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MALA CONCIENCIA. El pasado sábado se clausuró la última edición del festival de cine de San Sebastián, que, como de costumbre en el certamen donostiarra, ganó una película checa que pasaba por allí y que no figuraba en ninguna quiniela previa. El caso es que el festival, con la presencia de cuatro películas españolas a concurso, ha contribuido a avivar encendidas polémicas sobre el estado de nuestra cinematografía. Diego Galán, hasta hace pocos años director de dicho certamen, escribía en su habitual columna de los viernes en El País una defensa del cine español y una crítica a la crítica (valga la renuncia) basada dos argumentos. En primer lugar, que en ningún otro país del mundo los críticos de cine desaconsejan ver las películas nacionales, como aquí sucede. En segundo lugar, que una crítica negativa a una película española sólo se puede concebir desde ciertos sectores de la prensa derechista, molesta con la política cinematográfica oficial. El caso es que este cronista, que últimamente no ha sido muy benévolo con las producciones made in Spain, empezó a sentir de inmediato mala conciencia y a escuchar voces interiores que lo tildaban de traidor y reaccionario.
Sin embargo, a pesar de que Galán es un excelente conocedor de la cinematografía española, uno no cree que sus argumentos se sostengan. Para empezar, la crítica patria no es menos condescendiente con nuestro cine que la francesa o la británica, sino más bien al contrario. Quien tenga ocasión de hojear un ejemplar de Cahiers du cinéma o de Sight and Sound, sólo por citar dos de las publicaciones más extendidas sobre la materia en sus respectivos países, puede comprobar los varapalos que recibe buena parte del producto interior bruto, sin que hasta la fecha nadie haya propuesto moderar el tono combativo de tales medios. Por otra parte, el paralelismo entre valor estético y juicio político que hace Galán es inadmisible. ¿O va a resultar ahora que la prensa de izquierdas debería sacrificar la voluntad autocrítica en aras de lo políticamente correcto? Que este cronista sepa, una de las funciones de la crítica comprometida (literaria o artística) ha sido siempre la de indagar en las fisuras del discurso con perspectiva distanciada, para no incurrir en el habitual pecado de ver la paja en el ojo ajeno en lugar de la viga en el propio.
El problema de los juicios entusiastas sobre nuestro cine, que Galán hace suyos, no se limita a una cuestión de gustos personales. De hecho, tales juicios contribuyen a crear un estado de opinión consensuado de tal manera que difícilmente admite disidencias. No se trata de condenar al ostracismo a Armendáriz porque le haya salido mal su última película, pero sí de ampliar el canon estético para que también quepan autores que las pasan canutas para ver distribuidas sus películas pese a ser tan buenos como los nombres más aclamados de nuestro cine. Me refiero a Pablo Llorca (cuya última película, La cicatriz, ni siquiera se ha exhibido por estos lares), Marc Recha (que, cansado de que nadie le hiciera caso, se ha exiliado al cine francés) o Agustí Villaronga (una especie de Kim Ki-Duk mallorquín que cuenta en su haber con un par de genialidades, como El mar y Aro Tholbulkin, esta última presentada en un festival de San Sebastián con más pena que gloria). Y eso por no hablar del polémico caso de Erice, a quien le impidieron rodar su versión de El embrujo de Shanghai por insondables razones económicas. Parece que el único premio al que pueden aspirar los citados autores es el de ver estrenadas sus obras, ya que su grado de rareza les impide figurar habitualmente en las listas de los Goyas y demás premios, copadas siempre por los mismos nombres. A ver cuándo el cine español se da cuenta de que en nuestro país hay excelentes directores a los que no hace ni caso, demasiado preocupado por promocionar mediocridades con autobombo y platillo. Me temo que no lo verán nuestros ojos.
Publicado el lunes, 26 de septiembre de 2005, a las 13 horas y 55 minutos
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UN PUEBLO ES. Obaba, la última cinta de Montxo Armendáriz, ha cosechado excelentes críticas a su paso por el festival de San Sebastián, donde los rumores señalan que acaparará algún premio gordo. Por otra parte, es más que posible que la academia española de cine seleccione el filme para buscar un hueco en las apretadas candidaturas al «oscar» a la mejor película extranjera. Además, cierto escritor de indiscutible buen gusto cinematográfico apuntaba que Obaba no era sólo la mejor producción española del año, sino una de las mejores de los últimos veinte o treinta años. Ante semejantes ditirambos, este cronista salió escopetado al cine más cercano con buenas expectativas y mejores deseos. Si bien Armendáriz no es un «autor» en el sentido «cahierista» de la expresión, sus últimos trabajos (el drama familiar Secretos del corazón y el esbozo histórico Silencio roto) mostraban un buen acabado formal y una notable solvencia narrativa.
La decepción fue, pues, mayúscula. Quien suscribe no halló cosa en Obaba que no fuese recuerdo de la muerte. Y es que la película oscila entre los tópicos más arraigados del cine español (escenario rural, ambientación en la inmediata posguerra) y un pálido sucedáneo de realismo mágico que la mayoría de las veces se despeña por el sentimentalismo ramplón. Lo que no suena a mil veces visto y leído (la historia de la maestra, con su moralina sobre la represión sexual), se resuelve en un absurdo batiburrillo suedofantástico (la presencia de los lagartos informatizados o el caso del inexplicable remitente de las últimas cartas alemanas). No cabe duda de que Armendáriz ha reflexionado mucho antes de emprender el rodaje del filme, tal como ponen de relieve el esfuerzo de síntesis de la película y su alambicada estructura formal. No obstante, Obaba está recorrida por una sensación de desoladora pobreza narrativa que en ocasiones adquiere tintes de involuntaria comicidad (el demencial relato protagonizado por Eduard Fernández, con sus guiños a Taxi Driver). Tampoco el marco de la película funciona debidamente como historia exenta, a causa de sus numerosas concesiones a un romanticismo tan empalagoso como poco verosímil (¿quién se cree la «conversión» rural de la protagonista en un fin de semana?). Ni siquiera acierta Armendáriz con la cronología del relato, pues Mercedes Sampietro se conserva bastante más joven que sus alumnos. Y, en cuanto a la plasmación estética, basta con decir que uno echa de menos hasta esos toques kitsch a los que es tan proclive el amigo Garci.
En fin… Este cronista podría seguir enumerando las flaquezas de una película que parece hecha a la medida de los detractores del cine español. Hace poco el director de la Mostra de Venecia acusaba a nuestra cinematografía de haberse quedado varada en un anacrónico costumbrismo. Desde luego, los manidos clichés de Obaba no desmienten dicha afirmación. Pero aún hay algo más preocupante: el beneplácito unánime obtenido por el filme, al que han contribuido las declaraciones de Bernardo Atxaga (co-demiurgo del desaguisado), dicen bien poco a favor de la capacidad autocrítica del «nuevo» cine español. A este paso, la mitología cursi de Obaba acabará por constituir una versión políticamente concordada de la España de «charanga y pandereta». No digo más.
Publicado el lunes, 19 de septiembre de 2005, a las 20 horas y 53 minutos
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EL CENICIENTO. Cinderella Man, la nueva incursión cinematográfica del dueto Ron Howard / Russell Crowe, es uno de esos edificantes relatos de autoayuda y superación que tanto gustan al auditorio norteamericano. Sin embargo, el fracaso del filme en la taquilla estadounidense parece haber animado a la crítica europea a descubrir valores cinematográficos susceptibles de escapar a la miopía del sistema hollywoodiense.
Lo cierto es que, más allá de manidas polémicas intercontinentales, Cinderella Man es un filme que no disuena lo más mínimo en el horizonte del nuevo Hollywood, salvo por su deliberado sabor añejo, que tal vez haya sido la causa de su fracaso. La película de Ron Howard es absolutamente convencional: ni su historia de ascenso-caída-redención ni su drama familiar encierran sorpresas a lo largo de un metraje tirando a prolijo. Howard se las apaña para incurrir uno tras otro en todos los tópicos del cine de boxeo, amparado en la supuesta veracidad de los hechos que narra (está por ver si se trata de una veracidad sui generis, como en el caso del Nash de Una mente maravillosa). En cualquier caso, como las normas de la realidad no son las mismas que la de la ficción, a este cronista la hagiografía de James Braddock se le antoja poco verosímil, quizá por la ausencia de brutalidad que se le supone a todo boxeador. Así, al convertir a Braddock en una «hermanita de la caridad» con guantes de boxeo, Howard logra el filme que deseaba: un híbrido más bien indigesto entre Rocky y una fábula moral al estilo de Frank Capra. El filme no sale bien parado ni en uno ni en otro campo. No sólo decepcionará a los aficionados a los mamporros pugilísticos, sino también a quienes busquen algo de encarnadura humana en los personajes. Esta vez ni siquiera Russell Crowe, secundado por una insoportable René Zellwegger, consigue sacarle las castañas del fuego a Howard. Crowe se limita a prestar al papel una mirada bovina de escasa expresividad y a recordar en horribles flash backs la miseria familiar como impulso para el triunfo.
Tras la enémisa victoria pírrica del protagonista uno ya está deseando que le partan la cara o que Braddock se deslice por los vericuetos del fino Laína. Pero no hay manera. Braddock termina la función siendo el rey del KO técnico y el ángel del Madison Square Garden. Es entonces cuando uno empieza a echar de menos la animalidad del Jack la Motta interpretado por De Niro en la espléndida Toro salvaje, de Scorsese, o la voluntaria trasgresión genérica de Million Dollar Baby, el último Eastwood. Aunque, a esas alturas, ya ha sonado la campana y el que suscribe emplea todas sus potencias en salir pitando de tamaño desaguisado. Da miedo pensar qué haría Howard con la biografía del inefable Potro de Vallecas.
Publicado el viernes, 16 de septiembre de 2005, a las 13 horas y 12 minutos
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MAGIA POTAGIA. El secreto de los hermanos Grimm, la esperada nueva película de Terry Gilliam, es un filme tan atractivo como desequilibrado. De hecho, el retrato burlesco de los protagonistas (unos sosos Matt Damon y Heath Ledger) contrasta con el trasfondo onírico de la narración. Así, mientras la definición de los personajes principales y las anécdotas secundarias se atienen a una suerte de remozada picaresca, la atmósfera de la película se halla traspasada por un clima malsano propio del cine fantástico. Esta confluencia de elementos dispares —más una amalgama que una aleación— provoca cierto aturdimiento en el espectador. Quien acuda a ver El secreto de los hermanos Grimm esperando un mero despliegue de pirotecnia saldrá probablemente tan defraudado como quien busque una fiel recreación de los cuentos de los hermanos Grimm. Este carácter híbrido explica tal vez el fracaso de la película, demasiado refinada para los paladares de Hollywood y demasiado tosca para los críticos sesudos, como pudo comprobarse tras su pase en la Mostra de Venecia.
Y, sin embargo, El secreto de los hermanos Grimm tiene un raro encanto que compensa sus vacilaciones estilísticas y sus ocasionales salidas de tono. A estas alturas, cualquier espectador bien informado sabe que el ex-Monty Python Terry Gilliam ( Brazil, Doce monos) es uno de los pocos directores que aún conciben el cine como un ejercicio de taumaturgia. Gilliam maneja la cámara como el mago su chistera. Y domina sus trucos. Así, las oblicuas referencias a Hansel y Gretel, Caperucita Roja o La bella durmiente se vierten en imágenes precisas que consiguen escapar a la trivialidad. Gilliam acerca su relato a los lindes del cuento gótico mediante una subtrama de hombres-lobo, niñas secuestradas y reinas que se resisten al paso de la edad y esperan el beso que las devuelva a la vida. Aquí se encuentra sin duda lo mejor de la película, que pierde interés cuando se centra en las discusiones bizantinas de los hermanos Grimm o cuando pretende ofrecer un desmitificado lienzo histórico (la parte concerniente al capitán francés encarnado por Jonathan Pryce).
En suma, El secreto de los hermanos Grimm consigue contrarrestar sus numerosas deficiencias narrativas con una portentosa imaginería visual. Es cierto que se trata de un filme irregular, pero, como me decía el otro día un amigo, “hay cosas que sólo se ven en una película de Terry Gilliam”.
Publicado el miércoles, 14 de septiembre de 2005, a las 19 horas y 40 minutos
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NO ES TAN FIERO EL LEÓN. Hace unos años un crítico de cine guasón hacía el siguiente comentario: “Deberían entregarle un león al Sr. Manchewski. A ser posible, vivo”. El comentario, motivado por un seudowestern de infausta memoria, se inscribía dentro del ámbito de la Mostra de cine de Venecia, cuyo premio principal es el León de Oro. Pues bien, la nueva edición del festival de Venecia se clausuró ayer y, aunque este cronista tampoco estuvo allí (va a ser cuestión de empezar a pedir subvenciones), sí leyó las suficientes críticas como para formarse una idea de las películas más interesantes exhibidas este año. Ahí va, por tanto, una síntesis de la Mostra en cinco comprimidos:
Brokeback Mountain. La ganadora del León de Oro fue esta película de nacionalidad norteamericana, aunque dirigida por el taiwanés Ang Lee. Tras el fiasco de Hulk, el polifacético Lee regresa al cine independiente para ilustrar un singular western romántico cuya peculiaridad reside en abordar el tema homosexual. ¿Conseguirá desmitificar Lee a los varoniles cowboys? ¿Será tan buena la interpretación de Heath Ledger como dicen? ¿Consistirá el filme en un encubierto homenaje al Mel Brooks de Sillas de montar calientes?
Buenas noches y buena suerte. George Clooney, en su segundo trabajo como realizador, logró conciliar las preferencias de crítica y público. Pese a que al final no obtuvo el León de Oro, su dura crítica a la «caza de brujas» del senador McCarthy, rodada en un sobrio blanco y negro, logró el premio al mejor guión, a la mejor interpretación (para David Straithairn) y el de la crítica internacional. Ahí es nada.
Mary. El inefable Abel Ferrara ganó inesperadamente el León de Plata (premio especial del Jurado) con una de sus negrísimas historias de caída y redención. Esta vez sin recurrir a sus habituales tamices genéricos, Ferrara trata de manera directa la preocupación religiosa que subyace en la mayoría de sus filmes. Juliette Binoche presta su rostro a una actriz que, tras interpretar a María Magdalena, acaba por asumir el papel del personaje. Amenaza con ser la versión políticamente incorrecta de La Pasión de Mel Gibson y con crear más escándalo que La última tentación de Cristo.
Los amantes regulares. Philippe Garrel, uno de los emblemas de la nouvelle vague, se enfrenta a la revolución de mayo del 68 en un filme en blanco y negro de tres horas de duración. Promete un estilizado cóctel de drogas, sexo y nostalgia. Con todo, algunos críticos han mostrado ciertas reservas hacia sus diálogos existenciales henchidos de trascendencia. Obtuvo el León de Plata al mejor director y el premio a la mejor contribución artística.
La bestia en el corazón. La realizadora italiana Cristina Comencini elabora en este filme una rara tragicomedia familiar que oscila entre el costumbrismo neorrealista y el dramón de sobremesa (no en vano, uno de sus temas es el del abuso sexual a los niños). La película, tal vez por la cuota de patriotismo inherente a los festivales de cine, se alzó con la Copa Volpi a la mejor actriz para Giovanna Mezzogiorno.
Y, además, se han visto estos días en el Lido otras películas destacadas: Espejo mágico, un nuevo experimento del casi centenario realizador portugués Manoel de Oliveria; Lady Venganza, donde el coreano Park Chan-Wook termina la trilogía comenzada con Mr. Venganza y proseguida con Old Boy; Gabrielle, un drama intimista del francés Patrice Chéreau; Everlasting regret, una melancólica «chinoiserie» de Stanley Kwan; Gaspartum, marcianada del ruso Alexei Guerman; El jardinero fiel, adaptación de John Le Carré a cargo del brasileño Fernando Meirelles, o El secreto de los hermanos Grimm, de Terry Gilliam, cuya crítica pronto estará disponible en esta página.
Publicado el lunes, 12 de septiembre de 2005, a las 13 horas y 08 minutos
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EL REINO DE ESTE MUNDO. Princesas, la última película de Fernando León de Aranoa, mantiene una congruencia interna con el universo cinematográfico de su director y un claro compromiso con lo que se ha llamado, de manera tan simplista como efectiva, «cine social». Sin embargo, Princesas no es un filme social al uso, o, al menos, no lo es en la medida en que en él importa menos el hecho sociológico de la prostitución (por ejemplo, el debate acerca de su posible legalización) que el retrato de los personajes que cruzan la pantalla. En este sentido, Fernando León sacrifica la mirada a la realidad exterior en aras del análisis psicológico de sus personajes. Es en esa decisión donde reside la principal valentía del filme y donde cabe ubicar sus principales logros.
El reto que el director afronta en Princesas es de parecida complejidad al que ya había asumido en sus dos filmes anteriores, los interesantes pero irregulares Barrio y Los lunes al sol. Si en el primero Fernando León se había metido en la piel de unos adolescentes en un barrio deprimido y en el segundo en la de unos parados de mediana edad en una ciudad industrial gallega, ahora debe hacer creíble a un personaje no menos difícil: el de una prostituta madrileña. Y cabe admitir que el realizador sale bien parado del desafío. De hecho, el personaje magníficamente interpretado por Candela Peña no es un mero estereotipo, sino que durante la función consigue transmitir una imagen cercana y alcanzar una cierta complicidad con el espectador. A ello contribuyen tanto la parquedad argumental de la película, a veces próxima al lenguaje del documental, como la naturalidad de buena parte de los diálogos, construidos sobre una dramaturgia de nítida base teatral. Lástima que en el preciso engranaje de Princesas haya algunos detalles que no acaben de armonizar en el conjunto. Por ejemplo, el núcleo familiar de la protagonista, aunque intente justificarse por la voluntad de huir de los tópicos, no resulta verosímil; así, en las escenas corales, el personaje de Candela Peña parece más una vecina invitada que un miembro de dicha familia. Tampoco el realizador escatima algunas escenas sórdidas (el episodio de los baños del restaurante) que, en lugar de aumentar el impacto en el espectador, acaban restándoselo por su excesivo tremendismo. Y, sobre todo, la notable historia de amistad entre la protagonista y una prostituta dominicana se ve lastrada por un desenlace demasiado demostrativo que, paradójicamente, va en detrimento de la sobriedad tonal de la cinta.
Son éstos, en fin, «peros» menores de una película que, sin ser excelente, al menos logra escapar a los tics habituales del «cine de tesis» y permite albergar fundadas expectativas acerca de la «mala salud de hierro» del cine español.
Publicado el jueves, 8 de septiembre de 2005, a las 20 horas y 19 minutos
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LA NOCHE DEL ESTROPICIO. La noche del hermano, opera prima de Santiago García de Leániz, ha despertado ciertas expectativas cimentadas en la anterior trayectoria profesional del director, cuyo nombre aparece ligado a proyectos como Te doy mis ojos, de Icíar Bollaín. Con semejantes antecedentes, y teniendo en cuenta el tema que aborda el filme, uno estaba preparado para disciplinarse durante hora y media con una crónica social teñida de negrura y desolación. Este cronista esperaba, en fin, que La noche del hermano siguiese las huellas de la última película de Saura, la interesante El séptimo día, que tenía algo de drama rural con trasfondo sociológico. Sin embargo, La noche del hermano logró desbaratar en pocos minutos todos los prejuicios de quien suscribe.
De hecho, la película de García de Leániz toma como pretexto una reciente noticia de sucesos —el famoso caso del joven de la katana— para fabricar un psychothriller que se aleja deliberadamente de la estética realista. Ahora bien, el cambio se revela francamente desastroso. Salvo por su arranque prometedor, La noche del hermano es un cúmulo de despropósitos donde nada funciona: ni su presunta tonalidad poética, ni el inverosímil triángulo amoroso que acaba por asfixiar la trama, ni la resolución tan determinista como chapucera, que incluye dos de las armas del crimen más ridículas que este espectador haya tenido ocasión de ver en la pantalla (sólo superadas por el mortífero bibelot de Infiel, de Adrian Lyne). Lo que más desespera, con todo, es que al final de la proyección uno no sepa qué ha querido rodar García de Leániz: ¿una fábula poética y siniestra?, ¿un thriller malsano al estilo de David Lynch?, ¿un relato de tesis galdosiano sobre la influencia de la herencia genética y del entorno ambiental en el carácter? En cualquier caso, La noche del hermano se queda a medio camino de todo. Prueba de la amalgama tonal de este filmíbrido —si se me permite el dudoso neologismo— son los papeles de Icíar Bollaín y de Luis Tosar, cuyos personajes parecen haberse escapado de otro rollo de celuloide.
Hasta la voluntarista interpretación de los actores queda lastrada por los roles que deben representar: Joan Dalmau relegado a un sucedáneo de abuelo Cebolleta, Pablo Rivero empeñado en resultar creíble como malo «maloso», y Jan Cornet que simplemente pasaba por allí. Al final, su mirada de estupefacción es lo único que comparte el espectador, perdido en la empanada de imágenes seudolíricas y en la retórica hueca de La noche del hermano.
Publicado el sábado, 3 de septiembre de 2005, a las 13 horas y 46 minutos
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