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AND THE WINNER IS… Betaville nunca ve la ceremonia de entrega de los oscars. Una vez pronunciada la frase lapidaria, este cronista rogaría a sus potenciales lectores que no se apresuren a acusarlo de esnobismo cultural, pues sus motivos son de naturaleza mucho más prosaica. Por una parte, a uno no le gusta trasnochar más de lo estrictamente imprescindible, es decir, los sábados, cumpleaños y otras fiestas de guardar. Por otra parte, aun cuando, al día siguiente, podría ver la emisión en franja infantil y tolerada para todos los públicos, le invade una desidia equiparable a la abulia noventayochista y/o la noia leopardiana. Y es que contemplar la gala de los oscars a toro pasado resulta tan infumable como leer una novela policíaca después de saber que fue el mayordomo quien liquidó al noble de vida disipada. Además del inevitable desequilibrio temporal que provocan los programas en diferido, uno debe vencer el tedio que le suelen causar tales eventos. De hecho, la mezcla entre el enigmático humor americano y el autobombo, platillo, pompa y circunstancia que requiere la ocasión forma un coktail extraño, y a menudo letal. Invocaremos de nuevo, pues, a la sacrosanta tía Colata para resumir en unos pocos párrafos el balance de los oscars 2005.

Mejor película: Million Dollar Baby, de Clint Eastwood. Es curioso comprobar cómo las quinielas fueron desplazando poco a poco a El aviador, en principio favorita tras su paso triunfal por los Globos de Oro, para realzar las virtudes del filme de Eastwood. Por encima de sus aspectos discutibles, de los que ya di cuenta en mi reseña sobre la película, el estilo de Eastwood es más sobrio y sereno que el de Scorsese, y acaso ello haya pesado en la decisión final. Por otra parte, la polémica que ha despertado Million Dollar Baby en el medio estadounidense ha contribuido a reavivar viejos debates sociales y ha acabado por hacer de la película de Eastwood una propuesta más comprometida y actual que el liofilizado biopic sobre Howard Hugues.

Mejor director: Clint Eastwood, por Million Dollar Baby. Ya se sabe que la Academia de Hollywood suele dar los premios gordos a pares, y raro es el año en que la mejor película no hace doblete en esta categoría. Aunque la trayectoria de Scorsese se merece sobradamente este galardón, esperemos que dentro de poco pueda hacerse acreedor de él con una película que también lo merezca.

Mejor actor: Jaime Foxx, por Ray. Era un premio cantado, y nunca mejor dicho. Pese a su esforzada interpretación, poco podía hacer Di Caprio frente a un Foxx doblemente nominado. Al margen de la campaña llevada a cabo por algunas asociaciones políticas y religiosas, hasta el punto de amenazar con disturbios raciales si Foxx no se hacía con el galardón, nadie pone en duda las dotes que despliega el actor a la hora de encarnar al «rey del soul».

Mejor actriz: Hilary Swank, por Million Dollar Baby. Sorprende que una actriz que apenas se prodiga en las pantallas, como la Swank, tenga ya dos oscars en su haber. Si bien tamaño éxito se le antoja a quien suscribe un tanto excesivo, este premio es mucho más justificado que el que obtuvo por su actuación en la poco brillante Boys don’t cry.

Mejor película extranjera: Alejando Amenábar, por Mar adentro. Sí, Gwyneth Paltrow pronunció el título de una película que, con buena fe, se podía traducir como la española. Aunque el paralelismo temático del filme de Amenábar con el ganador podía haber jugado en su contra, era difícil que este año nuestro cine no se hiciera con la estatuilla. Ahí va la enhorabuena de este cronista, junto con el deseo (envenenado) de que el niño prodigio del cine español vuelva a la ficción pura que tan buenos resultados le dio en Los otros.

Mejor actor secundario: Morgan Freeman, por Million Dollar Baby. El veterano actor es el imprescindible escudero de Eastwood y uno de los habituales en la carrera de las estatuillas, que han premiado ahora un papel agradecido y un personaje lleno de encanto, de esos que Freeman sabe bordar sin apenas inmutarse.

Mejor actriz secundaria: Cate Blanchett, por El aviador. En la opinión de este cronista, la Academia ha premiado más el esfuerzo de la Blanchett por meterse en la piel y el alma de Catherine Hepburn que los méritos de su actuación. Y es que hacer de la Hepburn no se reduce solamente a calcar sus andares. También hay que insuflar algo de espíritu al personaje.

Y ahí va la enumeración de los ganadores en otras de las categorías principales, sin orden pero con algún concierto:

Mejor guión original: Charlie Kaufmann, Michel Gondry y Pierre Bismuth, por Olvídate de mí.

Mejor guión adaptado: Alexander Payne y Jim Taylor, por Entre copas.

Mejor película de animación: Los increíbles, de Brad Baird.

Mejor banda sonora original: Jan A. P. Kaczmarek, por Descubriendo Nunca Jamás.

Mejor canción original: Jorge Drexler por «Al otro lado del río», de Diarios de motocicleta.

Mejor dirección artística: Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, por El aviador.

Mejor fotografía: Robert Richardson, por El aviador.

Publicado el lunes, 28 de febrero de 2005, a las 16 horas y 36 minutos

DIEZ. 5x2 no siempre da diez como resultado. Así lo atestigua la última película de François Ozon, un estimable realizador francés que cuenta en su haber con filmes notables —especialmente, Bajo la arena— y con algunas curiosidades más o menos irónicas o sicalípticas —la almodovariana Sitcom; Gotas de agua sobre piedras calientes, a partir de un guión de juventud de Fassbinder, y Ocho mujeres, donde reunía a un inmejorable elenco femenino para parodiar los códigos del cine musical y detectivesco—. Sin embargo, los síntomas de agotamiento que se percibían en su anterior filme, Swimming pool, al que salvaba in extremis una pirueta metaficcional, se agudizan en 5x2 hasta límites preocupantes. En este caso, la voluntad de transgresión estilística propia del director se revela, al cabo, bastante alicorta. Y es que, después de los precedentes cercanos de Memento e Irreversible, relatar una historia a la inversa ha dejado de constituir una novedad sustantiva. Con todo, la principal influencia de 5x2 no se encuentra en los títulos anteriores, que subordinaban la fragmentación y el desorden narrativo a una relectura del cine negro o a un discutible afán experimental, respectivamente. En cambio, el origen de la película de Ozon, acaso encubierto con premeditación y alevosía por su realizador, es El riesgo de la traición, un interesante y semidesconocido filme inglés dirigido en 1982 por David Jones y protagonizado por Jeremy Irons, Ben Kinsgley y Patricia Hodges. En el filme de Jones, la alteración cronológica (al igual que el de Ozon, éste comenzaba con el desenlace argumental para remontarse a los inicios del conflicto) se ponía al servicio de una reflexión sobre los entresijos matrimoniales, a través de un triángulo amoroso mostrado con un cinismo típicamente británico.

Nada de esa ironía se trasluce en 5x2, que, como sugiere su título, se divide en cinco bloques narrativos donde el realizador desvela las mezquindades cotidianas de la pareja protagonista, desde su definitiva ruptura hasta el momento en que se conocen. No obstante, las posibilidades estéticas y ficcionales de la historia aparecen sistemáticamente contradichas por la labor de Ozon, que, en lugar de ofrecer un análisis psicológico de sus personajes, tiende a demorarse en los aspectos más escabrosos de la relación entre ambos. Para que nos entendamos, Ozon está más cerca de la línea de la reciente Closer que de los filmes de Bergman sobre la crisis matrimonial. De ahí que su película se reduzca a una serie de viñetas más o menos desconectadas donde se suceden las infidelidades de los protagonistas en una desenfrenada competencia según los dictados de «arre maldito, arre peor». Y, todo ello, sazonado por un presunto estudio sociológico que, a juzgar por el pintoresco comportamiento de los personajes, antes se diría salido de un manual antropológico sobre las costumbres del pueblo esquimal que de una observación supuestamente objetiva sobre nuestros vecinos europeos. No sé si la película tiene una finalidad realista (al salir de la sala, dos señoras de edad tirando a provecta exaltaban la verosimilitud del relato), pero a este cronista el universo de orgías, pasiones arrebatadas y libertinaje sádico que ofrece Ozon se le antoja harto libresco. Al final, el espectador llega a la desoladora conclusión de que tan antipático es el personaje interpretado por Valeria Bruni Tedeschi como el encarnado por Stéphane Freiss. Para ese viaje, no hacían falta semejantes alforjas.

Publicado el martes, 22 de febrero de 2005, a las 21 horas y 06 minutos

EJERCICIOS DE CALIGRAFÍA (2) Carta de una mujer desconocida, opera prima de la realizadora china Xu Jinglei, propone un doble ejercicio literario al que, en otros tiempos menos dados a la suspicacia, este crítico hubiera calificado de intertextual. Por una parte, el filme se inspira en la novela homónima de Stefan Zweig. Por otra, dialoga con el clásico de Max Ophüls Carta de una desconocida (1948), del que la película que nos ocupa constituye no tanto un simple remake como una recreación o una versión libre.

Cuando nos encontramos ante una película que toma como referente un título anterior, y más aún si éste es considerado casi unánimemente una obra maestra, resulta difícil resistir a la tentación de confrontar los méritos de las dos realizaciones. No obstante, en este caso las diferencias son sustantivas y evidentes. En primer lugar, Jinglei retoma el oficio del protagonista en el libro de Zweig (escritor), mientras que, en el filme de Ophüls, éste era un famoso pianista En segundo lugar, la directora desplaza las coordenadas espaciotemporales del original desde la Viena bohemia de comienzos del siglo XX hasta la China de los años cercanos a la II Guerra Mundial. Por lo demás, la radiografía de una pasión amorosa que supera las fronteras del tiempo y las determinaciones psicológicas concretas se halla aquí desprovista de los elegantes vuelos melodramáticos de su predecesora. Consciente de los riesgos que entablaría una comparación entre ambos filmes, Jinglei sacrifica el soporte sentimental de su relato en aras de una recreación pictórica, casi minimalista, de los avatares cotidianos de una joven desde los años veinte hasta después de finalizada la contienda militar.

La estructura de la narración, jalonada de elocuentes elipsis (aunque a veces demasiado abruptas), presenta una retórica mucho más accesible, una sintaxis más europea que la habitual en las películas chinas contemporáneas. Sin embargo, este dispositivo deja al descubierto una aparente paradoja: si bien Carta de una mujer desconocida pretende evitar los paralelismos con la película de Ophüls, gracias a su distinta acotación geográfica e histórica, el lenguaje de los dos filmes se revela sorprendentemente similar, como si la distancia entre ambas propuestas no afectase al estilo de contar los hechos. Con todo, sí hay en la película de Jinglei suficientes elementos propios, que contribuyen a dotarla de una atmósfera personal. El suave cromatismo, la música envolvente o la contenida interpretación de los actores inciden en una clara voluntad de convertir una historia de tintes folletinescos en una pieza de cámara de cariz intimista. Sin duda, este deliberado tono menor provoca la simpatía del espectador, que, acostumbrado a los grandilocuentes órdagos hollywoodienses, agradece de vez en cuando una película modesta que se limita a ilustrar, en hora y media, un relato emotivo que sabe huir de los sentimentalismos. No es éste el menor de los méritos de una narración que acaso no consiga borrar del recuerdo el filme de Ophüls, pero que reclama por sus propias virtudes compartir un pequeño lugar en nuestra memoria cinéfila.

Publicado el miércoles, 16 de febrero de 2005, a las 22 horas y 26 minutos

EJERCICIOS DE CALIGRAFÍA (1) El síndrome de Peter Pan sigue vivo. Y no me refiero al hecho de que los cánones culturales hayan dilatado los límites de la juventud hasta casi «el arrabal de senectud», de modo que hoy hay poetas jóvenes de casi cuarenta años y muy juveniles artistas plásticos rayanos en la cincuentena. No. Hablo del Peter Pan auténtico, de ese niño algo rebelde y bastante respondón que imaginó James M. Barrie en los albores del siglo XX. En los últimos años, la criatura ficcional soñada por Barrie ha suscitado varias adaptaciones cinematográficas, desde la imaginativa e incomprendida Hook, de Spielberg, hasta la reciente Peter Pan, aplicado trabajo de artesanía dirigido por P. J. Hogan. También, al aliento del celuloide, han surgido diversas monografías sobre el demiurgo de Campanilla, e incluso algunas versiones noveladas sobre los avatares vitales de Barrie. Entre estas últimas, destaca Jardines de Kensington, una interesante novela publicada en 2003 por el argentino Rodrigo Fresán que alterna una fantasía pop ambientada a comienzos del desencanto sesentayochista con una recreación de las peripecias biográficas de James M. Barrie. Como suele suceder en esta clase de ejercicios metagenéricos, al final acaba resultando más atractivo el soporte realista (la vida de Barrie) que la propuesta ficcional (que combina la iconografía de los happy sixties con una voluntad de mistificación de ascendencia borgeana).

Pues bien, teniendo en cuenta todos estos precedentes, me precipité al cine con mis mejores expectativas y renovadas ilusiones de cinéfilo irredento nada más saber del estreno de Descubriendo Nunca Jamás, el filme de Marc Forster que prometía indagar en los entresijos existenciales de Barrie. Pero, tal como últimamente me viene sucediendo con el celuloide oscarizable, poco a poco mis esperanzas se vieron frustradas. Descubriendo Nunca Jamás es una película decepcionante, tanto para quienes busquen en ella un fiel reflejo de la biografía de James M. Barrie como para quienes esperen una suntuosa reconstrucción de época al estilo de los cuadros vivientes de James Ivory. A los primeros les irritarán las numerosas licencias históricas que se toma el filme. En primer lugar, Barrie era un hombre abrumado por su baja estatura, de modo que se aviene más bien poco con las hechuras físicas de Johny Depp. En segundo lugar, el inventor de Peter Pan conoció ciertamente a Sylvia Llewelyn Davies, pero no cuando ésta era una flamante viuda, sino cuando aún estaba casada con el empleado de banca Arthur Llewelyn Davies. De hecho, Barrie contribuyó económicamente para intentar curar, en vano, el cáncer de mandíbula que acabó con la vida de Arthur. En tercer lugar, la relación de Barrie con su esposa Mary, a quien tal vez eligió porque era todavía de menor estatura que él, nunca fue tan tortuosa como se presenta en la película. Pasado algún tiempo de matrimonio, ambos decidieron de mutuo acuerdo llevar vidas separadas, aunque siguieron compartiendo durante algún tiempo el mismo techo. Finalmente, la película de Forster pasa por alto las desgracias que vivieron los hijos de los Llewelyn Davies durante los años cercanos a la Primera Guerra Mundial (muertes en los campos de batalla, suicidios, accidentes fatales), que llevaron a los periodistas de la época a hablar de una auténtica «maldición de Peter Pan».

Sin embargo, uno sabe que Hollywood es una maquinaria de mentiras con los engranajes bien engrasados y está dispuesto a disculpar las imprecisiones, falsedades y manipulaciones encaminadas a convertir a la persona en personaje. Lo que no resulta perdonable para este cronista es la tonalidad desangelada que destila el celuloide. En este sentido, ni las evocaciones estéticas del montaje teatral de Peter Pan, ni la proyección de las fantasías del escritor (esas escenas de celuloide rancio y dibujos animados, ¡ay!, sin el encanto de la serie B), ni la recreación de la Inglaterra de principios de siglo consiguen transmitir la magia a la que aspiran sus imágenes. No se trata de que la película sacrifique la visión de época en aras de la indagación psicológica en los personajes. Simplemente, Forster no está dotado para la captación de ambientes pretéritos, pero tampoco tiene material suficiente para proporcionar intensidad melodramática a su propuesta, sintetizada en la improbable química entre el binomio Winslet-Depp. Por cierto, especialmente desacertada es la interpretación de Barrie que hace este último. Es curioso que Depp escoja el registro hierático de Eduardo Manostijeras para encarnar a un personajillo esquivo, nervioso y polifacético como Barrie, a quien le convenía mucho más el entusiasmo infantil que el actor supo insuflarle a Ed Wood.

En síntesis, Descubriendo Nunca Jamás es una de esas películas-cebolla a quien uno va quitando capas poco a poco hasta quedarse con el vacío más absoluto: ni crónica biográfica fidedigna, ni fresco histórico, ni folletín desmelenado. Parece que, después de todo, Leopoldo María Panero tenía razón cuando escribía, en su poema «Unas palabras para Peter Pan»: «No hay nada detrás del espejo […] Peter Pan no existe». Nunca Jamás, a juzgar por la visión que ofrece Forster, tampoco.

Publicado el lunes, 14 de febrero de 2005, a las 21 horas y 12 minutos

UNA DE CAL Y OTRA DE… El sábado pasado se encontraba este cronista ante un dilema existencial. Pondré a los lectores en antecedentes. Hora aproximada: 18:15. Localización: La taquilla de una de las multisalas que proliferan en esos centros comerciales que se dirían diseñados al alimón por el hermano psicótico de Kafka y por el vecino colorista de Mariscal. Estado: Gripal tirando a crítico. En tales circunstancias, un servidor miró la cartelera y no halló apenas cosa donde poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. Después de algunos minutos de deliberación, y tras la correspondiente consulta a mi habitual (y sufriente) interlocutora, tracé el siguiente itinerario cinéfilo: iría aquella tarde a ver Los padres de él, de Jay Roach, inocua secuela de Los padres de ella, y dejaría para el día siguiente la más ardua, densa y crespuscular The Millon Dollar Baby, de y con Clint «cárgate-un-puente» Eastwood. Pues bien, tal vez fuese debido al ejercicio autoimpuesto de esquizofrenia fílmica, o tal vez a mi congestión nasal, o quizá a una mezcla entre ambas, pero me pareció que las dos películas compartían en buena medida virtudes y defectos, y que dicha cuota era, en cualquier caso, una consecuencia directa del modo de producción imperante en Hollywood. Me explico: el humor escatológico y procaz de Jay Roach esconde en el fondo una lección moral sobre la familia no muy distinta de la que contenían las películas del Hollywood clásico, algo así como una mezcla entre las melancolías domésticas de El padre de la novia y los vodeviles de chalé protagonizados por Doris Day. Por su parte, el clasicismo al que apela Eastwood para su incursión en las trastiendas emocionales del boxeo femenino tiene mucho de ejercicio posmoderno, en virtud de una fusión de géneros y tonalidades que probablemente no desagradaría al último Almodóvar.

Los padres de él incide en un tipo de comedia «gamberra» que encontró en los hermanos Farrelly a sus demiurgos y en Ben Stiller a su principal actor-profeta. La receta de esta cocina humorística es sobradamente conocida: bastante sal gruesa, algo de pimienta y otras especias, y una pizca de mala uva. Aunque algunos críticos optimistas se apresuraron a calificar las piruetas de los Farrelly como una auténtica renovación de la comedia americana, en la línea de Jerry Lewis, la originalidad de sus propuestas nunca fue excesiva. Es cierto que sus mejores películas (Algo pasa con Mary y Yo, yo mismo e Irene) incluían una dosis de escatología hasta entonces inédita en los filmes para todos los públicos. Sin embargo, lo «políticamente incorrecto» solía ser el medio, pero nunca la finalidad de tales filmes. Jay Roach, inventor del extravagante detective Austin Powers, es uno de los mejores exponentes de la cantera farrellyana. En Los padres de él, con un presupuesto holgado y unos actores de relumbrón, sabe sacar partido a numerosos gags visuales, especialmente en lo concerniente a las mascotas de De Niro y Hoffmann, tan sobreactuados como efectivos. No obstante, una vez conocidas las claves de la primera entrega, Conozca a los Foglien (como reza el título original) se reduce a una sucesión de secuencias a veces inspiradas y otras anodinas que en alguna ocasión provocan la sonrisa, pero en pocas la carcajada.

En los antípodas de Los padres de él se sitúa The Million Dollar Baby. Vaya por delante que, a quien suscribe, el Eastwood director se le antoja francamente irregular. Aunque actualmente obtiene los parabienes unánimes de la crítica, me parece que en su filmografía hay títulos excepcionales —Sin perdón, Un mundo perfecto, Medianoche en el jardín del bien y del mal—; películas muy solventes —Poder absoluto, Ejecución inminente—; algunas curiosidades interesantes —Cazador blanco, corazón negro, Cowboys del espacio—; apuestas tan arriesgadas como fallidas —Los puentes de Madison, Mystic River— y auténticos bodrios dignos de la faceta de realizador de Steven Seagal —Firefox, de la que el propio Eastwood, con buen criterio, ha abjurado—. Pues bien, The Million Dollar Baby se encuadra dentro de las películas más atrevidas del realizador, pero no precisamente entre las más logradas. El filme, dividido en dos mitades claramente diferenciadas, propone una mezcla, a veces indigesta, entre Rocky y Mar adentro. Es decir, faceta autoayuda y superación, junto con discurso sobre la eutanasia. Dicho así, suena bastante raro. Prometo que la extrañeza no disminuye con la proyección de la película, pese a que Eastwood se encarga de envolver al espectador con una voz en off que contribuye a solventar algunas de las lagunas del guión mediante el muy socorrido recurso de la elipsis. Así, la epopeya sobre un entrenador en declive que lee a Yeats y que es un gafe irremediable —aunque él no lo sabe, el espectador se lo barrunta desde el primer fotograma— se salva por la excelente interpretación de todo el elenco, desde un hierático Morgan Freeman hasta un paciente Eastwood, sin olvidar, claro está, el auténtico tour de force actoral de Hilary Swank, mucho más convincente aquí que en el papel de Boys don’t cry que le valió el oscar hace algunos años. Por cierto, habría que aclararle al señor Eastwood que Alemania Oriental, de donde procede la terrible boxeadora que provoca la desgracia de la Swank, desapareció hace ya algunos años, en concreto desde la caída del muro de Berlín. Aunque concedámosle a Eastwood el beneficio de la duda: quizá pretendía congraciarse así con los sectores conservadores que se han alzado contra esta película por su discurso pro-eutanasia. ¿O es que no se acuerdan ustedes de que en las sucesivas entregas de Rocky también Stallone se batía el cobre con los representantes de todas las geografías comunistas? Lo sentimos, Eastwood, pero sólo hay una gran película sobre entrenadores de boxeo en declive: se llama Fat City, y la dirigió John Huston en 1972.

Publicado el martes, 8 de febrero de 2005, a las 21 horas y 13 minutos

EL RETORNO DE AMÉLIE Un largo domingo de noviazgo, la nueva película de Jean-Pierre Jeunet, es uno de esos filmes que proporcionan sobrados argumentos tanto a los admiradores como a los detractores de la obra de un cineasta. Los primeros alabarán la trama detectivesca; la cuidada ambientación; la excelente fotografía, a cargo de Bruno Delbonnel, e incluso la banda sonora de Angelo Badalamenti, el compositor habitual de David Lynch. Los segundos esgrimirán de nuevo como principales razones de su rechazo la tonalidad sentimental de la historia o el excesivo efectismo del realizador —los insertos en blanco y negro sobre el pasado de los personajes o los ingenios mecánicos de la vengadora mantis religiosa Tina Lombardi, que intenta liquidar a los responsables del asesinato de su novio soldado—. No obstante, no se le puede negar a Jeunet sentido del riesgo y una innegable capacidad para imprimir a sus películas una atmósfera visual propia, algo ya perceptible desde su prehistoria cinematográfica, tal como certifican sus dos producciones firmadas con Marc Caro: Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos.
En lugar de recurrir a la dinámica del azar y a las fórmulas circenses que tan buenos resultados le dieron en Amélie, Jeunet desplaza su historia a los años veinte y proyecta su argumento sobre un conflicto bélico a menudo olvidado por el cine: la Primera Guerra Mundial. Es cierto que la distancia temporal entre este hecho y la eclosión del cinematógrafo impidió la proliferación de películas de propaganda que sí surgieron al aliento del triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Tampoco la estética decadente del nazismo puede compararse con los uniformes grises y las bayonetas caladas de quienes intervinieron en la guerra de 1914. Sin embargo, Jeunet sabe extraer una notable rentabilidad estética de la violencia que retrata, al tiempo que ofrece una lectura moral, no por consabida menos intensa, sobre las tragedias de la guerra. Por un lado, los enfrentamientos bélicos de la película están filmados a la manera interactiva de Salvar al soldado Ryan, de Spielberg, según la siguiente consigna: que el espectador viva los combates como si realmente hubiera estado allí. Por otro lado, la trama de la película, que abarca una compleja historia de deserciones y arbitrariedades militares, entronca con la que todavía hoy es la mejor película sobre la Primera Gran Guerra: Senderos de gloria, de Stanley Kubrick.
Pero interpretar Un largo domingo de noviazgo simplemente como un filme bélico es obviar sus principales virtudes: su imaginería visual, en ocasiones digna heredera del primer Tim Burton; su conseguido sentido del ritmo y su agilidad narrativa en una historia proclive a los vericuetos argumentales imprevistos, o su tamizada atmósfera sentimental; tal vez demasiado almibarada en algunos momentos, aunque no por ello menos efectiva.
Y hemos dejado para el final un breve comentario sobre la musa indiscutible de Jeunet, Audrey Tatou, a quien comparamos, a petición de los fieles lectores, con su compatriota Élodie Bouchez. Tatou tiene sin duda a su favor una sonrisa contagiosa y una expresividad felina de actriz de cine mudo nacida a destiempo. Sin embargo, la magia que irradia su presencia en el celuloide depende de que sea Jeunet quien la dirija (véase, si no, su sosa interpretación en Una casa de locos, de Cédric Klapisch). Bouchez es más versátil, y sabe interpretar a personajes difíciles: estoy pensando en La vida soñada de los ángeles, probablemente su mejor papel, junto con el de Los juncos salvajes, de Téchiné. Más exhibicionista, pero también menos contenida, la hemos visto a las órdenes de Jean Marc Barr (por ejemplo, en Demasiada carne). Y, puestos a terciar en el juicio de Paris, este cronista se atreve a proponer dos actrices francesas para espectadores inquietos. Desde mediados de los años noventa, me perseguía la presencia de Emmanuelle Béart (La bella mentirosa y Nelly y el Sr. Arnaud), de quien Chabrol dijo que tenía cara de ángel y cuerpo de prostituta. Hoy, aún no he conseguido zafarme de Virginie Ledoyen (Finales de agosto, principios de septiembre y Ocho mujeres), que sale bien hasta en las películas malas.

Publicado el miércoles, 2 de febrero de 2005, a las 21 horas y 58 minutos

CLOSER: DE PLOMO DERRETIDO. Uf.

Publicado el lunes, 31 de enero de 2005, a las 14 horas y 39 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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