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CERRADO POR REFORMAS. Recibo un correo electrónico de mi viejo amigo y empedernido cinéfilo Mario Altares, que se mudó al centro de su ciudad para tener a un andar todos los cines, y ahora asiste al progresivo cierre de las salas, en beneficio de los complejos de ocio que integran, como muñecas rusas, diez o doce multicines donde siempre proyectan la misma película, con mínimas variaciones en los actores o en el cartel. A continuación reproduzco su mensaje. Aunque no me haya dado su permiso, sé que sabrá perdonarme:
«Los locales cierran por reformas, se traspasan, o, a lo peor, cuelgan el cartel de “liquidación por cierre”, lo que a veces únicamente sirve de señuelo para una macabra operación comercial. Los cines, en cambio, no cierran. Los cines se mueren: por desidia, por melancolía —¿cuántos héroes románticos habrán muerto de tristeza?— o por inanición. Lo que no saben quienes deciden clausurar un cine es que están emparedando a todos los espectadores que, semana a semana, se acomodaron en sus butacas y descendieron por el tobogán del celuloide, con sus curvas metálicas y sus sueños de arena, hasta desembocar en la noche artificial de los títulos de crédito. Ignoran también que, al cerrar por última vez las puertas, forman parte de un extraño pelotón de fusilamiento que ha de disparar, entre otros, contra Nicole Kidman, Clint Eastwood, Federico Luppi y Cecilia Roth. No sé cuáles son las inescrutables razones que llevan a tomar tan trágica decisión. Supongo, no obstante, que han de ser más bien prosaicas: nadie con dos dedos de utopía se atrevería a cometer semejantes crímenes. Quizá, en el fondo, nosotros hayamos contribuido a la lapidación cada vez que hemos pagado la entrada para una de esas multisalas donde a lo largo de la proyección suenan teléfonos móviles, se trituran palomitas, ladran niños y lloran perros. Hoy he sabido que iban a cerrar el Navas y las tres salas de los Ana. Tú dirías que esto cada vez se parece más a Diez negritos, pero, como eres un optimista a tu pesar, seguro que replicabas: al menos quedan los Astoria. Eso sí, que no nos toquen los Astoria. De todos modos, he tomado una decisión irrevocable: siempre voy a llevar encima una bala de plata. Nunca se sabe si un hombre-lobo va a mordernos el corazón».
En la posdata del mensaje, Mario amenaza con escribir un poema por cada cine caído en combate. Lo peor (o lo mejor, según se mire) es que Mario suele cumplir sus amenazas.
Publicado el sábado, 23 de abril de 2005, a las 12 horas y 10 minutos
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RETORNO A BOLLYWOOD. Bodas y prejuicios, la última película de la directora Gudiner Chadha (sí, la de Quiero ser como Beckham), muestra desde su propio título las dos fuentes principales de las que bebe. La parte matrimonial se inspira sin duda en el éxito más reciente de la cinematografía india: La boda del Monzón, de la directora Mira Nair. A su vez, los prejuicios remiten a la novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio, de la que la actual película se presenta como una peculiar (y libérrima) adaptación literaria.
No en vano, el filme de Chadha se acomoda a los cánones del puro cine «made in Bollywood», neologismo que procede de la improbable fusión entre Hollywood y Bombay. Según los códigos genéricos típicos de dicho cine, Bodas y prejuicios se presenta como una particular mezcla de melodrama romántico y comedia musical donde los personajes lo mismo exhiben sus sentimientos con mucho dramatismo que se arrancan por bulerías a ritmo de pop desenfrenado. Y es en estos números musicales, de exuberante cromatismo y alambicada coreografía, donde reside el principal encanto de la película. Así, Bodas y prejuicios tiene menos del universo literario de la Austen, ya un poco enmohecido a estas alturas, que del musical norteamericano clásico; pongamos por caso, Siete novias para siete hermanos. Pero si Chadha ha aprendido bien la lección de los grandes maestros del musical (de Stanley Donen a los artífices de West Side Story), el aspecto dramático se revela harina de otro costal. En este sentido, el problema del filme no reside en que tenga menos intriga que un tamagotchi (que también), sino en que todas las situaciones que desgrana la película resultan estereotipadas, previsibles y cursilonas. Para entendernos, nos encontramos aquí más cerca de las liofilizadas comedias románticas con Meg Ryan que de la divertida Oriente es Oriente (Fish and Chips), de Damien O’Donnell, que hablaba de la difícil aclimatación de una familia india en el Londres de comienzos de los ochenta.
Pese a los mohines feministas y postcoloniales de su protagonista, Bodas y prejuicios sacrifica cualquier atisbo de análisis social en aras de una supuesta comicidad que se sustenta en la presencia de personajes caricaturescos (el émulo de Peter Sellers enriquecido en Estados Unidos) y en situaciones de tensa confrontación cultural (aunque Mi gran boda griega, sobre un tema parecido, contaba al menos con algunos gags memorables). Al fin, poco se puede salvar de semejante despilfarro pirotécnico al margen de unos cuantos números musicales al puro estilo del Pita, pita popularizado por la compañía Coca Cola. El timo de la estampita, vamos, aunque exhiba contornos de tarjeta postal.
Publicado el jueves, 21 de abril de 2005, a las 16 horas y 07 minutos
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CAMINO DE PERDICIÓN. Aunque Samaritan Girl es anterior a Hierro 3, los designios de la distribución cinematográfica han querido invertir el orden del estreno de ambas películas. Y esta alteración cronológica se revela llena de sentido, pues permite insertar un nuevo eslabón dentro de la ya extensa filmografía del coreano Kim Ki-Duk. No obstante, si bien Samaritan Girl comparte los principales rasgos de la impronta «made in» Ki-Duk —trascendencia espiritual, simbología religiosa, hondo telurismo, contraposición aparente entre violencia urbana y bucolismo rural—, la combinación de estos mimbres no alcanza ahora la delicada armonía compositiva de Hierro 3. De hecho, el principal inconveniente de Samaritan Girl es que, pese a su extraordinaria belleza formal, se trata de un filme francamente desequilibrado.
En esta película conviven al menos dos líneas argumentales, la que gira en torno a la presencia metafórica de la prostituta Vasumitra y la que remite a las conflictivas relaciones paterno-filiales entre un policía y su hija. El problema reside en que, aunque Ki-Duk se esfuerza por unir ambas vetas temáticas, los costurones resultan demasiado visibles. A pesar de que el filme funciona a la perfección en bloques exentos, su compacidad se resiente a lo largo de un itinerario demasiado errático, donde resulta difícil reconocer a los personajes cuando cambian de ambiente o cuando se diluye la anécdota inicial que da pie a la película. Ki-Duk busca el equilibrio entre los dos cauces que nutren su filme a través de la recurrencia a un entramado alegórico, que bebe tanto de las fuentes evangélicas a las que alude el título como de cierto ascetismo budista. Con todo, este nexo se revela excesivamente tenue, al menos para el espectador occidental, que no sabe qué significado debe otorgarles a las piedras que una y otra vez entorpecen el camino de los protagonistas o a las imágenes acuáticas a las que tan acostumbrados nos tiene Ki-Duk.
Sin embargo, el hecho de que Samaritan Girl no sea una película redonda no significa que suponga un obstáculo para apreciar la evolución del realizador. Teniendo en cuenta su fecha de producción, el filme que nos ocupa permite completar las huellas que conectan Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera y Hierro 3. De la primera toma prestada la tonalidad de fábula moral y la relevante función que desempeña el destino en la vida de los personajes. A su vez, anticipa algunos aspectos de la segunda, como la atmósfera urbana contemporánea, los esporádicos estallidos de violencia y un vago onirismo que impregna el celuloide. Lástima que en ocasiones la truculencia venza a la contención y que la introducción de los elementos fantásticos resulte un tanto forzada (la pesadilla de la protagonista mientras duerme en el coche de su padre). Pero que nadie se equivoque. Aun teniendo en cuenta los múltiples altibajos del filme, probablemente Samaritan Girl sea la mejor opción que el espectador pueda encontrar en la cartelera. A menos, claro está, que aún no haya visto Hierro 3.
Publicado el lunes, 18 de abril de 2005, a las 16 horas y 34 minutos
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FILMANDO LETRAS. El estreno de Entre copas, cuyo protagonista arrastra consigo un imponente novelón de setecientas páginas embutido en dos cajas de zapatos, le ha hecho pensar a este cronista en un subgénero cinematográfico habitualmente desatendido por la crítica. Me refiero a las «películas con escritor», donde se multiplican las voces que forman parte del diálogo entre cine y literatura. Ahí van algunos de los mejores ejemplos de esta conversación en el último cine estadounidense:
Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys) (2000), de Curtis Hanson. Adaptada de una novela de Michael Chabon, este filme ofrece dos de los mejores «retratos de artista» que hemos visto en la pantalla en los últimos tiempos. Por un lado, un avejentado Michael Douglas (Grady Tripp) que no ha conseguido superar el éxito de su primera novela, de título deslumbrante: Hija de pirómano. Por otro, un Tobey Maguire prearácnido (James Leer) que esconde, bajo el disfraz de un atormentado Kafka posmoderno, la imagen del perfecto vividor. Este retablo mordaz se completa con la figura del delirante editor interpretado por Robert Downey Jr. (Terry Crabtree). Lástima que el final de la película, un tanto acomodaticio, nos haga olvidar momentos realmente geniales: Michael Douglas ataviado con una bata rosa, indispensable adminículo de su kit de supervivencia literaria; la historia secundaria que rodea a la chaqueta de Marilyn, o los comentarios sobre la primera novela de Douglas, como los referidos a la impactante descripción del ciprés calvo.
Descubriendo a Forrester (Finding Forrester) (2000), de Gus Van Sant. Después de perpetrar su remake de Psicosis al estilo de Pierre Menard, y antes de la multipremiada Elephant, Gus Van Sant acometió esta sencilla historia sobre un aspirante a novelista. Dejando aparte su marcada faceta de «autoayuda y superación», la película se sostiene por el excelente personaje de Forrester (Sean Connery), sin duda inspirado por la figura real de Salinger. En este caso, el viejo escritor que vive recluido en su piso y que ha abandonado los brillos de la vida pública, ha de enfrentarse a la tenacidad del joven Jamal Wallace (Rib Brown), anhelante de recibir las lecciones del maestro. Aunque la película cuenta con momentos pretendidamente emotivos (la visita al campo de béisbol, la lectura final), lo mejor reside en el encuentro inicial entre los dos protagonistas, en un sutil juego de distancias que remite en su planificación a La ventana indiscreta, de Hitchcock.
Los Tenembaums (The Royal Tenembaums) (2001), de Wes Anderson. Además de la dramaturga-prodigio interpretada por Gwyneth Paltrow, la película destaca por ofrecer uno de los retratos literarios más divertidos y pintorescos del último cine estadounidense. Estoy pensando, claro está, en el personaje de Owen Wilson, un extraño escritor de novelas del oeste «de culto» que vive en una mansión rodeado de piezas de museo y objetos que remiten al Far West. La presencia de este seudo-Tenembaum alcohólico, drogadicto y diletante, que da lugar al gag con que culmina la película, es sin duda uno de los mejores alicientes del filme.
El ladrón de orquídeas (Adaptation) (2002), de Spike Jonze. Después de meterse literalmente en la piel de un conocido actor, Jonze y su guionista habitual (Charlie Kaufmann) se enfrentan a un reto aún mayor: poner al descubierto los entresijos del oficio de guionista. La película, plagada de mentiras, mistificaciones y trampantojos —como la acreditación de un supuesto (e inexistente) co-guionista, Donald Kaufmann, o el juego metaficcional que protagoniza la escritora Susan Orlean—, es todo un prodigio de inventiva. Aunque en ocasiones el «más difícil todavía» puede fatigar al espectador poco habituado a este tipo de relatos, pocas veces un filme habrá rendido un homenaje tan sincero a una profesión frecuentemente denostada. Por cierto, ¿será Kaufmann pariente de Silvestre Paradox y de Torres Campalans?
Todo lo demás (Anything Else) (2003), de Woody Allen. Allen es capaz de cualquier cosa a estas alturas, hasta de rodar una película que parece una comedia adolescente filmada por Rohmer. Ahora el duelo entre el viejo escritor de monólogos David Dobell (Woody Allen) y el aspirante a humorista Jerry Falk (Jason Biggs) se resuelve en un gozoso relato que oculta, bajo su pátina de intrascendencia, una meditación sobre el paso de la edad y la paranoia colectiva post 11-S.
Antes del atardecer (Before Sunset) (2003), de Richard Linklater. Ethan Hawke, tras escribir una novela donde recuerda la (breve) historia amorosa que protagonizó diez años atrás, se reencuentra con Julie Delpy. Aunque la literatura es sólo el punto de partida, los espectadores agradecerán la liviandad de la narración y la naturalidad de los diálogos, sobre todo si tuvieron ocasión de disfrutar («o tempore! o mores!») de la primera parte de la película.
Publicado el viernes, 15 de abril de 2005, a las 21 horas y 13 minutos
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EL CRIMINAL NUNCA GANA. Dicen las malas lenguas que Chabrol planifica los rodajes de sus películas tras consultar en la guía Michelin los restaurantes de Francia que aún no ha visitado. Y, en efecto, la fama de bon vivant que acompaña al director suele plasmarse, en sus últimos trabajos, en unas narraciones policíacas que ofrecen un retrato distanciado de la burguesía mediante un humor negro rayano en el sarcasmo. A pesar de que ya no le quedan muchos itinerarios (estéticos, geográficos ni gastronómicos) por explorar, este veterano realizador aún sabe imprimir a sus películas una tonalidad propia. Así ocurre con su último estreno, La dama de honor, que, aunque adapta una novela de Ruth Rendell, en realidad retoma algunos de los tópicos chabrolianos de toda la vida.
A Chabrol no le interesa aquí ni ofrecer el retrato-robot de una mente criminal ni diseccionar con el bisturí de su cámara los hábitos de los «buenos burgueses» de los años sesenta y setenta. En cambio, siguiendo la senda trazada por sus películas precedentes —desde No va más hasta La flor del mal—, intensifica el acento humorístico para reflejar el peculiar «descenso a los infiernos» de un joven trabajador de provincias (Benoît Magimel) que se ve atrapado en la red amorosa de una enigmática muchacha, la «dama de honor» a la que hace referencia el título de la película. En uno de sus crescendos narrativos habituales, Chabrol transita desde una mirada irónica a los «secretos de familia» hasta una peculiar relectura, no menos paródica, de Extraños en un tren, de Hitchcock. Con todo, la servidumbre a los códigos del relato policíaco es aquí mucho menor que en los filmes previos del realizador, habida cuenta de un enfoque burlesco que impide toda clase de adhesión sentimental hacia unos personajes que, bajo su aparente normalidad, encubren aficiones tan variopintas como el fetichismo, la cleptomanía y el asesinato. De hecho, Chabrol se mueve en un terreno de extrañeza que le permite incluir algunos guiños casi almodovarianos en la descripción de los personajes (el cuñado de Magimel) y en la explicación de sus actitudes (la curiosa fijación del protagonista por la estatua de Flora que se halla en su jardín, y que luego simbolizará a su amada).
No obstante, si bien La dama de honor no está exenta de raras virtudes, Chabrol incurre en ciertos excesos que empañan sus logros. Así, en ocasiones está a punto de despeñarse por el abismo del humor chusco (el policía que pisa un excremento de perro mientras persigue al personaje, en una secuencia calcada de Prêt à porter, de Altman) o de una truculencia poco acorde con el tono liviano de la película (en el desenlace, que no desvelaremos aquí). En resumen, La dama de honor es un filme irregular que acaso no recupera al mejor Chabrol, pero que supone un eslabón coherente en su filmografía. Y eso, a sus setenta y cuatro años, es un ejercicio de virtuosismo que bien vale una entrada.
PS: La semana pasada Garci proyectó en su programa La ceremonia (1995), donde Chabrol adaptaba por vez primera a Rendell. Quienes lograsen sobreponerse a los comentarios de los tertulianos y a las tandas publicitarias de rigor podrían ver una de las cimas estéticas del director, que además señala el punto de inflexión entre su penúltima etapa (más seria y analítica) y sus filmes más recientes. En el estreno de La ceremonia, decía Chabrol que se trataba de la última película marxista rodada por alguien no marxista. No obstante, hemos de convenir que el director debía de referirse a un marxismo harto heterodoxo, pues si los miembros de la alta burguesía no caen, en general, demasiado simpáticos, los de clase inferior salen bastante peor parados. A menos que Chabrol propusiese, con sus dosis de cinismo habituales, la sustitución de la lucha de clases por el asesinato. Como una de las bellas artes, claro está.
Publicado el martes, 12 de abril de 2005, a las 16 horas y 37 minutos
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GLUB, GLUB, GLUB. Hace unos pocos años, Wes Anderson se dio a conocer con dos películas peculiares: Rushmore, que parodiaba las habituales comedias sentimentales universitarias, y, sobre todo, Los Tenembaum, un gozoso ejercicio de estilo que contenía, bajo una pátina de insondable tristeza, algunas de las secuencias más hilarantes que este cronista recuerda haber visto en los últimos años. Con estos precedentes, Anderson promete en Life Aquatic un triple salto mortal sin red. Lo malo es que, como en las viñetas de los tebeos, esta vez el nadador se lanza de cabeza a una piscina vacía. Y, aunque el espectador agradece el riesgo asumido, no puede evitar la sensación de fiasco ante un filme francamente descalabrado.
Y es que a Anderson le sale mal todo lo que en sus anteriores películas lograba sin aparente esfuerzo. Para empezar, el precario equilibrio entre el trasfondo amargo y la brillantez de los gags que mostraban sus obras previas se resuelve ahora en un planteamiento híbrido que ni llama a la compasión por los personajes ni, desde luego, mueve a la sonrisa. Además, el realizador, consciente acaso de la debilidad de sus materiales dramáticos, inserta numerosas subtramas —la parodia de Moby Dick, el episodio de los piratas, el pastiche biográfico de Cousteau— que no llegan a cuajar en ninguna tonalidad concreta más allá de la atmósfera desangelada que preside toda la película. Para colmo, Anderson desaprovecha un elenco actoral de primera, desde un Bill Murray perdido en las profundidades abisales del celuloide hasta un Jeff Goldblum que pasaba por allí, una Anjelica Huston en pleno ejercicio de abulia o un Owen Wilson tratando desesperadamente de ser divertido (qué lejos, ay, de su papel de escritor de novelas del oeste en Los Tenembaum).
En el cine hay películas malditas por razones que exceden a lo meramente fílmico y otras que llevan el germen del fracaso en su propia premisa argumental. Life Aquatic es un ejemplo paradigmático de esto último. No sólo no se entiende qué ha movido a Anderson a rodar este film (lo que no deja de ser un inconveniente), sino que uno ni siquiera es capaz de dilucidar, después de soportar estoicamente casi dos horas de tabarra submarina, qué cuenta la película (lo cual es aún más grave, pues no vale aquí el recurso posmoderno de que el filme «no cuenta nada»). En definitiva, este cronista se queda con las ganas de saber si el director intentaba homenajear los filmes de aventuras al estilo de las novelas de Julio Verne, hacer una comedia «gamberra» sin más pretensiones o desmontar dios sabe qué códigos discursivos. De semejante desaguisado sólo se salvan dos imágenes: el «travelling» por los camarotes del barco (un ejemplo de inventiva visual) y las versiones de David Bowie a ritmo de bossa nova que canta el corifeo del relato. Magro balance para un filme que, queriendo hacerse eco de cierto humor del absurdo, ha lanzado por la borda el humor y se ha quedado anclado en el absurdo.
Publicado el jueves, 7 de abril de 2005, a las 19 horas y 50 minutos
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EL PESO DEL HUMO A quienes conozcan la escasa filmografía del coreano Kim Ki-Duk estrenada en España —la naturalista La isla y la ascética Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera— no les sorprenderá el universo que despliega Hierro 3, su película más reciente. De hecho, en ella se encuentran concentradas, y depuradas hasta su mayor grado de estilización, las inquietudes particulares del realizador: la incomunicación, la violencia o la marginación, todo ello tamizado por una vaga espiritualidad que remite a una lectura heterodoxa del quietismo budista. No obstante, su nuevo filme aporta diferencias relevantes con respecto a sus precedentes. Por una parte, el director abandona los espacios rurales y agrestes de sus anteriores propuestas para centrarse en la trama urbana contemporánea. Por otra parte, el soporte realista que caracteriza la obra del director se va diluyendo poco a poco en un tenue onirismo que acaba por cuajar en una peculiar reinterpretación del «realismo mágico» desde los códigos narrativos del cine oriental.
La vocación contemplativa de Ki-Duk se pone ahora al servicio de un argumento que le permite jugar con las sugerencias y los sobreentendidos. En este caso, el protagonista es un joven que invade las casas ajenas para adoptar, durante un breve lapso de tiempo, la vida de los auténticos dueños de dichas propiedades. Todo se complicará a raíz el encuentro accidental con una muchacha… A partir de estos mimbres argumentales, el director reflexiona sobre los difusos límites entre realidad y apariencia, en una variación que remite a los entresijos metaficcionales de Borges. Asimismo, el punto de partida puede entenderse como el detonante de una parábola social más amplia, que habla del desarraigo de los actuales «seres urbanos» y del imposible retorno a la inocencia. El filme se divide en dos partes que implican sendos niveles de lectura complementarios. Hasta la aparición de la policía en el relato, Ki-Duk se ciñe a los modos de una narración realista y lineal, donde la preocupación por la mirada sustituye a los diálogos, casi inexistentes. Sin embargo, desde el momento en que la policía interroga al protagonista, asistimos a una deconstrucción del discurso realista. Las referencias al entorno urbano se atenúan, al mismo tiempo que se difuminan los rasgos psíquicos y las preocupaciones sentimentales de los protagonistas. Con todo, Ki-Duk no se deja tentar por la aridez de un cine abstracto, sino que entrega al espectador algunas pistas que favorecen la interpretación del discurso. Para entendernos, nos encontramos aquí más cerca de los vuelos fantásticos de cierto cine europeo que de los rompecabezas del último David Lynch, con quien Ki-Duk comparte una misma distancia hacia sus personajes.
En suma, Hierro 3 no es sólo la mejor película de Ki-Duk hasta la fecha, sino una pieza imprescindible para entender el último cine oriental, cuyas mutaciones ya no se explican atendiendo a la dictomía contemplación (Ozu) y narración (Mizoguchi) que todavía siguen vigentes en buena parte de la crítica cinematográfica. El coreano Ki-Duk se sitúa en medio de ambas opciones, entre la voluntad de captar el detalle y el placer de contar una historia. Por eso sus películas —la mayor parte inéditas en nuestro país, habida cuenta de su incansable ritmo de producción— no son sólo un éxito de temporada, sino una apuesta decidida por un cine de autor que combina la agilidad narrativa y un poso de extrañeza que sigue al espectador al salir de la sala. Y es que, al fin y al cabo, sus películas quizá también nos estén hablando de nuestra vida.
Publicado el lunes, 4 de abril de 2005, a las 20 horas y 54 minutos
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