropológico. También tuvo su interés La historia del camello que llora (Alemania-Mongolia), de Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, un documento tan didáctico como hermoso sobre la vida de los nómadas del siglo XXI. Otro filme «trasterrado» fue El jardinero impaciente (Usa-UK-Canadá-Alemania), de Fernando Meirelles, con reparto y capital estadounidense, director brasileño y ambientación africana. Aunque condicionada por su trasfondo de crítica social, la película no reducía su mensaje a una mera «tesis», sino que ofrecía la crónica de una derrota personal y colectiva, en sintonía con el género de espionaje y con el subgénero de «películas de diplomático» —véanse Cónsul honorario, El sastre de Panamá o El americano tranquilo—. Con todo, la cámara «nerviosa» de Meirelles dotaba de vitalidad y empuje a una de las obras más sugerentes del pasado año.

Por lo que respecta al cine español, uno tiene que confesar que se le escaparon de la cartelera varias propuestas que se le antojaban, en principio, atractivas: los documentales El cielo gira, de Mercedes Álvarez, y La doble vida del faquir, de Elisabet Cabeza y Esteve Riambau; las minoritarias La cicatriz, de Pablo Llorca, y Frágil, de un remozado Juanma Bajo Ulloa; la costumbrista Tapas, de José Corbacho y Juan Cruz, e incluso la fantástica Frágiles, del imprevisible Jaume Balagueró. En este balance de olvidos y despistes no incluiremos el último Garci, el refrito de las dos Ninettes de Mihura, que este cronista evitó escrupulosamente. Por lo demás, el inventario de 2005 es poco menos que descorazonador. El género que se lleva la palma con respecto al número de estrenos fue el drama social, por cuyos senderos circularon cintas bienintencionadas, pero mediocres (Heroína, de Gerardo Herrero); películas fallidas de directores interesantes (La vida secreta de las palabras, de Isabel Coixet, que tampoco renunciaba a una faceta intimista); producciones tan efectistas como innecesarias (7 vírgenes, de Alberto Rodríguez, que incurre en todos los defectos y pocas de las virtudes del Barrio de Fernando León), y, finalmente, un par de filmes que al menos no abdicaban del riesgo dramático y de la dignidad estética (Princesas, de Fernando León, que por misteriosas razones no gustó a quienes entusiasmó Los lunes al sol, y Malas temporadas, de Manuel Martín Cuenca, de protagonismo coral). Cercanas al género social también se alinearon La noche del hermano, demencial thriller psicológico dirigido por el novel Santiago García de Leániz, y el retablo coral Obaba, de Montxo Armendáriz, tal vez la principal decepción del año, pálida y aséptica adaptación del universo narrativo de Bernardo Atxaga. Al margen del realismo testimonial se estrenaron dos comedias sentimentales poco relevantes, aunque no exentas de cierto encanto, Semen, una historia de amor, de Inés París y Daniela Fejerman, y Los dos de la cama, de Emilio Martínez Lázaro. Esperemos que el 2006, en el que se estrenará el nuevo Almodóvar, depare mejores resultados. Al menos, quien suscribe disfrutó ayer de una película menos jaleada pero más fresca y sincera que la mayor parte del celuloide estrenado en 2005: Sud Express, de Gabriel Velázquez y Chema de la Peña. Pero esa es ya otra historia.

Publicado el domingo, 15 de enero de 2006, a las 12 horas y 10 minutos

LAS MEJORES PELÍCULAS DE 2005 (3) Proseguimos nuestro repaso a las mejores películas del año pasado con el balance de cintas procedentes de todos los confines geográficos que de vez en cuando se deslizan por nuestra cartelera. En primer lugar, nos centraremos en la cosecha asiática, quizá menos feraz que el año anterior, pero que ha dejado varias películas interesantes, alguna obra maestra y buenas dosis de celuloide sobrevalorado. Ahí va mi propuesta particular:

1. Hierro 3 (Corea), de Kim Ki-Duk. Sin duda, una de las mejores películas del año, como dejó constancia el premio otorgado por la federación de críticos cinematográficos en San Sebastián. Con altas dosis de violencia, lirismo y fabulación, la ya penúltima cinta del prolífico Kim Ki-Duk es una desoladora metáfora sobre la incomunicación en nuestra sociedad.

2. Nadie sabe (Japón), de Hirozaku Kore-eda. La segunda obra maestra asiática del año provino del director japonés Kore-eda. El filme, una parábola basada en hechos reales sobre unos niños abandonados a su suerte en la gran ciudad, resulta siempre perturbador y en ocasiones trágico, aunque el director consigue dotar al itinerario de sus personajes de una rara belleza plástica.

3. Samaritan Girl (Corea), de Kim Ki-Duk. Ligeramente inferior a Hierro 3, otro Kim Ki-Duk fue esta extraña cinta sobre amistades, redenciones y prostitución. Acaso menos sugerente que la citada Hierro 3, sin embargo conserva intacta la poesía que el realizador confiere a sus imágenes.

4. Tropical Malady (Tailandia), de Apichaptong Weerasethakiul. Una rareza en toda regla, explosiva mezcla de leyenda tradicional tailandesa y relato homosexual con ribetes almodovarianos. Los cahieristas y los cinéfilos marcianos han empezado a adorar a este director de apellido impronunciable, forjado en la aridez del cine experimental.

5. (ex aequo) La casa de las dagas voladoras (China), de Zhang Yimou, y Carta de una mujer desconocida (China), de Xu Jinglei. Finalmente, dos películas chinas que se sitúan en los antípodas narrativos, pero que comparten un similar refinamiento visual. Mientras que La casa de las dagas voladoras es un filme épico perteneciente al género de artes marciales fantásticas, aunque bastante inferior a la deslumbrante Hero, Carta de una mujer desconocida es un relato intimista inspirado en una novela de Stefan Zweig y contado con un envidiable uso del sobreentendido y la elipsis.

Tampoco podemos omitir en este balance dos películas efectistas y salvajes, Old Boy (Corea), de Park Chan-Wook, e Ichi the Killer (Japón), de Takahasi Miike, que harán las delicias de los cinéfilos más curtidos en el arte de la tortura cinematográfica (entiéndase «tortura» en sentido literal, y a veces figurado).


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Publicado el miércoles, 11 de enero de 2006, a las 16 horas y 06 minutos

LAS MEJORES PELÍCULAS DE 2005 (2) El cine europeo de 2005 se ha caracterizado por la relativa ausencia de estrenos de autores consagrados. Así, habrá que esperar a que avance 2006 para poder ver las nuevas películas de Lars Von Trier, Pedro Almodóvar o Michael Haneke, entre otros. Sin embargo, con cuentagotas y con considerable retraso, han aparecido por las carteleras algunas propuestas que han contribuido a mostrar la riqueza de una cinematografía que cada vez ensancha más sus opciones estéticas y su mirada social. En 2005 hemos contemplado inesperados éxitos de taquilla (Un toque de canela, de Tassos Boulmetis; Monsieur Batignole, de Gérard Jugnot; Las muñecas rusas, de Cédric Klapisch; Vodka Lemon, de Hiner Saleem); filmes sugerentes, aunque no del todo conseguidos (Brothers, de Susanne Bier; Tierra de abundancia, de Wim Wenders); películas fallidas de realizadores interesantes (5x2, de François Ozon; Fugitivos, de André Techiné;), y hasta algún batacazo incomprensiblemente aclamado por la crítica (El niño, quizá la peor película de los hermanos Dardenne). También es cierto que los azares de la distribución han privado a este cronista de la posibilidad de disfrutar de algunos filmes a priori atractivos, como El hundimiento, de Oliver Hirschbiegel; Las llaves de la casa, de Gianni Amelio; Nuestra música, de Jean Luc Godard, o La pesadilla de Darwin, el falso documental de Hubert Sauper. Sin embargo, 2005 ha dejado un buen puñado de cintas europeas interesantes, que destacamos a continuación:

1. Eleni (Grecia), de Theo Angelopoulos. La nueva película del veterano Angelopoulos se presenta como la primera parte de una trilogía que pretende abarcar buena parte de la historia reciente, desde los sucesos inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial hasta la caída de las Torres Gemelas. No obstante, para su peculiar revisitación del pasado, Angelopoulos sacrifica el aliento épico en aras de una mirada intimista. Menos distanciada y hermética que las películas que le dieron renombre, Eleni es la entrega más reciente de un director a veces discutible y difícil, pero siempre hondamente personal. Su última pieza ha sido una de las pocas obras maestras de 2005.

2. Buenos días, noche (Italia), de Marco Bellocchio. Esta curiosa revisión del cine político italiano destaca por prescindir de los códigos habituales en el celuloide de vocación realista. De este modo, el secuestro y asesinato de Aldo Moro se plasman en un relato que participa de un tamizado onirismo, una recreación histórica de tonalidad pop y hasta ciertos apuntes de cariz intimista. Una inesperada y sobresaliente vuelta de tuerca a los cánones del cine social.

3. Código 46 (Reino Unido), de Michael Winterbottom. El posmoderno Winterbottom crea una fantasía futurista cuyo correlato con el presente resulta indiscutible. Más que a un filme de ciencia-ficción, el espectador asiste a una parábola que tiene como trasfondo los grandes movimientos migratorios actuales. El realizador inglés se vale de una envolvente atmósfera estética, una fotografía que recuerda a algunos momentos del cine de Wong Kar Wai, una lectura social cercana al Fahrenheit de Ray Bradbury y una solvente interpretación de Tim Robbins y Samantha Morton. Una de las mejores distopías de los últimos tiempos.

4. (ex aequo) Agente secreto, de Eric Rohmer, y demonlover, de Olivier Assayas (Francia). He aquí dos películas francesas que ofrecen perspectivas contrapuestas sobre el tema del espionaje. Mientras que el veteranísimo Rohmer rueda un filme sobrio y de claro sustrato teatral, que a veces peca de una excesiva aridez, el joven Assayas opta por un sofisticado y brillante thriller que, sin embargo, en ocasiones corre el riesgo de perderse entre sus múltiples meandros argumentales. Dos películas tan irregulares como fascinantes.

5 (ex aequo). La vida es un milagro, de Emir Kusturica (Serbia-Montenegro-Francia), de Emir Kusturica, y Contra la pared (Turquía), de Faith Akin. De nuevo nos encontramos ante dos miradas distintas a la reciente historia europea. La jovialidad, el ritmo endiablado y los memorables gags cómicos de Kusturica, aquí menos inspirado que en la magistral Gato negro, gato blanco, se enfrentan a la aspereza formal y a la soterrada violencia de Contra la pared. No obstante, en ambos filmes se escucha el latido de una rara esperanza.

Pero, además, 2005 ha dejado otros muchos tonos, secuencias y momentos dignos de tener en cuenta: la sobriedad compositiva de El secreto de Vera Drake (Reino Unido), de Mike Leigh; la valentía temática de Paradise Now (Holanda-Palestina-Alemania-Francia), de Hany Abu-Assad; la truculenta sorpresa final de La dama de honor (Francia), de Claude Chabrol; los trucos estéticos de Largo domingo de noviazgo (Francia), de Jean Pierre Jeunet; la ambientación pictórica de El mercader de Venecia (Italia-Reino Unido-Luxemburgo), de Michael Radford, y los divertidísimos números musicales de Bodas y prejuicios (Reino Unido), de Gurinder Chadha.


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Publicado el sábado, 7 de enero de 2006, a las 13 horas y 33 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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