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EL MUNDO LIBRE. El alemán Wim Wenders fue uno de los emblemas del cine de autor europeo durante los años setenta y ochenta. Sin embargo, desde comienzos de la década del noventa su trayectoria se volvió un tanto errática, de manera que su filmografía reciente encadena películas atractivas (el seudodocumental Lisbon Story), irregulares (El hotel del millón de dólares) o francamente desconcertantes (El final de la violencia). En todo caso, las citadas películas se caracterizan por diluir su progresión narrativa en aras de un tono ensayístico donde la reflexión metagenérica prevalece sobre la sustancia argumental. En vista de estos precedentes se explica que la crítica haya saludado el estreno de Land of Plenty, la última película del director, como una auténtica resurrección de la «impronta Wenders». No obstante, y aun tratándose de un filme menos críptico que sus antecesores, no se le puede negar a Land of Plenty una vocación discursiva de donde emanan tanto sus aciertos como sus defectos.

De hecho, Land of Plenty es una película «de tesis», por más que dicha etiqueta se nos pueda antojar a estas alturas anacrónica o poco funcional. Sin embargo, que nadie espere que este celuloide sea el vehículo de encendidas proclamas políticas o de soflamas antiestadounidenses. Al contrario, la película de Wenders indaga en los traumas de la América «post 11-S» para ofrece un mensaje conciliador, en los aledaños de un misticismo laico a veces algo enfadoso. La película se estructura como un descenso a los infiernos personal y colectivo. El primero aparece encarnado por el personaje de Paul, un ex-veterano de Vietnam acosado por los recuerdos de la guerra y víctima de una paranoia que le hace ver por todas partes enemigos del sistema. A su vez, el espectáculo de la degradación social que prolifera en los contornos de las grandes urbes se observa a través de los ojos de Lana, la joven sobrina del anterior, educada en Tel Aviv, que se instala en una misión religiosa a las afueras de Los Ángeles. A partir del encuentro entre ambos personajes, el filme se transforma en una road movie cuyo destino último es un viaje a los orígenes (vitales, emocionales) de los protagonistas.

Sin embargo, pese al indudable interés de la premisa, Wenders no siempre sabe evitar los escollos que jalonan su propuesta. Por una parte, la evolución psicológica de Paul es demasiado abrupta, a tal punto que no sabemos si es el resultado de una liberación espiritual o el producto de una milagrosa curación mental motivada por los ruegos de su sobrina. Por otra parte, la finalidad didáctica del filme se escora hacia un desenlace redentorista a todas luces innecesario, que acaba volviéndose en su contra. Tampoco las soluciones cinematográficas son siempre las mejores. Así, expresar la demencia de Paul mediante largos monólogos enunciados directamente ante la cámara —aunque Wenders se valga del subterfugio de la grabación magnetofónica— se revela un recurso machacón y forzado. Lo mismo puede decirse del excesivo lastre doctrinario, que no siempre se traduce en imágenes de forma adecuada. Asimismo, la utilización arbitraria de distintas texturas visuales parece tener el único propósito de reiterar algunos planos que bien podrían ahorrársele al espectador por medio del desprestigiado mecanismo de la elipsis. No obstante, negar la pertinencia del filme de Wenders aludiendo a estas debilidades estéticas sería como analizar el atentado de las Torres Gemelas desde una perspectiva netamente fílmica. A veces los imperativos de la realidad obligan al cineasta a convertirse en cronista y a sustituir la mirada distante por el apunte de urgencia. Suele ser entonces cuando el crítico se encarga de colgarle a la película el sambenito de «necesaria». No caeremos aquí en esta falta de tacto lingüístico: bastará con decir que Land of Plenty, a pesar de que no nos devuelva al mejor Wenders, es un filme que merece una oportunidad en el proceloso piélago de la cartelera semanal.

Publicado el lunes, 16 de mayo de 2005, a las 19 horas y 41 minutos

MADRE CORAJE. Heroína, el último largometraje de Gerardo Herrero, es un claro ejemplo de «película de guionista». De hecho, a lo largo del filme se advierten las principales claves de la escritura cinematográfica de Ángeles González Sinde, ya sea al servicio del propio Herrero (Las razones de mis amigos, basada en una excelente novela de Belén Gopegui) o de otros directores (La buena estrella, de Ricardo Franco). Esta mirada también se observa en la única incursión que la autora ha realizado tras las cámaras (La suerte dormida, protagonizada ya por Adriana Ozores). González Sinde es, pues, una magnífica guionista que suele abordar temas de actualidad social evitando caer en el dogmatismo bienintencionado y en las estridencias de que tanto gusta la prensa amarilla. Esta voluntad se advierte a lo largo del metraje de Heroína y se convierte en la mejor aliada de un filme que, sin embargo, a la postre se revela un tanto convencional y bastante alicorto.

Es difícil saber dónde reside el problema de la película: si en el desarrollo previsible de un argumento demasiado manido, en la perspectiva adoptada o en la débil subtrama policíaca, que mengua verosimilitud a un relato «basado en hechos reales». Esta película está narrada desde la perspectiva de un testigo externo, aunque implicado directamente en el caso (la madre del protagonista), frente a lo que sucede en casi todas las buenas películas sobre el tema de la drogadicción —desde la magnífica Drugstore Cowboy, de Gus Van Sant, a la muy digna 27 horas, de Montxo Armendáriz—, relatadas desde la óptica de las víctimas. Éste es el riesgo principal que asume Heroína: contar al mismo tiempo la evolución psicológica de la protagonista y la evolución moral de una sociedad que, en la época en que se ambienta el filme (los últimos años ochenta), no estaba dispuesta a admitir la gravedad de un conflicto de enormes proporciones. Sin embargo, a comienzos de la década del dos mil, la reivindicación que esgrime Heroína, con su defensa explícita de que los toxicómanos han de ser tratados como enfermos, se antoja, si no anacrónica, al menos obvia. Nadie niega hoy la importancia social del tema tratado ni intenta atenuar la responsabilidad de los «narcos» en el incremento de la drogadicción.

Por lo tanto, ¿cuál es el propósito de Heroína? ¿Se trata acaso de un filme sobre la historia de la España reciente? ¿De un retrato policíaco-costumbrista, con «macarras» de opereta, escenario gallego y áspera emotividad? ¿De una indagación psicológica en las consecuencias de la drogadicción en el núcleo familiar? ¿O más bien de un esforzado ejercicio de «autoayuda y superación», con Adriana Ozores interpretando a una Erin Brockovich más convincente que la encarnada por Julia Roberts? Probablemente Heroína quisiera tener algo de todos estos ingredientes, pero no acaba de decidirse por ninguno de ellos, como si la ambigüedad del personaje principal (el único hecho de carne y hueso) se proyectase sobre el celuloide. Y es ese carácter híbrido lo que al final hace que la apuesta de Herrero / González Sinde no se distinga sustancialmente de la de cualquier telefilme de sobremesa sobre la materia. En fin. Otra vez será.

Publicado el miércoles, 11 de mayo de 2005, a las 18 horas y 21 minutos

UNA DE CRUZADOS. El estreno de El reino de los cielos confirma el interés de Ridley Scott por el cine histórico tras varias (y desiguales) incursiones por estos derroteros: Los duelistas, su opera prima; 1492, la película «oficial» del quinto centenario de la conquista de América, y la reciente Gladiator, que supuso una reactivación del viejo género del peplum. Además, El reino de los cielos retoma un antiguo proyecto del realizador, que en principio iba a llamarse Las cruzadas y a estar protagonizado por… Arnold Schwarzenegger. En todo caso, estas premisas son suficientes para explicar la expectación motivada por su nueva película.

Pues bien, probablemente El reino de los cielos no defraudará a los fans del espectáculo histórico, pero tampoco provocará el entusiasmo de quienes, como este cronista, no sienten especial simpatía por ver a unos tipos vestidos con trajes de malla y pegando mandobles. Pero tampoco quisiera parecer injusto. El filme de Scott se aleja deliberadamente de bodrios como El rey Arturo y pretende ofrecer un discurso hasta cierto punto original. Para ello, el director toma prestada la estructura de Gladiator: un hombre ajeno a las grandes páginas de la historia y de vuelta de todo debe enfrentarse, por esas casualidades que tiene la vida, con el poder establecido, hasta llegar a convertirse en un gran líder. No obstante, varios aspectos chirrían en esta estructura. En primer lugar, Orlando Bloom, tan perdido aquí como en la guerra de Troya, se revela incapaz de insuflarle a su personaje la grandeza moral que requiere, por lo que uno acaba congraciándose antes con el magnánimo Saladino que con un héroe francamente soso. En segundo lugar, Scott cae a lo largo del relato en numerosos convencionalismos, entre los cuales cabe destacar una forzada historia de amor que parece cumplir únicamente el objetivo de alargar el metraje y propiciar el inevitable happy end. Y, por último, se echa en falta el aliento shakesperiano de los grandes filmes históricos, sustituido aquí por unas réplicas más o menos ingeniosas pero carentes de intensidad dramática.

Sin embargo, El reino de los cielos también tiene algunas virtudes que lo distancian de los filmes de aventuras posmodernos y lo dotan de un agradable sabor clásico. Además de la cuidada ambientación, cabe resaltar la notable planificación de Scott —que, por más que les pese a sus detractores, es un auténtico «director de raza»—, sobre todo en las escenas de batalla, menos confusas de lo habitual a pesar de ceñirse al modelo interactivo de Salvar al soldado Ryan. También el elenco de lujosos secundarios —desde Liam Neeson a un acartonado Jeremy Irons, pasando por el malvado Brendan Gleeson o por el excelente David Thewlis— contribuye a animar el desfile histórico. Y he dejado para el final el aspecto probablemente más llamativo del filme: su clara ambigüedad moral, muy adecuada al relativismo ideológico posmoderno, aunque cuando menos sorprendente en su transposición histórica. Y es que Scott no se limita a ofrecer una relectura de las cruzadas, sino que las reescribe con absoluta impunidad. Resulta ahora que los cristianos no iban a liberar Jerusalén del poder musulmán, sino a materializar la idea de un estado ilustrado donde predominasen la concordia y el multiculturalismo. Seguro que por menos de eso Torquemada mandó a algunos a la hoguera. Con todo, este cronista no puede sino simpatizar con una perspectiva tan extravagante, mistificadora y, en el fondo, bienintencionada, pues Scott lanza un mensaje integrador poco habitual en los filmes surgidos bajo los auspicios de la administración Bush. Aunque sólo fuera por eso, habría que darle una oportunidad a El reino de los cielos.

Publicado el lunes, 9 de mayo de 2005, a las 17 horas y 40 minutos

DEL ESPIONAJE COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES. Este cronista rescató el otro día, mediante el expeditivo procedimiento del autorregalo, Triple agente, la última película del prolífico, francés y octogenario Eric Rohmer. Para quienes estén acostumbrados a la elaborada espontaneidad y a los ambientes cotidianos que suele desplegar en sus ficciones este dinosaurio de la nouvelle vague, habrá de sorprenderles la incursión del realizador en el cine de género, como es el modelo del filme de espías, al que el británico John Boorman quiso dar carpetazo definitivo con El sastre de Panamá. Sin embargo, dos circunstancias atenúan la sorpresa inicial. Por una parte, Triple agente se encuadra dentro de una cadena de filmes históricos que Rohmer ha ido esparciendo, con cuentagotas, a lo largo de su ya dilatada trayectoria: prueba de ello es la reciente La inglesa del duque, que ofrecía una mirada crítica (y acaso revisionista) a la Revolución Francesa, a partir de un tratamiento de la imagen que no descartaba la utilización de medios infográficos para reconstruir el París de finales del siglo XVIII. Por otra parte, el último filme del realizador comparte la habitual carga teatral y la vocación discursiva que subyace a todo su celuloide. En suma, una vez aceptadas las reglas del juego —una película de espías ambientada durante los años cercanos a la II Guerra Mundial—, la novedad que aporta Triple agente es bastante relativa.

Como en todo Rohmer que se precie, la parte del león del metraje se la llevan los diálogos, en apariencia triviales y cotidianos, que entablan los principales personajes del filme: un ruso blanco exiliado en París tras la revolución bolchevique, su mujer griega, y unos amables vecinos autóctonos simpatizantes del partido comunista. Asimismo, para otorgar un mayor dinamismo al relato, y para ofrecer una demarcación histórica precisa, el director intercala abundante material de archivo, que expone la situación política francesa desde la década del veinte hasta comienzos de la del cuarenta, desde el triunfo del Frente Popular hasta la ocupación de los nazis. Por lo demás, la película hace gala de una sobriedad casi espartana, pues toda ella está rodada en interiores y en decorados poco suntuosos. Además del consiguiente ahorro en vestuario y atrezzo, esta opción supone una decidida apuesta de índole cinematográfica: el deseo de sacrificar toda ambientación histórica en aras de una dramaturgia desnuda, de manera que el oropel de la ambientación no eclipse el desarrollo argumental, como sucede con tantos filmes de época.

No obstante, hemos de reconocer que este programa acaba determinando excesivamente las propias posibilidades estéticas del filme, muy supeditado al contenido histórico (y tal vez demasiado didáctico) que sirve de trasfondo a la película. Aunque Rohmer sabe sacar partido de las ambigüedades y vericuetos psíquicos de los protagonistas, se echa en falta una mayor variedad en las situaciones y un mayor esfuerzo por ahondar en las claves narrativas del relato, más allá de sus condicionantes ideológicos. Es cierto que el minimalismo le ha dado a Rohmer excelentes resultados en algunos de sus filmes de ambiente contemporáneo —pienso sobre todo en esa pequeña obra maestra que es Cuento de verano—, pero esta propuesta no acaba de cuajar en un género tan codificado como es el cine de espías. Así, el desenlace de la narración, que tiene el buen gusto de no resolver buena parte de los enigmas que el filme planteaba, se antoja precipitada, habida cuenta de la parsimonia, un tanto exasperante, que Rohmer había demostrado hasta el momento. Woody Allen decía que ver una película de Rohmer era como observar cómo crece una planta. Pues bien, uno ha de confesar que, pese a algunos logros, esta vez a Rohmer le ha salido un bonsái.

Publicado el viernes, 6 de mayo de 2005, a las 14 horas y 47 minutos

SONRISAS Y LÁGRIMAS. Monsieur Batignole, dirigida e interpretada por Gérard Jugnot, aborda un asunto poco tratado por el cine francés: el del colaboracionismo del pueblo galo con los nazis durante la II Guerra Mundial. No obstante, a pesar de su innegable componente dramático, el filme de Jugnot se aleja de la tonalidad documental y de la finalidad protestataria para insertarse de lleno en una tradición ampliamente cultivada por el cine francés. Nos referimos a una tendencia de factura tradicional que bebe tanto de los cauces del melodrama como del vodevil o incluso de un humor negro menos cáustico que el de filiación hispánica. Así, bajo su apariencia de un filme modesto, costumbrista y bienintencionado, en la estela de Amélie, se esconde una sátira que funciona muy bien cuando se atiene al plano realista, pero que pierde altura cuando se deja llevar por el sentimentalismo o por los trazos de un humor grueso y caricaturesco (véase, en ese sentido, la historia que concierne al eterno aspirante a yerno del protagonista).

Si formalmente Monsieur Batignole remite, como decíamos, a una corriente de cine popular muy enraizada en el país vecino, los principales referentes argumentales de Jugnot también resultan identificables para el cinéfilo aplicado. A lo largo del filme resuenan los ecos de La vida es bella y de Sonrisas y lágrimas, aunque la cinta que nos ocupa carezca del sentido del humor chaplinesco de la primera y de la inocencia desarmante de la segunda. De hecho, Monsieur Batignole se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera mitad del relato se ambienta en un suburbio de París y se centra en el claustro familiar del protagonista, que regenta un próspero negocio de charcutería. Por su parte, la segunda mitad se localiza en un espacio rural, al que Batignole llega zarandeado por una inesperada peripecia vital. Esta escisión provoca una desavenencia tonal, supongo que buscada deliberadamente por el realizador, pero que acaba perjudicando a la congruencia interna de la narración. Si en La vida es bella el tránsito desde el humor del absurdo hasta lo trágico parecía una consecuencia inevitable del desarrollo del filme, en Monsieur Batignole las derivaciones de la trama, en ocasiones demasiado abruptas, parecen anteponer la voluntad del realizador al curso natural de los acontecimientos.

Sin embargo, aunque algunas de sus soluciones se revelan demasiado precipitadas, Monsieur Batignole sigue siendo un filme estimable. Lo más destacado reside, tal como sugiere su título, en el retrato de un personaje que pasa de ser un mero tipo costumbrista (un tendero atento tan sólo a su negocio) a un individuo con encarnadura humana y con auténticas preocupaciones cívicas. Poco importa, pues, que Jugnot a veces cargue las tintas del dramatismo o ceda a la tentación del happy end, lo que con toda seguridad le afeará la crítica más engagée. Pero pedirle a Monsieur Batignole una denuncia política expresa supone incurrir en un error de perspectiva. El espectador se enfrenta a una tragicomedia con momentos inspirados y con algunas caídas en lo convencional o en lo inverosímil, compensadas, eso sí, por la descripción de una curiosa galería de caracteres, entre los que sobresale el perfil de Batignole. Bien mirado, son virtudes más que suficientes para recomendar la visión de la película.

Publicado el lunes, 2 de mayo de 2005, a las 20 horas y 57 minutos

LOS BUENOS PROPÓSITOS. Uno puede entender los motivos que han llevado al veterano John Boorman a dirigir In My Country. De hecho, desde sus comienzos, el realizador ha mostrado su interés por abordar temas de relevancia social: la hecatombe medioambiental del Amazonas en La selva esmeralda; la reconstrucción británica tras la Segunda Guerra Mundial en Esperanza y gloria, o una mirada a la trastienda del IRA en la reciente El general. Lo que sí resulta insólito en su filmografía, cuyo último eslabón hasta ahora era la magnífica El sastre de Panamá, es que In My Country sea tan mala.

Y es que poco se puede salvar, en términos cinematográficos, de esta mirada hacia el apartheid sudafricano, rodada con perceptible desgana. Boorman no parece confiar en la mera denuncia política, que, por sí sola, podría haber tenido una cierta entidad. Y, para ello, intenta animar la función de manera poco convincente. En primer lugar, se saca de la manga una historia romántica que mueve al sonrojo, no sólo por la bizarra pareja protagonista —Samuel L. Jackson y Juliette Binoche, en un «duelo interpretativo» (de dolor) que recuerda al de Nicole Kidman y John Malkovich en Retrato de una dama—, sino por la artificiosidad que envuelve toda la peripecia argumental. En segundo lugar, se inventa a un émulo de Eddie Murphy para introducir algunos apuntes cómicos en medio de la tragedia, lo que provoca una grave descompensación dramática. Y, finalmente, ofrece una mirada al microcosmos familiar de la Binoche que resulta hilarante cuando desciende a las confesiones sentimentales de su madre, una venerable anciana que recuerda con un dudoso don de la oportunidad sus escarceos sentimentales en París.

Pero estos «defectillos» que hemos señalado son un pequeño goteo en comparación con el diluvio universal. Y es que lo peor del filme de Boorman reside en su propia inconsecuencia dramática. El realizador se equivoca al introducir la risa histérica de Binoche en un momento climático cuando luego pretende provocar cierta adhesión hacia el personaje. Quizá en la vida se produzcan reacciones aún más extrañas ante el dolor ajeno, pero es sabido que las normas de verosimilitud que rigen el arte no se atienen a las pautas de la existencia común. Tampoco se entiende que el hermano de la protagonista, una «bestia parda», opte por suicidarse tras el sermoncillo que aquélla le dedica. Y el colmo del despropósito radica en la subtrama que recoge las conversaciones secretas entre Samuel L. Jackson y el líder militar encarnado por Brendan Gleeson, unas conversaciones que de repente resulta conocer también Binoche, sin qué sepamos cómo: si Jackson decide contárselas, como parece probable, no se entiende por qué antes se había tomado tantas molestias para que ella no tuviese noticia de sus negociaciones.

En suma, Boorman consigue no sacar ningún partido de un tema en principio atracivo (lo que no deja de tener cierto mérito). A medio camino entre el panfleto bienintencionado, el telefilme de actualidad y el exotismo de tarjeta postal, In My Country no puede integrarse en ninguno de los géneros que toca tangencialmente: ni el filme judicial, ni el romance con tintes interraciales, ni las películas con reporteros de guerra —como Territorio comanche, de Gerardo Herrero; Bienvenido a Sarajevo, de Michael Winterbottom, o Las flores de Harrison, de Eli Chouraqui, tres filmes irregulares pero no exentos de interés—. Algunos críticos han censurado la labor de la pareja protagonista, pero achacar semejante desaguisado al encargado del casting tiene el mismo sentido que matar al mensajero. Habrá que repetir de nuevo lo del infierno y las buenas intenciones.

Publicado el jueves, 28 de abril de 2005, a las 16 horas y 15 minutos

UN PASEO POR LA HISTORIA. Eleni, la última película del realizador griego Theo Angelopoulos, es la primera entrega de una trilogía que pretende revisar los principales acontecimientos de la historia del siglo XX, desde el periodo inmediatamente anterior a la II Guerra Mundial (donde da comienzo este eslabón inicial) hasta los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York. Aunque el ambicioso propósito de esta trilogía es concomitante con otros proyectos coetáneos —estoy pensando en Las maletas de Tulse Luper, del muy irregular Peter Greenaway—, los objetivos de Angelopoulos, a juzgar por este filme, se acercan más al fresco dramático y político de Novecento, la inmensa película que dirigió Bertolucci allá por los no tan felices años setenta.

En efecto, Eleni se presenta vestida con los ropajes de una tragedia griega, de manera mucho más evidente que en las anteriores obras del director: La mirada de Ulises, que también mezclaba historia y mito, y la más intimista La eternidad y un día. Este aire trágico que se respira a lo largo de la proyección no sólo emana del argumento de la película, sino de los propios recursos visuales que emplea: la teatralización de unos monólogos donde los actores parecen hablar directamente con el espectador; la proliferación de contrastes cromáticos blanco / negro (las hermosas imágenes de la colina de las sábanas, que contrastan con las del entierro de Spiros), e incluso la abertura del filme, que ofrece un daguerrotipo de época ilustrado por una enigmática voz en off. No obstante, a pesar de este componente teatral, el discurso de Angelopoulos es ahora menos contemplativo (y, por tanto, más dinámico) que en sus últimas películas. El director, consciente de la materia que tiene que abordar, no renuncia a los largos planos-secuencia que constituyen su principal marca de estilo, pero subordina su textura visual a una narración más lineal que en sus anteriores obras. No en vano, durante las casi tres horas de metraje de Eleni «pasan» muchas cosas, a veces lindantes con las formas del folletín: amores ilícitos, hijos entregados en adopción, encarcelamientos injustos, exilios, crímenes de guerra, etc. Se diría, pues, que Angelopoulos ya no teme a la emoción. Sin embargo, no conviene exagerar. Aunque los hechos que relata van en ocasiones por los derroteros de lo melodramático, el director los observa desde una cierta distancia sentimental, a la que contribuyen tanto los tonos fríos de la fotografía —donde abundan los paisajes gélidos y desolados— como la presencia de los numerosos símbolos que jalonan el celuloide —el reiterado paso de la locomotora, que tal vez nos recuerda la periodicidad o el carácter cíclico de la historia—.

Con todo, Eleni no es un filme hermético, ni una crónica histórica, ni un drama protagonizado por personajes desvalidos, aunque tenga elementos de todos estos géneros. Así, Angelopoulos sabe abrir las rendijas de su cine a ráfagas luminosas, casi siempre asociadas con un componente musical: los particulares seres que pululan por la plaza de los músicos, el baile en la cervecería abandonada, el «bautismo» ceremonial del protagonista y de su mujer, la Eleni del título. De este modo, además de rendir un peculiar homenaje a la historia y a los mitos del pasado siglo, el realizador griego trenza las imágenes de una película hermosa y serena, capaz de aunar los mejores ingredientes de la tragedia griega con una narración donde concurren la armonía compositiva y el exquisito cuidado por el encuadre. En suma, Angelopoulos firma aquí el que acaso sea su mejor trabajo en varios años, ajeno a la lentitud contemplativa y a la carga teórica que lastraba sus anteriores propuestas. Si el sintagma no estuviera tan gastado a estas alturas, este cronista no dudaría en emplearlo: una película magistral.

Publicado el lunes, 25 de abril de 2005, a las 21 horas y 18 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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