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TORMENTO ESTIVILL. Se acabó. Ya no volveremos a llevarle en brazos al dormitorio dispuesto a pasar el tiempo que haga falta junto a la cuna. Ya no estaremos pendiente de él, atento al menor de sus movimientos. Ya no le cantaremos. Ya no le contaremos cuentos que aún no puede entender. Ya no le calmaremos con el biberón de agua. Pero, sobre todo, ya no veremos, en la penumbra del cuarto, cómo lucha contra el sueño y cuántas veces lo vence, justo cuando parece rendido, y cómo resurge y se incorpora, victorioso, siempre con ganas de jugar o de ser abrazado. Ya nunca le volveremos a coger después de tumbarle en la cuna, aunque llore lágrimas negras, desamparado y decepcionado. Se acabó. Ya nunca se dormirá mientras le acariciamos las cejas, o la nuca, o un bracito, ni tampoco mientras posamos una mano en su espalda, o en su cabecita, para que perciba que no está solo. Ya nunca le acompañaremos. Ya nunca veremos cómo gira de un lado a otro de la cuna sin soltar a su osito, ni cómo acaba encontrando la etiqueta del peluche y la acaricia muy despacio, con las yemas, a menudo entreabriendo los ojos para comprobar que seguimos allí, con él. Ya nunca se quedará dormido asido a uno de nuestros dedos. Ya nunca le acompañaremos un cuarto de hora, media hora, una hora, el tiempo que haga falta. Mañana aplicamos el método Estivill. Y sin titubeos. Los primeros días lo aplicaré yo. Le dejaré en la cuna, le diré que le queremos mucho, apagaré la luz y cerraré la puerta. Romperá a llorar, pero esperaré un minuto en el pasillo. Volveré a entrar. Repetiré que le queremos mucho, otra vez, pero sin apenas rozarle. Saldré. Seguirá llorando. Esperaré tres minutos. Estará tres minutos llorando, llamándonos. Entraré. Volveré a repetir, espero que se lo crea, que le queremos mucho. Saldré. Si no ha dejado de llorar, esa vez aguardaré cinco minutos. Y también todas las siguientes veces de esa noche. Y siempre que entre le explicaré que le queremos mucho...

Publicado el lunes, 17 de enero de 2005, a las 2 horas y 29 minutos

JIM THOMPSON. De «Sólo un asesinato»: «Si eres como yo, a lo largo de tu vida probablemente habrás visto a un millar de parejas que te hacen preguntarte por qué y cómo alguna vez llegaron a juntarse. Y si eres como yo solía ser, probablemente se lo achacas al alcohol o a las prisas».

Publicado el domingo, 16 de enero de 2005, a las 12 horas y 51 minutos

CÓMO TENDER LA ROPA. Actúa con sigilo y precisión. Cuelga las camisas por los faldones, los pantalones por el dobladillo, los jerséis delicados, si es posible, en horizontal. La ropa interior de tu mujer, en el centro, para dificultar el trabajo a los fisgones. Si duermes en una cama dos por dos y usas fundas nórdicas de varios kilómetros cuadrados, ármate de paciencia. Pero, sobre todo, tiende la ropa como si estuvieras en la cárcel o en el metro de Nueva York: evitando que tus ojos se topen con otros ojos. O sea, sin mirar a las vecinas. Podrías complicarte la vida.

Publicado el viernes, 14 de enero de 2005, a las 12 horas y 07 minutos

QUÉ ¿Y ahora qué? Vaya pregunta. Ya te has casado. Ya tienes descendencia. Ya vives con quien quieres y donde quieres. Ya has tocado techo. Pero sólo tienes treinta y tantos años. Eres un privilegiado de treinta y tantos años. ¿Qué te queda por hacer? Puedes ganar más dinero, criar más hijos, comprarte un coche y una casa más grande, además de un apartamento o un adosado en la playa. Bien. ¿Y qué?

Un privilegiado, sí. Podrías padecer hambre. Podrías subsistir humillado y ofendido, oprimido o reprimido, en medio de una guerra o del caos. Pero llenas el frigorífico en un tranquilo barrio de clase media de una apacible ciudad de provincias de un acomodado país europeo. Vives sin miedo, casi sin preocupaciones. Todavía no temes al cáncer ni al alzhemier. La muerte parece muy lejana.

Te avergüenza reconocer que tus principales adversarios son el conformismo, la pereza y el aburrimiento. Sobre todo, el aburrimiento. Has caído en la cuenta de que se ha convertido en tu peor enemigo al leer la última novela de Graham Swift. Al toparte con estas palabras: «Desde que llevo haciendo este trabajo he visto más de un matrimonio que se ha ido al traste, que se ha declarado la guerra, y por la única razón —es lo que deduzco de lo que veo— de que en esos años en que vivieron seguros y estables y bien instalados, algo se perdió, algo desapareció. Se aburrieron».

Publicado el jueves, 13 de enero de 2005, a las 0 horas y 40 minutos

LENIN. Te cosieron los labios. Te sacaron los ojos y los cambiaron por bolas de cristal. Te descuartizaron el cerebro y lo guardaron en una caja fuerte. Y, como no te pudieron congelar, te momificaron. Sesenta y nueve años después, parecías un muñeco de cera.

Fuiste mi primer cadáver. Quizá hubo algunos antes —tal vez mis abuelos paternos o mi tío—, pero no los recuerdo.

Para celebrar el paso del Ecuador, el tercero de los cinco cursos de la carrera, se nos ocurrió viajar a Moscú y San Petersburgo dos años después del desplome de la Unión Soviética. En una semana intentamos tomar el pulso a la Rusia de Yeltsin. A un par de ciudades resacosas de comunismo, escasas de alimentos y repletas de mercadillos donde compramos matrioskas, vodka y antiguos uniformes del Ejército Rojo. Aún conservo un cinturón con la hoz y el martillo en la hebilla. Después de regatear, me costó un dólar.

San Petersburgo —donde pretendías ser enterrado— ya no se llamaba Leningrado. La «Venecia del Norte» nos deslumbró no sólo por la Perspectiva Nevski, el inabarcable Hermitage, los puentes sobre el Neva o el fascinante y gélido Báltico donde casi se ahogó mi amigo Mariano cuando el hielo cedió bajó sus pies, sino también porque nos atrajo mucho más que Moscú, nuestro primer destino. Los dos o tres días que pasamos en la caótica y grisácea capital no dieron mucho de sí. Como casi todos, me dejé llevar por las guías a los lugares que no podíamos perdernos. Pero no pudimos entrar a la catedral de San Basilio, en obras, ni al antiguo edificio de la KGB, que vislumbramos desde el autobús. Un promotor avispado podría haberlo convertido en una escala turística más que rentable. Como tu mausoleo.

Contaba Daniel Utrilla en un magnífico reportaje que tu tumba llegó a ser «la meca del comunismo». Durante décadas, desfilaron millones de fervorosos peregrinos. Con escasas excepciones: «En 1934 un granjero llamado Mitrofane Nikitin quiso rematarle con una pistola. Los guardias lo impidieron, aunque Nikitin logró suicidase allí mismo de un tiro en la cabeza. En 1959, un hombre arrojó un martillo contra el ataúd de cristal y lo agrietó, proeza emulada un año después por un tal Mijailov, que rompió de una patada el sarcófago, lo que obligó a blindarlo a prueba de comunistas resentidos», escribía el corresponsal.

Pero en la primavera del 93 yacías junto al Kremlin para ser contemplado por turistas como yo, más que por bolcheviques nostálgicos. Aquel año ya no se celebró oficialmente tu cumpleaños —me acuerdo porque nacimos el mismo día— y la guardia de honor que velaba el mausoleo fue eliminada.

La visita duró poco. Entramos, bajamos unas escaleras y desfilamos ante tu momia. Éramos muchos y no nos dejaron detenernos. Entonces no me fijé en que tenías contraída la mano derecha, en vez de la izquierda.

Publicado el martes, 11 de enero de 2005, a las 13 horas y 25 minutos

OTROS TIEMPOS. Otro siglo. A mediados de los noventa, los tíos de mi edad habíamos pasado miles de horas jugando en maquinitas, en consolas antediluvianas, en spectrums o amstrads y, finalmente, en la play y en los PCs. Algunos, cuando pasábamos el BUP –eso que ahora llama ESO, creo– tuvimos una asignatura llamada Informática donde aprendíamos un lenguaje llamado Basic... que sólo nos servía para aprender a mover un punto de un lado a otro de la pantalla. Varios años después casi todos sabíamos manejar el word, el excel y poco más. Pero todos poníamos en el currículum chorradas rimbombantes sobre nuestros conocimientos del sistema operativo Windows. En fin, no teníamos ni zorra idea del asunto, pero podíamos impresionar a nuestros padres –para que nos regalaran un ordenador multimedia compatible con los últimos juegos había que venderles que los necesitábamos para los trabajos universitarios– e incluso a nuestros jefes. Era fácil dar el pego, porque a la mayoría les costaba hasta encender el ordenador.

Y en éstas llegó Internet. Una inmensa biblioteca virtual al alcance del teclado. Ingentes cantidades de conocimientos. Toneladas de información. Llegó Internet: la peña dejó de comprar discos y revistas pornos.

Como a cualquiera de mis colegas, me gustaba perder el tiempo navegando. Por suerte (ojo: la suerte puede ser buena o mala), lo perdía en el lugar adecuado: en el curro. Para uno de mis jefes de entonces, un recién llegado que supiera manejar el correo electrónico ya era un as informático. Un lustro después le preguntaron si sabía de alguien que no naufragara en Internet, y aquí estoy.

Publicado el lunes, 10 de enero de 2005, a las 14 horas y 46 minutos

TATUAJE. El otro día me dio por inmortalizar con un tatuaje tu nombre. A mitad de camino, pregunté si podría borrarlo cuando me diera la gana. O sea que no: esto no es un diminutivo cariñoso.

Publicado el sábado, 8 de enero de 2005, a las 19 horas y 50 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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