SOLEDAD. Nunca he estado mejor acompañado ni más solo. Esas paradójicas palabras resuenan en mi cabeza desde hace tiempo. Las pronuncio, en silencio, mientras paseo por estas calles que me han visto crecer y jugar y que ahora me acogen como a un turista, como a un extranjero. O cuando cierro los ojos delante de la pantalla, intentando descansar...
Nunca he estado mejor acompañado ni más solo: vivo en mi ciudad, en la ciudad de mis familiares y amigos, con la mujer de mis sueños y un bebé sano y alegre. No puedo pedir más. Pero trabajo sin acompañantes ni compañeros, en un cuarto donde no escucho más que el esporádico sonido del teléfono, el permanente zumbido del ordenador y, de vez en cuando, algún disco.
Apenas echo en falta la redacción del periódico. Prefiero trabajar sin compañía. Solo.
Las horas cunden más cuando nadie molesta, cuando nada distrae.
Pero la soledad, además de una amante inoportuna, como
cantaba Sabina, es una anfitriona temible: te agasaja y te adula para que puedas sentirte a tus anchas, pero al menor descuido te traiciona. La soledad perturba. Corrompe. Disfruta mientras alarga los minutos y nos sumerge en el tedio, o cuando los acorta y nos llena de inquietudes. O al concederte toda la libertad que quieras.
Nunca la vencerás abriendo el navegador o el frigorífico, conectando la radio o la televisión, conversando a través del teléfono o el
messenger.
A la soledad hay que domesticarla. Si te rindes a sus caprichos y sus tentaciones, juega contigo. Para trabajar en soledad, sin jefes ni colegas que vigilen tus movimientos, sin más ojos que los tuyos, es preciso ser disciplinado y rutinario.
Soledad. La aliada más fiel. La adversaria más peligrosa.